¿No es a veces la vida como un combate? Te subes al ring cargado de ilusiones y sueños, dispuesto a hacer gala de tus mejores golpes y con la convicción de que cuentas con el repertorio suficiente para ganar la pelea. Además, no estás solo: notas en tu nuca el aliento y el apoyo de un buen puñado de personas, pero también sientes el desprecio y las miradas de aquellos que quieren verte sobre la lona, mordiendo el polvo. Pero ya es tarde, tu adversario se cierne sobre ti, queriendo destrozarte igual que tú a él. La moneda lanzada al infinito parece girar eternamente en el aire, sin saber si el destino te deparará cara o cruz. Contienes el aliento, elevas la mirada, contemplas el giro sobre su eje de la pequeña pieza de metal hasta que ésta cae finalmente sobre la lona mostrando la cruz. Es entonces cuando comienzan a llover sobre ti los golpes. Algunos son esperados y tienes respuesta para ello. Otros, sin embargo, son totalmente imprevistos y te inflingen un daño especial, a veces superior al que puedes soportar. Te tambaleas, flaqueas, hincas tu rodilla en la lona, miras a suelo y ves como recibe una fina lluvia de sudor mezclado con sangre. La vista se nubla, redoble de tambor en tu cabeza, las sienes palpitan y un sabor metálico inunda tu paladar. Comieza el fundido en negro...
Pero no te dejas vencer y te levantas. Te levantas porque tienes gente detrás que espera que lo hagas. Te levantas porque si has decidido subir al ring ha sido para ganar y no para salir derrotado. Te levantas porque quieres enfrentarte a muchos más adversarios durante el resto de tu vida. Te levantas porque no ha llegado la hora de claudicar. Te levantas porque eres un luchador, y hacen falta mucho más para dejarte fuera de combate. Así es la vida: una sucesión de golpes, de adversarios, ante los que hay que intentar no rendirse jamás.