Debe haber alguna especie de sentido o ¿Qué vendrá después? -son cosas así las que pienso por las tardes, parado aquí en esta ventana, frente a los interminables tejados de zinc donde a veces se posan palomas, y dicho de esa forma enseguida te imaginas poéticas palomitas que revolotean, arrulladoras. Son grises, las palomas, y el ruido que hacen es siniestro como el de alas de murciélago. Conozco bien a los murciélagos, sus grititos agudos, estridentes. Pero no me quiero apurar. Pienso que si consigo darle algún tipo de orden a esto que voy diciendo habrá, en consecuencia, también algún tipo de sentido. Y pienso al mismo tiempo, o después de un rato, no lo sé muy bien, que pasados ese orden y ese sentido debe venir algo más.
¿Qué vendrá después? -le pregunto entonces a la tarde sucia detrás de los vidrios, y me siento reconfortado como si hubiera algo así como un futuro esperándome. Así como si después del té me fumara lentamente un cigarrillo mentolado, mirando a lo lejos, entibiado por el té, tranquilizado por el cigarrillo, extasiado por lo distante y principalmente atento a lo que vendrá después de este momento. Hace tiempo no tomo té, y controlo tanto los cigarrillos que, cada vez que enciendo uno, la sensación es de culpa, no de placer, ¿me entiendes?
No, no me entiendes. Sé que no me entiendes porque no estoy pudiendo ser suficientemente claro, y por no ser suficientemente claro, además de que no me entiendas, no voy a poder darle un orden a nada de esto. Por lo tanto no habrá sentido, por lo tanto no habrá después. Antes de que me haga entender, si es que lo consigo, quería por lo menos que comprendieras antes, antes de cualquier palabra, borra todo, haz de cuenta que comenzamos ahora, en este segundo y en esta próxima frase que voy a decir. Así: es un terrible esfuerzo para mí. Si me quedo aquí, parado junto a esta ventana, estoy seguro de que sucederá algo grave -y cuando digo grave quiero decir muerte, locura, que parecen leves dichas así. Necesito algo que me saque de esta ventana y enseguida, aún, del después. Querer un sentido me lleva a querer un después, los dos vienen juntos, si es que me entiendes.
Hablaba de la ventana. Podría comenzar por ella, entonces.
Es una ventana grande, de vidrio. Desde el techo hasta el suelo, vidrio que no abre, compacto. La sala es muy pequeña, no hay nada en ella a no ser una alfombra verde musgo, que me asquea hasta el vómito. Y ahora se me ocurre algo nuevo: creo que fue para no vomitar tanto ni tan frecuentemente que empecé a mirar por la ventana, dándole la espalda a la alfombra.
Entonces, los tejados.
No me preguntes cómo ni por qué, pero la ventana no da hacia una calle, como la mayoría de las ventanas suele dar. La ventana da hacia aquellos interminables tejados de zinc de los que ya hablé. Sí, sí, traté de interesarme por las manchas del zinc, sus pequeños surcos, las ondulaciones y todas esas cosas. Y realmente me interesé, durante algún tiempo. Pero los tejados son interminables, lo sabes. No, no sabes, no sabes cómo traté de interesarme por lo interesantísimo. Entonces comenzó nuevamente esa sensación de náusea: los tejados se extienden hasta el horizonte, como una enorme alfombra verde. Antes de comenzar a vomitar mirando los tejados, por suerte llegaron las palomas. Pero como ya dije: son grises, el ruido que hacen es como el de alas de murciélago. Sus picos golpean frecuentemente contra el vidrio de la ventana. Si no hubiese vidrio, tocarían mi rostro. Para no vomitar, trato de mirar hacia más allá de los tejados que se funden en el infinito. No veo nada, sólo el gris pesado del cielo y el hollín que se deposita de a poco en las orillas de la ventana. Al atardecer el hollín adquiere unos tonos rosados, y después, cuando baja la oscuridad, llega el momento de encogerme sobre la alfombra para finalmente dormir.
Por la mañana, todos los días, alguien metió un pedazo de pan por la hendija de la puerta, una lata con agua, como si yo fuera un perro, y un atado de cigarrillos. No sé quién es. Escucho que constantemente rechina los dientes, lo que tal vez sea sólo un modo de sonreír. Creo que al principio fumaba mucho, por lo menos el cuarto está lleno de cenizas, de colillas, ya que no existen ceniceros y es imposible abrir la ventana, ¿me estás escuchando?
