Los últimos días del poeta en la tierra

Por Calvodemora
La tarde jadea en las alas de los insectos. Algunas ciudades acogen al visitante con pétalos y ecuaciones de segundo grado y el azar aturde y desangela el paisaje. Del cielo infinito descienden súbitas volutas de amor puro que el poeta hospeda en su pecho. Luego un principio de ternura informa de la existencia de ángeles, pero es un travelling y la realidad barre un trozo de ficción mientras el ojo se turba de urgencias. Hay calles sin propósito que salen al encuentro del que pasea y le ofrecen golosinas autorizadas y nínfulas delincuentes, pubis primorosos, pezones como oriflamas, pero la única historia posible está debajo del píxel, a ras de bit, cerca de una terna de fantasmas que manosean los engranajes de la máquina. Hay voces que esconden infancias desdichadas, estampas de Dickens, la luz hecha grumo. Dios arriba, Dios abajo, Dios dentro, Dios clavando la luz en los pétalos y en las ecuaciones de segundo grado. El hombre sensible, el que está justamente ahora apurando un café en una terraza de moda, estrella contra su cuerpo el asombro. Ya no recauda metáforas. Al caer la noche un humo de herrumbre custodia el alma del poeta y así ya puedo dormir yo tranquilo con los ojos en busca de su centro y mi lengua rebelde lamiendo un vértigo antiguo. En sueños, la ciudad es un escenario escatológico. Napalm fonético. Los últmos días del poeta en la tierra. Al despertar todo es inútil. La voz, inútil. El escándalo de las nínfulas abiertas y golosas, inútil. Nada es la celebración de las horas de antaño. El desorden finge las palabras. Estamos todos heridos de muerte. El curso de los años borra toda posibilidad de remordimiento. No esperen que sepa mucho más. Ancho me está viniendo un párpado. Ancho sin estridencia. De una anchura que no es posible catalogar, desglosar en palabras, palabras que evidencien la altura y la nobleza, el peso y la dignidad. Dormir es entregarse al poema.