Seguir... o no seguir, ése es el dilema. Te pido, amigo, que me digas si vale la pena soportar el hastío y la repetición, o si debo terminar con todo esto y erguirme triunfador sobre los despojos de mi propia destrucción, y -con las últimas fuerzas- bailar la danza de los que mueren en lo mejor de la batalla. Pensar, sufrir, repetirme tal vez, repetirme gracias a las debilidades de las que todo ego es comarca. Repetirme una vez más y creer que con más de lo mismo consigo reparar los mil agravios que debieron soportar tanto mi alma como las de aquellos a los que sacié con mis palabras. O debo -acaso- terminar con mi propia existencia virtual y dar por sentado que a través de ese acto lavaré alguna de las ignominias que a mi mente hice padecer, tan sólo con una tecla de borrado que -por fin- atraviese el pantano de mis cavilaciones cobardes. Ahí radica el problema. Pero no, la amenaza de quitarse la vida virtual desviste al hecho de importancia, lo convierte en un acto que no tiene sentido para nadie. ¿Para qué tantos rodeos si la solución se encuentra en un simple “basta, se acabó”? Pero no, con tanta verbosidad doy lugar a miramientos y consideraciones, entonces quedo inerte y confuso. Porque estos desvaídos pensamientos míos arruinan cualquier intento de digna reparación. Y así proyectos de gran trascendencia y admiración se vuelven pálidas luces crepusculares de un sol que se debilita más y más. Entonces el rumor de mis pensamientos me ensordece y paraliza, y hace que toda iniciativa pierda su valor tan vilmente que ni siquiera merezca el nombre de “lucha”.