No importa. En días muy calurosos, suelo tener una visión. No sé si es una memoria o una visión. De cualquier manera, en días muy calurosos, veo claramente algo.
Son las tres de una tarde de enero. Estoy sentado en un escalón de cemento. Hay tres escalones de tierra apisonada y algunas hierbas dañinas, tal vez ortigas, hasta el umbral de una vieja puerta muy alta, con la pintura marrón medio descascarada. Estoy sentado en el segundo escalón de esa puerta. Sé que son las tres de la tarde porque las sombras son cortas y la luz del sol muy clara. Sé que es enero porque hace mucho calor. No hay ninguna nube en el cielo. La calle está desierta. La calle está cubierta por una capa de tierra suelta, roja. Del otro lado de la calle hay un muro de piedras. Nada sucede.
Puedo ver las copas de algunos paraísos al otro lado de la calle, pero están inmóviles. No hay viento. Sé que más allá del muro de piedras, más abajo, existe un río. La tarde está tan calurosa y clara que me gustaría ir hasta el río. Para eso tendría que levantarme de este escalón. Hay una leve sombra sobre mi cabeza, que alcanza para que el sol no la caliente demasiado. Estoy descalzo. No sé qué edad tengo, pero no debo haber llegado ni siquiera a la adolescencia, ya que mis piernas desnudas no tienen pelos todavía. Por estar descalzo, tal vez, no me atrevo a pisar la tierra suelta y roja del medio de la calle.
Hay pedazos de vidrio también, pedazos verdes de vidrio en medio de la tierra de la calle, de los que el sol arranca reflejos que me duelen en los ojos. A veces yo me protejo con la mano sobre la frente. Estoy bien, así. Hay tanta luz que tengo que entrecerrar un poco los ojos para mirar las cosas de frente. El calor de enero me entibia el cuerpo. Cruzo las manos sobre las rodillas. Eso me parece bueno. Estoy casi seguro de que, del otro lado de la puerta marrón, alguien prepara algo así como un baño fresco o un café nuevo. Y aunque la calle esté desierta, no me siento solo aquí en este escalón, en esta tarde.
En las noches calurosas de esos días calurosos, suelo tener otra visión. Ya no estoy en el escalón, sino detrás de aquella misma puerta, dentro de la casa. Tal vez hayan pasado años, tal vez sea sólo la noche de aquel mismo día. No hay luz. El piso es muy frío. Imagino que es un cuarto, hay mosquiteros suspendidos del techo. No estoy seguro si son mosquiteros porque no me muevo. También pienso que pueden ser telas de araña, pero prefiero no extender la mano y tocarlos -los tules, las telas- para asegurarme. Prefiero no asegurarme de nada. A través de alguna persiana abierta entra en el cuarto un fino frío de luz azulada. Hay voces allá afuera. Imagino que existan personas sentadas frente a la casa, en la cálida noche de verano. De vez en cuando, supongo, cae alguna estrella. Estoy bien así, tan bien como en el escalón.
No sé cuánto tiempo dura, ni cómo todo comienza. De a poco mis oídos van separando de las voces de allá afuera los chillidos agudos cada vez más fuertes, y después siento un rozar de alas en mi rostro. Viniendo no sé de dónde, los murciélagos invaden el cuarto. Sin querer, pienso en el techo. No puedo verlo en la oscuridad, pero de alguna forma sé que está hecho de vigas finas de madera, que sostienen ladrillos pintados de blanco. Los murciélagos revolotean alrededor, yo no me muevo. Algunos se chocan contra las paredes, después caen al suelo gritando estridentemente, finito. Entonces soy yo quien comienza a gritar. Sin moverme, los ojos cerrados, grito grito y grito hasta que todo pase, y nuevamente me encuentro encogido sobre la alfombra verde, el rostro pegado a la ventana, mirando los tejados interminables a través del vidrio.
