En otra época me santiguaba automáticamente cuando pasaba delante de una iglesia católica. Tal vez dejé de hacerlo porque en el autobús la gente siempre se daba la vuelta y miraba. Sigo rezando automáticamente un avemaría, en silencio, siempre que oigo una sirena. Es un incordio, porque vivo en Pill Hill, un barrio de Oakland lleno de hospitales; tengo tres a un paso. Esto nos cuenta Lucía Berlin en el relato homónimo de su libro de cuentos, Manual para mujeres de la limpieza (2015), quizá… ¡No! Me corrijo: con toda seguridad el mejor libro de relatos desde la aparición de Catedral (1983) de Raymond Carver. La suya es la reaparición de una autora que en vida no se le dio bola (para variar), y que ahora se redescubre como el mayor hallazgo de la literatura contemporánea. La obra de Berlin es la vida de Berlin, una narradora de autoficción que apenas la lees no te suelta y te lleva a donde va. De ella la mayoría de críticos literarios y reseñistas olvidan un asunto elemental, el incordio de Berlin de reiterarnos su catolicismo accidental.
Esperen. Déjenme explicar. Ella no es católica, o sea, no a nivel de sacramentos, pero en sus relatos hay una permanente presencia de lo católico a través de los gestos. No es que Lucia busque catequizar a sus lectores, pero al revelar este incordio de religiosidad, más aún ahora entre sus nuevos lectores, lo que hace es sincerar su apreciación del mundo. Berlin expone una narrativa honesta sin llegar a apologética. Crítica de las mujeres pretendidamente liberadas, no busca oponer una forma de vida tradicional pero sí exponer la presencia de esta particular religiosidad en su vida. Como en el relato Estrellas y santos, donde describe las impresiones que le causaron al entrar a un colegio católico de niña:
Cuando sonaba una sirena en la calle, cerca o lejos, sor Cecilia nos pedía que interrumpiéramos lo que estábamos haciendo y apoyáramos la cabeza en el pupitre para rezar un avemaría. Aún lo hago. Rezar un avemaría, quiero decir. También suelo apoyar la cabeza en los escritorios de madera y los escucho, porque hacen ruidos, similares a las ramas mecidas por el viento, como si todavía fueran árboles.
O en el relato El Tim, en que nos cuenta su experiencia ya de adulta como profesora de español en un colegio católico:
Las voces de la clase de primero, rezaban “Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo”. Al otro lado del pasillo empezaba la clase de segundo, con voz clara, “Dios te salve María, llena eres de gracia”. Me detenía en el centro del edificio y esperaba a oír las voces triunfales de la clase de tercero, a las que se unían entonces las de primero, “Padre nuestro que estás en los cielos”, y las de la clase de cuarto, a continuación, graves, “Dios te salve, María, llena eres de gracia”. A medida que los niños se hacían mayores rezaban más deprisa, de manera que poco a poco sus voces empezaban a acompasarse, a fundirse en un súbito canto jubiloso…"En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén"
Este es fuera de todo prejuicio uno de los aspectos más íntimos que ofrece la autora de sí misma. Y una relación no confesional con la religión que la acompaña en toda su vida, desde Sor Cecilia regalándole, siendo una niña, una novela de Dorothy Canfield sobre una niña huérfana. Fue el primer libro de verdad que leí, el primer libro del que me enamoré. O el sufrimiento que le causaba el no ser católica: Si en el reino del Señor todo tiene un alma, debía existir un cielo. A mí el cielo me estaba vedado, porque era protestante. Iría al limbo. Hubiera preferido ir al infierno que al limbo: qué palabra tan fea, como “dingo” o “jumbo”, un lugar sin ninguna dignidad.
Descubrir esa religiosidad con Lucia hace de la experiencia misma de la religión algo más nuevo y asombroso, como cuando siendo niña descubre el interior de una iglesia: Brumoso por el humo de la mirra, un cojín de terciopelo en el que arrodillarse, la Virgen mirándome desde lo alto con infinita piedad y compasión. Al otro lado de la celosía de madera estaba el padre Anselmo (…) un hombrecillo ensimismado (…) podía ser cualquiera… Tyrone Power, mi padre, Dios. O su admiración al descubrir a las monjas: todo cuanto me rodeaba en el parque era simetría, sincronización. Dos monjas sus rosarios entrechocándose al unísono, sus caras limpias inclinándose a saludar a los niños como una sola (…) ellas nunca parecían nerviosas.
En Dentelladas de tigre, quizá su relato mejor logrado, nos habla desde la ficción de su experiencia con el aborto. El marido de la protagonista (que siempre es ella, pero con el nombre cambiado) la había abandonado embarazada de cuatro meses, era su segundo hijo. Y su prima, su mejor amiga en la familia, la presiona para que aborte. Has de abortar. No te queda de otra. A lo que ella responde ¿Y dónde quieres que aborte? De todos modos… será tan fácil criar sola a dos niños como a una. Sin embargo la convence y juntas cruzan la frontera a México. La protagonista siente dudas a medida que se acerca el momento. Un momento, Bella. No lo he pensado bien. Su prima le responde Ya lo sé. Por eso me he encargado yo de pensarlo. Llegan a una casa que hace de clínica ilegal de abortos. Se queda sola junto a otras pacientes que esperan su turno. Todas, sin excepción, estábamos solas. En la sala ve a una mujer mexicana embarazada haciendo la limpieza. Sentí una rabia irracional hacia ella, ¿y tú que le cuentas al cura, perra? ¿Qué tienes siete hijos y estas sin marido, que has de trabajar en este agujero o morir de hambre? Ay, Dios, seguramente era cierto… sentí un cansancio, una tristeza inmensa, por ella, por todas nosotras.
Finalmente la protagonista no aborta. Yo no quería abortar. Yo podía hacerme cargo de este bebé. Seriamos una familia… quizá sea una locura. Por lo menos es una decisión mía. Al día siguiente la regresan en coche a su hotel desde la clínica clandestina, va junto a las otras que si abortaron. El día es radiante, pero… en el coche reinaba un silencio impenetrable, cargado de vergüenza, de dolor. Solo el miedo había desaparecido. Al regresar al hotel, su prima se entera que no abortó y su reacción es violenta: cielo santo. No lo has hecho ¿será posible, pequeña estúpida? ¡Estúpida!
Así como esta, Lucia Berlin tiene tantas historias que resulta increíble que todo ocurra en una sola piel. Si es mentira, igual le creo. Todos sus relatos corren rápido, parecen escritas con apuro, no en vano tenía cuatro hijos. ¿En qué hora escribiría? Cada página está cargada de emoción. Y entre líneas una religiosidad a veces incipiente, a veces ingenua, se mueve delicadamente entre tanta agitación del día a día. Como queda patente en Su primera desintoxicación: A Carlotta lo que más le gustaba era el final, cuando todos se daban la mano y ella rezaba el padrenuestro (…) sentía cierta cercanía con los hombres mientras rezaban por mantenerse sobrios para siempre. Berlin no se puede entender sin esa experiencia religiosa, ni reducir tampoco a solo ella, y menos a una especie de narrativa feminista. Su literatura es auténticamente humana y desprejuiciada. Quien quiera entender que lea Perdidos:
El mundo sigue girando. Nada importa mucho, ¿no? Me refiero a importar de verdad… sin embargo a veces de pronto, durante apenas un segundo, se te concede la gracia de creer que sí, que importa muchísimo.