Los zapatos

Publicado el 07 noviembre 2019 por Abel Ros

Mientras leía El Marca en el rincón de la barra, llegó un señor con un puro en la mano. Sentado a dos taburetes del mío, pidió "un solo" y una copa de Bourbon. Sin poderlo remediar, miré sus zapatos. Los zapatos - decía mi abuelo que en paz descanse - dicen mucho sobre un hombre. Aquel señor calzaba unos mocasines. Unos mocasines desgastados por la puntera, manchados de barro y descosidos por los talones. Aún así, antes de forjarme un juicio equivocado, me acordé de las palabras de Gregorio. Gregorio se formó en la universidad de la calle. Durante más de veinte años vendió fruta en el mercadillo de Alicante. Sabía diferenciar las manzanas sanas de las podridas. Y sabía, con un par de palmadas, distinguir los melones verdes de los maduros. Muchas tardes, después de dormir la siesta, se dejaba caer por El Capri. Solíamos hablar de mujeres, de coches y de lo que haríamos si nos tocara la lotería.

Una tarde salió el tema de los zapatos. Me dijo, a diferencia de mi abuelo, que nunca juzgara a los hombres por el aspecto de sus zapatos. Hay señores que toman café con chanclas. De esos - me decía - llévate con cuidado. Algunos no tienes donde caerse muertos, otros van así porque han salido un momento del camarote de su barco. Y otros, los menos, porque tienen hongos y necesitan aire para la curación de sus dedos. Hay mujeres pobres que bajan la basura subidas en sus tacones. Y ricas que andan descalzas mientras cuentan sus billetes. Alejandro, un octogenario de las tripas de mi barrio, discrepaba con las teorías de Gregorio. Según él, los zapatos han marcado el sino de muchas sociedades. En los tiempos del caudillo, los nobles calzaban zapatos impolutos. Zapatos brillantes, caros y relucientes. Zapatos limpiados con la saliva de niños limpiabotas. Los hijos de los pobres calzaban zapatos viejos. Zapatos heredados de hermanos, primos y amigos. Zapatos castigados de tanto remendarlos. Y zapatos, me decía, con agujeros en la puntera. Agujeros donde asomaban las uñas de los dedos.

No hace mucho tiempo, lo pasé fatal por una cuestión de zapatos. Recuerdo que en un centro comercial, en una tienda de deportes para ser más exacto, un niño lloraba desconsolado porque quería unas zapatillas de marca. Su padre, impotente por sus lágrimas, insistía que tales zapatillas valían como tres días de trabajo. Tres días, le decía, cogiendo limones desde las seis de la mañana. Y tres días sudando la gota gorda para comer un plato de habichuelas. Al lado del niño, otro disfrutaba del desfile de zapatillas que su padre le traía. Unas más feas y otras más bonitas. Pero, al fin y al cabo, todas con el garabato de la marca. Tras salir de la tienda, anduve cabizbajo. No entendía por qué unas malditas zapatillas suponían tanto para un niño. Delante de mí, un señor caminaba con unos zapatos nuevos. Unos zapatos limpios, de esos que llevan los novios el día de su boda. Eran zapatos negros. Zapatos de piel, "de piel de la buena" como diría mi abuelo. A su lado, a escasos metros, deambulaban decenas de zapatos. Zapatos cada uno de un padre y una madre. Unos más nuevos y otros más viejos. Pero, al fin y al cabo, zapatos.