A esa hora, casi siempre el hollín del cielo tiene esos tonos rosados. Está amaneciendo. En la puerta, el pan, la lata con agua, el atado de cigarrillos. Para recogerlos, aunque mire al frente o hacia arriba, el verde de la alfombra me invade los ojos y siempre vomito. No siempre soy lo suficientemente ágil como para, con un movimiento de cintura, evitar que el vómito caiga sobre el pan, el agua, los cigarrillos. Y cuando vomito sobre ellos, siempre escucho el rechinar de dientes atrás de la puerta. En esos días no como, no bebo, no fumo. Solo camino hasta la ventana y, desde el momento en que el rosa se deshace y el gris baja otra vez, y las palomas picotean mi rostro protegido por el vidrio, repito siempre así -debe haber alguna especie de sentido o ¿Qué vendrá después?
No lloro más. En realidad, ni siquiera entiendo por qué digo más, si no estoy seguro de haber llorado alguna vez. Creo que sí, un día. Cuando había dolor. Ahora sólo queda una cosa seca. Dentro, afuera.
Por momentos cierro los ojos y tengo la impresión de que esos tejados interminables son la única cosa que existe dentro mío, ¿me entiendes ahora? ¿Qué? Sí, tengo ganas de tirarme por la ventana, pero nunca fue posible abrirla. No, no sé qué me gustaría que me dijeras. Duerme, quién sabe, o está todo bien, o hasta olvida, olvida. No puedo. Cuando vomito sobre el pan, no consigo comer ni vomitar después. Me gusta vomitar, es un poco como si pudiera llorar. Quién sabe ¿podrías por lo menos enseñarme una forma de vomitar sin tener que comer? A pesar de mis uñas crecidas, todavía no están suficientemente largas ni afiladas como para que pueda clavarlas en mi propia garganta. Sí, debo haber leído eso en algún libro. Aun dicho así, tal vez sea esa la única salida. Me gustaría evitarla.
Dentro de mí, no puedo dejar de pensar que hay alguna especie de sentido. Y un después. Cuando pienso en eso, es entonces como si alguien danzara sobre esos interminables tejados dentro de mí. Sobre los tejados grises alguien completamente vestido de amarillo. No sé por qué exactamente amarillo, pero brilla. El viento hacía volar sus ropas y cabellos. En un gran salto abierto, ese alguien que danza alcanzaría la ventana y la abriría con un leve toque de las puntas de los dedos. Casi siempre estoy seguro de que eres ese alguien.
No, no digas nada. Prefiero no saber que no. Ni que sí. ¿Me desprecias por estar aquí así parado? Y otra vez, no digas nada. No consigo ver nítido tu rostro que las ropas y los cabellos cubren por completo, soplados por el viento. Sé también que, después del salto, me tomarías de la mano para que yo finalmente me levantara de aquel segundo escalón, y atravesara la calle de tierra suelta caliente roja para, quién sabe, sumergirnos juntos en el agua fresca del río. Hasta sé que me sacarías de ese oscuro cuarto, entre velos y telas, y matarías uno por uno a los murciélagos, para que nos sentáramos frente a la casa, sin los demás, espiando la caída vertical de las estrellas en la noche cálida de enero.
Quería pensar que es ese el sentido, que será ese el después. No sé si puedo. Hay días, como hoy, en que por más que mienta ni siquiera consigo verte, ni a tus miembros largos que el viento oculta tras las ropas. Sólo escucho los dientes que rechinan y los ruidos internos de mi propio cuerpo. Todo eso me ciega. Sácame de aquí, pido. Y cruzo las dos manos sobre el pecho, como si sintiera frío o alejase demonios. Aprieto la cara contra el vidrio. Dos palomas, cada una de ellas picotea uno de mis ojos. Tal vez un día consigan romper el vidrio. Sin querer, me acuerdo de una vieja historia de hadas: dos palomas perforaban los ojos de dos hermanas malas, ¿te acuerdas? Había hadas, en aquella historia. No hay nadie danzando sobre los tejados. Nunca hubo. Para no ver el gris que se transforma en verde, miro por encima.
El día está muy caluroso. Cuando la tarde avance, sé que me encontrará sentado en el escalón. Y después que el gris se haya transformado en rosa y en violeta y en azul profundo y por fin en negro, sé que estaré parado en el centro de aquel cuarto, escuchando los chillidos estridentes y el batir de alas de los murciélagos. Gritaré, entonces. Muy alto, con todas mis fuerzas, durante mucho tiempo. No sé si en ese orden, si será así el después. Pero sé con seguridad que ni tú ni nadie me va a oír.
FIN
Editado por Paya Frank