Nunca en el mismo lugar, siempre en movimiento. Siempre arena bajo el ardiente sol. Temperaturas que rebasan los 50 grados a mediodía y que descienden a bajo cero durante la noche. Así es el Sáhara, un ecosistema único, un desierto que se extiende del Atlántico hasta el Índico, ocupando un territorio mayor al de los Estados Unidos. Muy pocos se atreven a adentrarse en su inmensidad, y no todos los valientes regresan. Y menos todavía son aquellos que han osado hacerlo su hogar, su patria, su forma de vida. Entre estos pocos elegidos se encuentran los tuareg, que a lo largo de más de mil años, en constante navegación, y siguiendo el ritmo de las dunas, del viento y de los astros, han convertido el vasto territorio sahariano en una parte de sí mismos.
Los tuareg, Libia y Gadafi
Se cree que los tuareg emigraron desde Libia en el siglo VII d.C. ante la presión de los invasores árabes. Organizados en una especie de sistema confederal, formado por unidades políticas llamadas kels, desde entonces habrían llevado una vida seminómada, dedicándose al pastoreo, al comercio de todo tipo –incluidos esclavos, armas y estupefacientes– y a la agricultura, desplazándose entre las regiones desérticas de lo que a día de hoy serían Argelia, Níger, Burkina Faso, Libia y Mali. Constituyen al menos el 10% de la población en todos los países por los que se mueven, alcanzando los 900.000 individuos en Níger o en Mali. En Libia, en cambio, las cifras son mucho mayores, con números que los sitúan en alrededor de 17.000 en condición de extranjeros, 600.000 documentados y más de un millón indocumentados. Esta notable presencia no es casual, y sus efectos, a lo largo de las últimas cinco décadas, vendrían a condicionar la política Libia tanto a nivel interno como regional, hasta la misma revolución de 2011.
Cuando Gadafi conquistara el poder en 1969 iniciaría una política de marginalización de las tribus que perduraría durante los diez primeros años de su gobierno, con el objetivo de minimizar la influencia de éstas, a las que consideraba un factor de desunión nacional. En general, los tuareg se verían inmersos en un ambiente hostil, reprimidos culturalmente y sometidos a procesos de éxodo rural en el que se verían alejados de sus círculos familiares y tribales, generando procesos de exclusión social y económica, vistos siempre por los habitantes árabes del norte como barbaros del desierto. A su vez, Gadafi articularía una política nacionalista centrada en el elemento árabe, lo que terminaría creando una estructura política que favorecía a las tribus de esta etnia frente al resto. Así, tribus como los warfallah, los maghariha o los Gaddafah, a la que pertenecía el dictador, serían las que ocuparían posiciones de importancia en el ejército, en el cuerpo burocrático y en el gobierno. A pesar de todo, las identidades de afiliación tribal prevalecerían, sobreponiéndose a la fidelidad al Estado libio incluso hasta finales de los años, aunque el proceso de urbanismo las minimizaría algo en la década de los 80.
Y es que con Gadafi el tribalismo libio viviría su definitiva fusión con la conceptualización y las prácticas políticas del país africano. Éste se manifestaría no solo en la praxis y en la organización del Estado, sino en la propia simbología utilizada por el gobernante, que fomentaría una visión mítica del nómada, con la tienda sahariana como espacio para encuentros diplomáticos internacionales, y que vendería como una muestra de su humildad y de su posicionamiento igualitario en relación a su pueblo.
En cuanto a los tuareg, Gadafi proclamaría en numerosas ocasiones su afinidad con el pueblo tuareg, llegando incluso a afirmar haber heredado sangre tuareg de su madre, y considerándoles aliados en su utópico proyecto panafricanista de convertir el Sáhara en un espacio sin fronteras unido por la cultura árabe y el Islam. Además, se convertirían en un actor fundamental para el gobernante, que los utilizaría como combatientes para culminar sus propios intereses geoestratégicos de la zona, haciéndoles participes, por ejemplo, de las intervenciones militares de Libia en Sudán y Chad a principios de los 80. Sin embargo, esto se entremezclaría con prácticas de exclusión y represión dentro de las fronteras libias, así como con verdaderas muestras de desprecio hacia la cultura bereber, de la que los tuareg forman parte, llegando a afirmar que ensenar lengua amazigh a los niños era equivalente a inyectarles veneno.
