Ludwig fue un hombre ajeno a su tiempo. Su ideal hubiera sido un reinado absoluto sobre sus súbditos sin interferencias del exterior. Para él lo más importante no era la política, sino la felicidad de su pueblo a través del arte - lo cual no deja de ser una forma de locura - por lo que hizo todo lo posible para que Wagner se instalara en Baviera. Wagner (magistralmente interpretado en el film por Trevor Howard) explotó muy bien las posibilidades de enriquecerse a costa del rey, por lo que la relación entre ambos fue complicada y motivo de escándalo para los ministros de Baviera, que empezaron a darse cuenta de que los gastos y caprichos de Ludwig no tenían medida.
Y los gastos continuaron incrementándose: nuevos castillos en Baviera, que parecían pensados para ser disfrutados en el futuro por hordas de turistas, guerras perdidas y alianzas con Prusia en pos de la inminente unificación alemana. Y la locura del rey se incrementa a la par que su amor imposible por su prima Sissi (que curiosamente vuelve a interpretar con solvencia Romy Schneider). Al final el soberano se aisla del exterior. Odia sus responsabilidades, pero no quiere renunciar a sus privilegios. Es la tragedia de ser rey en un tiempo de decadencia, magistralmente expuesta por Visconti en una película larga e inolvidable, que debe degustarse con calma. En ella el director italiano trata alguno de los temas que le obsesionan: la decadencia, el amor reprimido y, sobre todo, el ejercicio del poder absoluto. Ludwig aparece en todo momento como un niño al que se le ha dado como juguete todo un reino, y no sabe muy bien qué hacer con él, salvo la idea inicial de impregnarlo de cultura. Al final es la misma lógica de la historia, contra la que no puede siquiera la voluntad de un rey la que termina haciendo de él un juguete roto, un estorbo que hay que guardar en el armario de las reliquias. Magistral la interpretación de Helmut Berger.