Lugares de Ensueño by Tarannà Luxury Travel: el canto de las ballenas de la Patagonia

Por Exclusiveweddings
EL CANTO DE LAS BALLENAS Algunos de nuestros amigos las pudieron intuir en Mozambique, a lo largo de sus costas vírgenes, resoplando en grupos sus chorros de agua, mientras familias de delfines perseguían grandes bancos de arenques que hacían chisporrotear la superficie del mar. Otros las siguieron en Kaikoura, en la isla sur de Nueva Zelanda, que durante siglos vivió de su caza, tiñendo sus costas de grana y que hoy viven de ellas, pero protegiéndolas y mostrándosela a todo el que las busque, en un negocio floreciente fundado y regentado por maoríes. Los más aventureros de nuestros conocidos, vieron brillar sus enormes lomos bajo el cielo extrañamente luminoso, por los helados parajes de Prince William Sound, en Alaska. Mis hermanos se sumergieron, con las esperanza de nadar cerca de ellas, en la Baja California, sin resultado, con la frustración de un sueño incumplido. Las ballenas.
Para nuestra luna de miel elegimos, como guinda final de un largo viaje por Argentina, la estancia Rincón Chico, un pequeño, austero pero lujoso alojamiento situado en la esquina sur de la Península Valdés. Sus propietarios, con mimo, la construyeron siguiendo el estilo de las antiguas casas inglesas importadas a finales del siglo XIX y que es común encontrar en las tradicionales estancias patagónicas. Solo cuenta con 8 habitaciones, muy confortables. El salón tiene una biblioteca y, junto a ella, un comedor decorado con muebles antiguos que pertenecieron a la familia. La energía eléctrica se obtiene de la energía eólica, que los vientos de la zona proporcionan. Por las noches, frías, el calor de su chimenea invitaba a recordar lecturas de aventuras en tierras remotas.
Parte de los días que allí pasamos, los utilizamos para desandar el istmo de la península, frente al cual, cerca del Centro de Interpretación de la reserva, se encuentra la llamada “Isla de los Pájaros”, la que inspirara a Saint-Exupery su maravillosa imagen del elefante dentro de la serpiente en “El Principito”.
Recorrimos el largo trecho hacia Punta Tombo, por donde caminamos entre los nidos escavados en la tierra por los machos de pingüinos, observando cómo las hembras pasaban delante de ellos escrutando, para elegir el mejor de todos, el más acogedor, el mejor orientado al mar. No olvidamos la mirada perdida de los machos esperando el sí quiero. De regreso a la Estancia, circulábamos largas horas entre pequeñas manadas de guanacos y de algunos zorros grises que cruzaban los caminos.
Al anochecer, junto al fuego y escuchando a lo lejos el bramido casi gutural de los elefantes marinos de la playa, releíamos Moby Dick y nos preguntábamos cómo Herman Melville forjó en nuestras mentes infantiles las primeras emociones contradictorias, cómo esta lectura nos envolvían en sensaciones entre el miedo y el amor a las Ballenas. Fue ahí que empezamos a amarlas.
La mañana de nuestro viaje de regreso, horas antes de tomar el avión que nos llevaría a Buenos Aires, zarpamos en una pequeña embarcación hacia el interior del golfo que forma la península, frente a Puerto Pirámides. La mar estaba serena y, aunque el motor ronroneaba cerca, absortos en las aguas plateadas, el sonido parecía diluirse como en un sueño lejano. No recordábamos si alguna otra vez habíamos sido capaces de abstraernos de todo lo que nos rodeaba, pero aquella mañana, sintiéndonos como  Ismael en el Pequod, el ballenero de la novela, sólo sentíamos con fuerza el latido de nuestros corazones.
Un simple grito al costado, “ballena”, nos impulsó como un resorte hacia estribor y allí estaba, curiosa y serena, una pequeña ballena franca, girada con uno de sus ojos curiosos clavados en nosotros, a solo 5 metros de la embarcación. Cesó el ronroneo del motor, la respiración se contuvo y el sonido limpio del mar nos trajo su resoplar como un estruendo. Ahora sí, ahora escuchamos el nítido el canto de la ballena, la llamada de la madre, gigantesca, que con dulzura se acercaba a nuestro costado y, casi rozando la madera, separó amorosamente a su cría de nuestro lado. Permanecieron aun unos instantes con su mirada curiosa y, tras un leve giro de sus aletas, se sumergieron en las profundidades de la bahía, dejando en cada uno de nosotros, como si fuera la primera vez, un soplo de emoción que hasta hoy, jamás desapareció.
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