En cualquier caso, a nivel regional Gadafi sin duda alguna se convertiría en un claro aliado de los tuareg, apoyándoles en sus aspiraciones nacionalistas. Éstas se manifestarían en forma de movimientos independentistas en Níger y Mali en la década de los 90, con el propósito de desembarazarse de unas autoridades estatales que habían desarrollado tradicionalmente políticas represivas y de marginación hacia la minoría. Gadafi defendería la causa en las conferencias internacionales, actuaría como mediador en las negociaciones de paz con los respectivos gobiernos, ofrecería el territorio libio como base para los distintos movimientos y aportaría armas y suministros a los rebeldes.
Asimismo, tras un fallido golpe de estado y en medio de una crisis de popularidad Gadafi crearía el Consejo de Liderazgo Social Popular (CLSP), una organización formada por los líderes tribales y los jefes de las familias más importantes del país. Aunque el objetivo de esta nueva institución sería el asegurar la fidelidad de las tribus al régimen para mantener la estabilidad, lo cierto es que la inclusión en la misma de las principales tribus de la zona noroccidental de Tripolitania –de mayoría árabe– crearía un sentimiento de marginalización entre las tribus orientales de Cirenaica y del Fezzan (al sur) –especialmente entre los tebu y los tuareg–. Esta institución se combinaría con unas agresivas políticas de asimilación arabizante hacia las tribus de etnia bereber –la más fuerte en todo el Magreb– y la represión hacia determinadas tribus, cuya existencia intentaría borrar de la historia de Libia a la vez que reprimía sus derechos. Con todo ello el tribalismo se intensificaría, pero también la posición privilegiada de los árabes frente al resto de etnias del país.
En el caso de los tuareg, y como ya había ocurrido en los 80, el dictador intentaría reclutarlos para el ejército y los servicios de inteligencia, prometiéndoles trabajo y derechos de ciudadanía. A pesar de todo las promesas serían en su mayor parte incumplidas, negándoseles los documentos identificativos y, por lo tanto, convirtiéndoles en apátridas, lo que les impediría acceder al sistema educativo, a gran parte de las oportunidades de empleo, a una cuenta bancaria o al derecho al voto y a la representación política. Todo ello derivaría en tasas de alfabetización muy bajas, en una enorme precariedad laboral y a la reclusión en el ámbito de la economía informal y de las actividades ilegales, creándose más núcleos de pobreza en el seno de las comunidades tuareg que en el resto del país.
Aunque los tuareg jamás lograrían culminar sus aspiraciones nacionalistas, ni tampoco poner fin a la discriminación que sufrían en los estados africanos, sí que conseguirían cierto bienestar económico, especialmente en los 80 y 90, particularmente gracias al desarrollo del turismo en la zona. Si bien las sociedades tuareg seguirían marcadas por profundas desigualdades económicas, enfrentándose a duras sequias y al desempleo.
Sin embargo, a todo ello seguirían una serie de profundos cambios que se producirían en el Sahel a raíz del inicio de la guerra contra el terror islamista en el escenario post 11-S. Temiendo la conversión de la zona en un nicho para la ocultación y el entrenamiento de militantes jihadistas, las potencias internacionales, con EEUU y Francia a la cabeza, iniciarían un proceso de securitización de la zona, que afectaría de manera determinante al modo de vida de los tuareg. La economía del turismo colapsaría y las leyes contra el contrabando y los controles fronterizos se reforzarían, dejando a las comunidades tuareg sin sus principales fuentes de riqueza y destruyendo su modo de vida tradicionalmente nómada. Los gobiernos que por lo general habían marginado a los tuareg intensificarían la represión, acusando a los tuareg de tener lazos con los grupos terroristas. Todo derivaría en una sucesión de protestas y levantamientos tuareg entre 2004 y 2008.
En este contexto, en 2005 Gadafi intentaría cooptarlos de nuevo, afirmando que Libia era la patria de los tuareg, ofreciendo residencia a los tuareg refugiados de las guerras en Níger y Mali. El líder libio llegaría a ofrecer hasta 1000 dólares mensuales a los tuareg que quisieran unirse al ejercito –lo que multiplicaba por veinte sus ingresos habituales– afirmando en declaraciones públicas su vital importancia para poner freno al terrorismo yihadista en el Sáhara.
