Este es un libro muy singular que oscila entre el periodismo, la antropología y el mero humanismo. En 1978, un grupo de geólogos rusos que sobrevolaba una región de la inmensa taiga siberiana encontró indicios de vida en un paraje muy remoto: se trataba de la familia Lykov, unas gentes que llevaban más de cuarenta años apartados del mundo y viviendo según las estrictas normas de su religión. Sus orígenes se remontaban al siglo XVII, con la querella religiosa surgida en tiempos del zar Pedro el grande, cuando los llamados viejos creyentes se opusieron a la reforma emprendida por el patriarca Nikón. Como suele suceder en estos casos, la disputa se basaba en detalles nimios de liturgia e interpretación de la escritura, pero provocó que muchos puristas terminaran exiliándose dentro de la propia Rusia y viviendo en territorios remotos. En este sentido los protagonistas de Los viejos creyentes son una especie de reliquia del pasado, gente que ha sobrevivido aislada en un paisaje hostil con la sola ayuda de su fe religiosa fanática. Así pues, cuando los conoce, el periodista se hace muchas preguntas:
"¿Cómo ha podido sobrevivir esa gente que no estaba en los trópicos a la sombra de unos plátanos, sino en la taiga siberiana con nieve hasta la cintura y con un frío que supera los treinta bajo cero? La comida, la ropa, los útiles domésticos, el fuego, la luz en la choza, el mantenimiento del huerto, la lucha contra las enfermedades, el cálculo del tiempo, ¿cómo lo han hecho?, ¿cómo se lo han procurado?, ¿qué esfuerzos y habilidades han necesitado? ¿No han tenido ganas de ver a más gente? ¿Y cómo se imaginan el mundo circundante los jóvenes Lykovy, para quienes la taiga había sido la casa materna? ¿Qué relaciones han tenido con su madre y con su padre, entre sí? ¿Qué sabían de la taiga y de sus habitantes? ¿Cómo se imaginan la vida «del mundo»? Porque sí saben que en algún sitio existe esa vida. Podían saber de ella aunque solo fuera por los aviones que pasaban por allí."Bien pronto, las crónicas periodísticas que se recogen en el libro empiezan a destilar un tono humanista, de preocupación sincera por el destino de la familia Lykov. Los geólogos y la gente que vive por la zona empiezan a velar por su bienestar, aunque la tarea no es nada fácil: los Lykov apenas aceptan nada del mundo exterior y pretenden seguir llevando su existencia sencilla y precaria, aunque poco a poco la presencia de las buenas gentes que pretenden ayudarlos es cada vez mejor recibida. Cuando tienen noticias de acontecimientos como la llegada del hombre a la Luna no creen a sus interlocutores. Ante las propuestas de que se trasladen a vivir a la civilización, la respuesta de Karp Osipovich es tajante: "no nos está permitido". Su temor más grande es abandonar la pureza de su fe religiosa y ver comprometido el esfuerzo de tantos años de acercamiento a Dios cayendo en las tentaciones que ofrece el mundo. Sin embargo, el personaje más interesante es el de Agafia, una de las hijas del patriarca, la única que ha sobrevivido a los peligros del hambre y las enfermedades que han ido acabando con su madre y sus hermanos. Agafia es absolutamente fiel a la autoridad paterna, pero tras ese velo de obediencia se intuye un singular interés por conocer la realidad de la vida en el exterior que le ha sido vedada, llegando a visitar a unos familiares sin el permiso del padre. Cuando éste muere, llega al punto de empezar a vivir sola en la isba, ya que Karp Osipovich no le dio su bendición a su deseo de vivir en la civilización. Los viejos creyentes es realmente un libro inolvidable que nos recuerda la importancia que ha tenido la religión en sociedades pretéritas - también en algunas de las actuales - y cómo ésta, salvando la inocencia primigenia de estos seres, al final lo único que consigue que sus fieles lleven una existencia aislada y miserable al margen de los avances de las sociedades del mundo exterior, que son despreciadas como pecaminosas frente a la pureza de su fe.