Afirmaba el portentoso argentino Jorge Luis Borges que en ocasiones la vida humana puede ser perfectamente cifrada o resumida en un gesto, en un instante, en un signo; y que en él duermen sin aspavientos las claves de su esencia. Lo que ocurre es que, por regla general, no es el protagonista de dicha vida quien advierte la particularidad del signo, sino que son los otros quienes lo detectan y le otorgan su condición de metáfora, quienes valoran su potencial expresivo o condensador. Román Piña Valls (Palma de Mallorca, 1966) acaba de publicar un poemario donde esta asombrosa idea empapa con eficacia y con inusitada belleza los cuarenta y un textos que lo conforman.En unas ocasiones, el escritor acudirá como fuente de inspiración al mundo del cine (y nos hablará del abrigo de Woody Allen, del puro de Groucho Marx o del excelente Gran Torino de Walt Kowalski); en otras, acudirá al universo de la música (centrándose en el acordeón de Julieta Venegas o en el pastillero de Whitney Houston), de la televisión (el magnético bastón del doctor House) o de otros territorios dispares. Pero resulta obvio para los lectores que el campo de inspiración más extenso lo encuentra Román Piña Valls en la propia literatura, tanto nacional (Ramiro Pinilla, Miguel Ángel Velasco) como foránea (Roberto Bolaño, Gustave Flaubert, Kurt Vonnegut, Malcolm Lowry, J.D. Salinger...), de la cual extrae fértiles momentos para la reflexión y el deleite estético.En la solapa del volumen se nos dice que el gallego Eugenio Fernández Granell llamó la atención hace años sobre la condición de “poeta novelístico” de Román Piña. Y no se antoja un juicio desatinado si nos atenemos a la condición corpórea de esta poesía, porque su esqueleto y su entramado muscular sí que son (absurdo sería negarlo) narrativos. Pero yo discreparía en cuanto a la textura de su aliento. En ese territorio, es innegable que el mallorquín se mueve ya en el ámbito de la poesía, porque tiene una forma inequívocamente lírica de situarse ante los temas y personajes. Decía Francisco Umbral en uno de sus libros (juraría que en Mortal y rosa) que los niños tienen una mirada especial, que les hace fijarse en los detalles minúsculos o insignificantes, en los que los adultos ni siquiera reparamos, y que eso permite que un botón, un hilo o una mancha se conviertan, a sus ojos, en objetos únicos, llenos de magnetismo y belleza. Yo creo que con los poetas (iba a decir “con los poetas auténticos”, pero he borrado a tiempo la tautología) ocurre algo similar: son capaces de ver lo que los demás simplemente miramos. Y en ese sentido Román Piña es poeta valioso.
Acuda todo aquel que quiera comprobarlo a los versos impresionantes y sobrecogedores de “La cámara de Ricardo Ortega”; experimente la fascinación por unos lindos pies femeninos en “El zapato de Emma Bovary”; asómbrese con la dignidad de quien elige una muerte propia, huérfana de estadísticas y gestos convencionales (“El arpón de Ahab”); emociónese con la forma en que Gustav von Aschenbach queda prendado de un niño polaco en Venecia (“El bañador de Tadzio”); o lea “El diario de Wilson”, que provocará sus lágrimas si ha sufrido alguna muerte reciente entre sus seres queridos... Recorran estas páginas y descubrirán a un gran poeta. Consejo de amigo.