Hace tiempo que me di cuenta de que tal sentencia poseía la certera estupidez que demasiadas veces acompaña a lo humano y como todo lo que aquél hace, hasta en sus axiomas preferidos, todo es revocable. El paso del tiempo y la pérdida de la pavería me han hecho caer alguna que otra vez en la relectura. Y, para asombro de aquella adolescente que llevo dentro, he descubierto que las letras no tienen nada de fijas e inmutables y que su propia melodía –al unirse unas con otras- no cesa de variar cada vez que los ojos retornan a ellas. Además –me digo ahora, a las puertas de un nuevo aniversario- creo que hay épocas en las que uno siempre vuelve, como arrastrado por una añoranza insalvable, como quien destapa la cajita de madera de su infancia para repasar sus tesoros. Llega el tiempo en el que uno siempre vuelve a releer porque, estoy convencida, de alguna forma, nos releemos a nosotros mismos. Se trata de algo más trascendental que transitar un camino ya andado: es descubrir y redescubrirse dentro de él. Alucinar con la oración más absurda –que en el pasado resultó tan ajena-, repasar las marcas en el texto, reexplorar el sentido oculto tras cada palabra. Quizás hoy peque de soberbia o de nostálgica al escribir esto, pero hoy me he enganchado a la relectura.
“Esta noche Troylo, atiende bien, va a empezar una década. ¿Te das cuenta? Empezar una década. Son palabras mayores. Los hombres no tenemos una vida muy larga. Nada de lo que vive tiene una vida demasiado larga: la vida es una historia que siempre acaba mal, porque siempre acaba con la muerte. Y, sin embargo, los hombres tenemos la necesidad de parcelar la vida, de trocearla, de marcarla con muescas, hitos, recordatorios, metas. Como si fuera tan inmensa que no pudiéramos mirarla, ni comprenderla, entera. Y es que nososotros somos todavía más cortos que la vida. Hablamos con indiferencia de días, horas, semanas, de meses. Cuando hablamos de años nos ponemos ya serios. Cumplimos años, nos dan miedo los años. Celebramos que se inaugure un año y nosotros sigamos con los ojos abiertos. Nos alegramos de que un año nuevo nos ofrezca su pequeña caja de sorpresas, porque eso quiere decir que estamos vivos. A pesar de que la caja esté vacía y seamos nosotros los que debamos tomarnos el trabajo de llenarla de cosas. De cosas confusas: un jazmín tardío, dos o tres atardeceres, alguna carta, la platilla de un caramelo, unas manos entrelazadas, un modo inolvidable de mirar, cierta música, una mañana limpia, el olor a fritanga de una verbena en la mitad de agosto, qué sé yo: la vida. Porque la vida, Troylo, por mucho que se diga, no es maravillosa, ni cruel, ni millonaria, ni apasionante, ni terrible. La vida, Troylo, es única: sólo eso. Es sencillamente lo único que tenemos. Y cada año viene, en nochevieja, con el regalo de su menuda cajita vacía.”