Mi segundo recuerdo e inmediato es una pelota azul de rayas blancas. Ya logro verme la cara, una camiseta blanca desgastada, pie descalzo, el sabor de una compota y un carro dañado a la orilla de una carretera. Calor, mucho calor y esa casa de la playa en Chichiriviche a la que íbamos con frecuencia.
Después de eso, en la mente sucede cualquier cosa: un caballo, los Médanos de Coro, una canción de Jerry Rivera, las hortalizas de Mérida, mi tos, el calor de Maracaibo, mi asma, un desvío en Carúpano, las aguas termales de Puerto Cabello, el azul de Isla Larga y mi miedo temprano a los corales. Un hotel de puertas rotas, la carretera quieta hacia el Oriente del país, Isla de Plata, Arapito y una aguamala torturándome un dedo, una tragedia como pocas. Una noche buscando hotel en Trujillo, el calor de las promesas cumplidas ante José Gregorio Hernández en Isnotú; el camino a La Puerta, el mal de Páramo, el sabor a chocolate caliente, el asma, la primera vez que vi la nieve. Otra vez los Médanos y una culebra. Otra vez Isla Larga y un paseo en bote. La Vírgen de la Paz y un parque grandioso, una pasta a la carbonara en Villa Hermosa caminando a Mérida, un río que tumbó a mi mamá por andar saltando las piedras, Jají y una bocina que me gritó al oído. Caracas, llegando de noche. Caracas, partiendo de madrugada. Una franela morada de Mickey Mouse, una foto con Pluto, una montaña rusa alta y oscura. Un jardín lleno de flores, un inglés incomprensible, una noche entera en un aeropuerto, un castillo azul, asma, un camino de vuelta. Un álbum lleno de fotos.
Los viajes que (no) recuerdo. Esos que no decides, pero de los que guardas trazos en la memoria, como la anécdota inolvidable. Esos caminos que ahora quieres recorrer a conciencia, para contarlos luego. Esos recuerdos, esos.