En definitiva, a pesar de la exclusión socioeconómica y política de los tuareg en Libia durante más de cuatro décadas, lo cierto es que Gadafi conseguiría posicionarse como el único aliado para un pueblo que no recibía más que represión por parte del resto de actores internacionales y regionales, alimentando sus esperanzas de salir de su condición de apátridas. Por todo ello, no debe sorprendernos que con la llegada de la revolución en 2011 muchos tuareg se unieran a las filas del régimen.
La revolución de 2011
La revolución supondría no solo la caída del régimen de la jamahiriyya y la muerte de Gadafi, sino la decadencia de la tribu del regente, la Ghaddafa, cuyos negocios y espacios políticos –que hasta entonces habían cuasi monopolizado– fueron ocupados por las tribus locales del Fezzan. Negocios informales como el contrabando cambiarían de manos, alterando totalmente las rutas y quién las controlaba.
Por otra parte, Gadafi volvería a acudir a los tuareg como en el pasado, siguiendo con las mismas promesas tanto tiempo incumplidas, aferrándose a ellos como última esperanza para evitar su caída. Aunque la respuesta no sería unitaria, los principales líderes tuareg de Libia, Níger y Mali acudirían a su llamada, y hasta 10.000 combatientes tuareg combatirían en las filas del régimen, y de hecho serían los que ayudarían al líder libio a esconderse tras su huida de Trípoli.
Finalmente, la estrategia de Gadafi fue en vano, y tras la revolución los tuareg simplemente se harían cargo de lo que había sido tradicionalmente suyo, haciéndose fuertes en sus territorios del sur y organizándose como un actor rebelde mas. A pesar de todo, su colaboracionismo con el régimen durante las décadas anteriores y su respuesta no unitaria a la revuelta también les pasaría factura, y tras la revolución vendrían a verse perseguidos tanto por los grupos leales al antiguo régimen como por los grupos rebeldes, llegándose a producir denuncias de genocidio por parte de las asociaciones tuareg, y viéndose forzados cientos de ellos a huir y pedir asilo como refugiados en la vecina Argelia.
Los tuareg, la geopolítica y las potencias internacionales
Con la muerte de Gadafi, y tras el alzamiento independentista tuareg en el norte de Mali de 2012, muchos combatientes tuareg marcharían a luchar al país africano, entremezclándose con los independistas, pero también con grupos islamistas como Ansar al-Dine. Sin embargo, tras la intervención francesa, junto a las luchas intestinas que surgirían en el seno la rebelión, al comprobarse la diferencia de objetivos entre los tuareg en búsqueda de la autodeterminación y los grupos islamistas, muchos de los tuareg volverían a una Libia sumida ya totalmente en guerra civil.
Para ampliar: “Malí, ¿el pivote geoestratégico del África Occidental?“, Fernando Arancón en El Orden Mundial
A esto se uniría el enfrentamiento contra los Tebu en el suroeste libio, tras más de cien años de paz entre ambas tribus gracias a una cuerdo –el Midi Midi, “amigo amigo”–, sellado a finales del siglo XIX, por el cual ambas se repartieron las rutas comerciales y de contrabando de la región. Con este tratado, los tuareg vendrían a dominar las rutas hacia Argelia y Mali, mientras los Tebu se quedaban con las de Níger y Chad. La guerra estallaría a raíz de la competencia por el control de los recursos petrolíferos de la zona, así como del oasis de Ubari, punto geoestratégico clave para el control de las rutas por el desierto. En agosto de 2014 las tensiones alcanzarían su punto álgido, iniciándose los combates en el oasis de Ubari, y llegando a Sebha, capital del Fezzan, un año después. La primera chispa de este conflicto la prendería una decisión del Consejo Nacional de Transición al dar el control de las fronteras del sur a los tebu como recompensa por haberse posicionado mayoritariamente contra Gadafi en el proceso revolucionario. Asimismo, los tebu se harían con el control de la plataforma petrolífera de el-Shehara, privando a los tuareg del acceso a sus beneficios a la vez que monopolizaban las rutas de contrabando, gracias al apoyo desde Bengasi. Todo ello, unido al incremento de los controles fronterizos y de seguridad por parte de actores como Argelia, alteraría las rutas tradicionales y haría colisionar los intereses de ambas tribus, rompiendo el pacto tradicional y las relaciones de poder tribal asentadas durante décadas. A pesar de todo, en noviembre de 2015 los tuareg recuperarían el control del el-Shehara y el conflicto se estancaría, con Ubari como centro del mismo.
