Cómo ya os conté en la primera entrada, que esto venía por JuanRa Diablo (puedes leerlo aquí), pero que yo iba a hacerlo en varias entradas, y esta es la segunda.
Cuando bajamos de Barracas a Castellón, yo tenía cinco años, y para mí, el cambio fue increíble. Pasé de vivir en un pueblo con poco más de 100 habitantes a una capital de provincia, que aún siendo una ciudad pequeña, superaba con creces todo lo que yo conocía.
Para empezar, los edificios eran todos enormes, las calles gigantes y montones de coches por todas partes. La principal diferencia el ruido.
Afortunadamente, nos pusimos a vivir en un edificio en las afueras, un grupo de edificios de cuatro alturas sin ascensor, rodeado de campos de naranjos. No había nada más, lo mas cercano un hospital a unos 300m, pero que para mi en aquella época eran un mundo diferente.
Ese año entré al colegio, empecé primero y mi hermana octavo. Íbamos juntos al colegio Lope de Vega, cruzando por entre los huertos para no dar tanto rodeo. Detrás de nuestros edificios había un reguero que teníamos que saltar para ir al colegio, y a mi me daba un miedo inmenso, porque me parecía enorme.
El segundo curso, mi hermana ya pasó al instituto y yo iba al cole con una vecina que también iba al mismo cole y era más mayor que yo. De esos dos años de cole recuerdo bien poco, bueno nada, pero si que recuerdo jugar en nuestro grupo y los veranos. Uno de los juegos que más me gustaba era aprovechar el agua que recorría los regueros para el riego de los huertos que nos rodeaban. Cogíamos trozos de corcho de algunos árboles, trozos de madera, palos, etc. y construíamos nuestros barcos. Luego los poníamos en el agua que corría por los regueros y hacíamos carreras de barcos, persiguiéndolos como locos entre gritos y risas.
También recuerdo las noches de verano jugando en la calle al escondite en los huertos (yo lo pasaba fatal, me daba muchísimo miedo) y después sentarnos en los portales a contar chistes e historias.
La parte de delante estaba asfaltado porque pasaba una carretera, pero la parte trasera del grupo era todo gravilla, y era nuestro campo de fútbol. Recuerdo un día que caí y al levantarme se me había levantado la piel de las rodillas y se me había llenado de gravilla, mis rodillas eran como dos bolsitas de piedrecitas. En definitiva, me había ido a una ciudad, pero de momento, al estar tan apartado de todo, seguía como en un pueblo.
Pero si hay algo que recuerdo especialmente, es el día que fuimos a visitar a unos amigos de mis padres, dentro de la ciudad en un edificio de plantas, lo más alto que yo había visto nunca, y que además, tenía una caja mágica. Entrabas por una puerta,y cuando salías, estabas en un lugar distinto. No, no era la puerta mágica de Doraemon, era un ascensor. La primera vez que subí en un ascensor, tenía 6 años y aquello me pareció increíble no, lo siguiente, por eso me encantaba que mis padres fueran a visitar a estas personas, para subir en ascensor. Como era de esperar, los demás niños de mi grupo no compartían conmigo ni la sorpresa, ni la fascinación por los ascensores, pero claro, yo era de pueblo.
En la próxima entrada, nos volvemos a mudar, con 8 años volvíamos a hacer las maletas.