Los tiempos del mercadillo

Publicado el 15 abril 2015 por Abel Ros

En el mercadillo entendí que en un mundo tan ruidoso, hay mendigos de palabras


parte de escribir en el blog, soy profesor de secundaria. Desde que hice el CAP (el curso de adaptación pedagógica) tuve claro que mi vocación era la educación. En esta vida – en palabras del anciano -, cada uno cumple una función. Y la mía, sin duda alguna, son los libros y las tizas. Aunque el trabajo docente sea duro, por la lucha diaria que supone el trato con el público, el salario emocional supera con creces a los euros de la nómina. Gracias a este trabajo, no necesité estudiar psicología. No lo necesite, como digo, porque el mejor entendimiento del comportamiento ajeno es el calor de la gente. Antes de dedicarme a la enseñanza; trabajé en tropecientos oficios: desde repartidor de publicidad y mozo de almacén en Mercadona, hasta serigrafista y vendedor ambulante. 

Antes de dedicarme a la enseñanza; trabajé en tropecientos oficios: desde repatartidior de publicidad hasta vendedor ambulante

Fue, precisamente, debajo de las lonas del mercadillo, vendiendo abrigos de mujer en las frías mañanas de enero, donde conocí el arte de la venta. Comprendí que mucha gente compra por envidia; que algunas mujeres pasan de plebeyas a princesas cuando se suben a unos tacones y, que "la mona", por muchas sedas que se ponga, mona se queda. En la calle, queridísimos lectores, conocí a hombres buenos y gente con muy mala leche. Aprendí, que para algunas personas quinientos euros son calderilla y para otras, sin embargo, son la comida de cinco semanas. En el mercadillo entendí; que en un mundo tan ruidoso, hay mendigos de palabras. Gente en búsqueda de curas sin sotana a cambio de consuelo. Debajo de la lona, conocí a Joaquín – un gallego afincado en Alicante -. Joaquín – ya fallecido – tenía setenta años y se ganó, como el decía, las lentejas en las Américas. Me contaba, con pelos y señales, las características del taller que regentaba en una calle de Caracas. De vez en cuando, me regalaba quesos de tetilla y tartas de Santiago.

En el mercadillo también conocí a José, el vecino de las camisas. Todos los jueves, a eso de la una del mediodía – mientras recogíamos la parada – hablábamos, largo y tendido, de política. Rojo hasta médula, me comentaba que no había nada más absurdo que un albañil de derechas. No soportaba a la derecha. Tanto es así que siempre repetía: "¡los fachas, ni en pintura!". A su padre lo mataron los franquistas en el campo de Albatera. Era tanta la rabia contenida, que los ojos se le encharcaban cada vez que sacaba la foto de su padre de la guantera de la Iveco. La sacaba para enseñársela a Manolo, un limpiabotas de la plaza de los Luceros, que los jueves acudía al mercadillo. Manolo se mantenía gracias a una pensión que cobraba, por una hernia que se hizo cuando trabajaba cargando camiones en el puerto de Melilla. Aparte de la pensión, se sacaba un "contento" – como él solía decir - limpiando botas a los "peces gordos" de la Diputación.

Todas las semanas, Enrique – el vendedor de periódicos – pasaba por el puesto. "¡Moreno – me decía – ahí te dejo la prensa, luego me la pagas!". A la hora, cuando pasaba a cobrar, se sentaba un rato debajo de la lona a fumarse el cigarrillo. Me contaba lo mal que lo pasó, cuando lo operaron de la próstata. A los cincuenta y tres años, le tocó la peor de las loterías. Un bicho se había apoderado de su próstata y amenazaba con su vida. Durante meses recibió quimioterapia y hoy, diez años después, toca madera cada vez que recuerda lo mal que lo pasaba, cuando las enfermeras le inyectaban la dosis de “matasanos". Aurora, su mujer, falleció hace dos meses. Me enteré por casualidad por un viejo conocido de mis tiempos de mercadillo. La señora de Alberto solía comprarme, todos los años, un chaquetón para acudir a misa de los domingos. Recuerdo que era una señora con mucha barriga y, la verdad sea dicha, lo tenía muy complicado para encontrar una prenda que se ajustara a su figura. Me costaba, como digo, porque los chaquetones que le paraban bien de hombros, no se los podía abrochar por su abultada barriga. Y, los que se podía abrochar, le quedaban anchos de hombros. Una vez me enseñó una foto de cuando era joven. Era una mujer guapa y esbelta, de esas que no pasan desapercibidas cuando andan por la Gran Vía. 

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