Por otra parte, tras la conformación de dos gobiernos en competición por el poder, los tuareg se verían de nuevo envueltos en las dinámicas nacionalistas, así como en los juegos geopolíticos de las distintas potencias internacionales. Por un lado, el gobierno de Tripoli les apoyaría con armas y municiones, así como ayuda médica y combustible. Por otro lado los tebu recibirían apoyo desde Tobruk, así como de los Tebu chadianos y Francia. Por tanto, lo que podría haberse interpretado en un primer vistazo como un simple conflicto tribal tomaría carácter regional y, de nuevo, se entremezclaría con el desarrollo general del conflicto libio.
Tuareg y grupos extremistas en el Sáhara y el Magreb
A todo este conflicto interno puramente libio, y a las intervenciones de potencias internacionales externas a la región, se añadiría el hecho de que las dinámicas tribales de los tuareg quedaría marcadas también por la emergencia de grupos radicales islámicos como Al-Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) que, aprovechándose del carácter remoto del Fezzan y de la porosidad de las fronteras entre los estados de la región del Sahel, encontrarían ahí un nicho seguro para llevar a cabo sus actividades, así como un excelente puente en su camino hacia los frentes de combate en las ciudades del litoral libio. Una tendencia que se acentuaría especialmente tras el empuje militar francés en Mali. La presencia de estos grupos constituye una preocupación más para los tuareg, que ven como las generaciones más jóvenes podrían observar un futuro mejor en estos militantes que en la precariedad del contrabando en los límites del desierto al que la historia ha condenado a estos nómadas de las arenas, así como una vía de escape de las difíciles condiciones que su situación de apátridas les impone.
El propio Estado Islámico (EI) proclamaría en su revista Dabiq que diversos grupos islamistas de tipo jihadista, asentados en Libia, habían jurado lealtad a la causa del califato, incluyendo en el propio Fezzan. A pesar de todo, y aun sabiendo que varios tuareg han jurado lealtad al grupo, lo cierto es que sus progresos han sido mucho más reducidos que en el norte del país, y han sido precisamente las particularidades de los tuareg las que han protegido la zona contra el radicalismo. Y es que los vínculos de los tuareg con el EI y otros grupos jihadistas parece deberse más a factores de tipo económico y logístico que a simpatías ideológicas. La alta capacidad de financiación del EI habría sido aprovechada para conseguir la lealtad a corto plazo de las tribus tuareg, que habrían ofrecido a cambio sus conocimientos sobre las rutas comerciales y de navegación por el duro ecosistema sahariano. No obstante, el Islam practicado por los tuareg, de tendencia sufí y marcado por un fuerte sincretismo resulta muy incompatible con el islam salafí. Por otra parte, la estricta y primordial lealtad a la familia y a la tribu también dificultan la adherencia a una ideología que proclama la lealtad exclusiva a la comunidad universal de la umma y a la sumisión al califa.
El futuro: paz con integración
Más allá del conflicto tribal y de las dinámicas políticas, el contexto post-Gadafi ha permitido la configuración de un espacio en el que, sin la represión del régimen, se han multiplicado las organizaciones tuareg en pro de la reivindicación de sus derechos tanto como minoría étnica como de tipo económico y social. El acceso a documentos que acrediten su ciudadanía, la cesión de espacios de representación política en las instituciones y el fin de la exclusión del sistema educativo son las principales demandas de un pueblo que lleva ya muchas décadas escuchando promesas nunca cumplidas.
Por todo ello, en definitiva, si las condiciones de los tuareg no mejoran y su sentimiento de exclusión prevalece, se podría fomentar su deseo a buscar la autonomía política, añadiéndose un factor de inestabilidad más a la ya de por sí convulsa región. De forma similar a como ocurrió con el Movimiento de Liberación Nacional del Azawad en Mali, que terminaría tornándose en un conflicto regional al contar con el apoyo de toda la población tuareg distribuida por los estados de la región. Con todo, el gobierno que se encargue de la transición a la paz deberá tenerlos en cuenta, combinando derechos sociales, económicos y ciudadanos con reformas que reduzcan el miedo y la xenofobia de los libios del litoral hacia las poblaciones tuareg, y que también fomentan su exclusión.