Cuando los políticos indecentes no dimiten y los jueces no actúan contra los políticos delincuentes, el pueblo toma el relevo y hace lo que puede, que no es demasiado, pero rechaza a los políticos, los castiga en las urnas, los desprestigia, los desprecia y les llama "chorizos" de manera indiscriminada. Nunca en la historia reciente de España estuvo más bajo el prestigio y el respeto a los dirigentes políticos. La distancia que separa al pueblo de los que se dicen sus representantes es ya inmensa. Más que como representantes, empiezan a ser percibidos como opresores.
Es la "venganza" de unos ciudadanos que se sienten marginados del poder y sometidos a una casta de políticos tan inepta como cargada de privilegios. El fenómeno se extiende por todo el mundo y agudiza la sensación, cada día más real, de que el verdadero enemigo de los gobiernos no son, como en el pasado, otros gobiernos extranjeros, sino sus propios ciudadanos. En Estados Unidos, en Europa y en muchos otros países del mundo, los indignados crecen como la espuma, siempre bajo el denominador común del desprecio a la casta gobernante y a sus injusticias. Ayer mismo los indignados se manifestaron masivamente en Nueva York y Manchester, mientras que las protestas crecian en otras muchas ciudades del planeta.
Los pensadores políticos sostienen que cuando una gran parte del pueblo rechaza a sus dirigentes, éstos pierden la legitimidad y se transforman en opresores, aunque hayan sido elegidos democráticamente.
Los partidos políticos y sus políticos profesionales son cada día más conscientes del drama que padecen al ser rechazos por el pueblo al que gobiernan. Muchos de ellos se niegan a asumir la realidad y hablan de que ese rechazo es un efecto exclusivo de la crisis, pero ignoran que el fenómeno se debe, sobre todo, a que ellos han engañado a los ciudadanos, vendiéndoles una democracia falsa, que en realidad es una sucia dictadura de partidos.
En abierto enfrentamiento con quienes les esquilman con impuestos injustos, les endeudan, les humillan con sus privilegios desproporcionados e inmerecidos y les rebajan sueldos y pensiones para hacer frente a una crisis que ellos mismos han provocado, los ciudadanos están aprendiendo no solo a rechazar, sino también a odiar a los políticos que les gobiernan, un sentimiento nuevo que neutraliza el liderazgo, impide el avance de la sociedad, refleja el fin de una época y confirma la certeza de que el modelo político vigente ya no sirve.
La masa de indignados silenciosos es tan grande que la politica tiene que darles una respuesta. Sin esa respuesta, las urnas se van a convertir en un potro donde se practique la venganza. Los ciudadanos de toda Europa votan contra sus gobiernos para castigarlos y critican a los políticos porque están convencidos de que son los mayores culpables del drama que padecen. Otros muchos, todavía más decepcionados con la iniquidad reinante, optan por la abstención electoral, el voto en blanco y el activismo contra los que mandan y poseen poder.
El divorcio entre ciudadanos y políticos es cada día más intenso y constituye ya el peor drama de la actualidad. Los países no pueden salir de la crisis mientras que sus ciudadanos rechacen a los que les gobiernan porque salir de la crisis requiere un esfuerzo colectivo y el despliegue de las mejores cualidades y energías de la sociedad, tesoros que los ciudadanos esconden y que no están dispuestos a entregar a una casta política a la que están aprendiendo a despreciar.
La respuesta a los indignados no puede provenir de los actuales partidos políticos, porque esos partidos, cargados de privilegios y alejados del ciudadano, son, precisamente, los grandes culpables del drama que vive el mundo y los directos causantes de la pobreza que avanza.
La única respuesta que los ciudadanos van a admitir es una refundación de la política y el nacimiento de un nuevo sistema donde la verdadera democracia quede instaurada, al mismo tiempo que se recuperan los grandes valores perdidos y los ciudadanos ejerzan como cotroladores y vigilantes del poder político.