Escultura dedicada a los abogados de Atocha situada en Antón Martín. Autor: Pepe Caballero
Mi recuerdo de Lola González Ruiz es diferente. Ella sobrevivió: recibió un disparo (quizá alguno más) entre el final de la mandíbula y el cuello y, aunque tardó mucho tiempo en recuperarse, compartimos durante dos o tres años trabajo y dedicaciones en favor de un urbanismo solidario, redistributivo, en la sexta planta de la sede provincial del PCE, calle de Campomanes, Madrid central y adoquinado, días interminables que se colaban en las noches (y a veces en la madrugada) avivando en nosotros sueños que, tiempo más tarde, se mostrarían precarios, imposi bles casi. Entonces, ella batallaba contra una depresión tenaz, implacable, hija de la noche de asesinatos y de una circunstancia de las que acaban emocional y psicológicamente con el más fuerte de los seres humanos: Lola era la novia de Enrique Ruano, el estudiante de Derecho al que agentes de la temida brigada político-social arrojaron por la ventana de un tercer piso un fatídico día de 1969 y, terrible destino, se había casado, años después, con Francisco Javier Sauquillo, uno de los asesinados aquella noche del 24 de enero de 1977. No la conocía de antes, pero la recuerdo trabajando sin parar por un Madrid mejor y caminando de un despacho a otro por el interminable pasillo, surcado de grabados de Pepe Ortega, de Agustín Ibarrola, de Saura, de Zamorano, de Genovés, de la sexta planta de la calle Campomanes llevando en la mirada la tristeza infinita de la muerte de dos seres tan queridos y del terror vivido ante unos pistoleros. Deseo que haya sido (y sea) feliz en Cantabria, que todavía mantenga aquel entusiasmo difícil tras su dramática experiencia y que la vida, al fin, la haya recompensado de tanto dolor.
Luis Javier hubiera sido, con tada seguridad, uno de los artífices del Madrid democrático que se forjó bajo la alcaldía de Tierno Galván y habría vivido con nosotros la construcción, no por precaria menos importante, de parte de la realidad que con tanta pasión imaginamos. Hoy sería un sesentón cercano, inteligente, quizá apuesto, firme en sus convicciones y lleno de sensibilidad hacia las carencias de una sociedad injusta. Al menos, así me gusta imaginarlo.
Dos nombres. Un hombre y una mujer que han vuelto a mí en estas horas de recapitulación sobre aquella terrible experiencia. Íntima. y, por supuesto, colectiva. Quede aquí esta gavilla de recuerdos que nunca aparecerán en los periódicos. Ni en la pantalla del televisor.
Un íntimo compromiso literario
A propósito de lo hasta aquí escrito: con la literatura , que es también instrumento de la memoria (que a veces la salva y a veces la traiciona), y con la gente a la que quiero, incluso con la que no quiero, tengo una deuda personal, íntima. No es otra que el compromiso de escribir la novela de quienes nacimos en los cincuenta, vivimos los estertores de la dictadura y nos dejamos alegrías, lágrimas, esperanzas, erotismo, sueños, intereses personales y decepciones en un tiempo de transición que a veces se edulcora, pero que no sólo estuvo marcado por la alegría, sino, digámoslo con palabras de un hermano mayor de aquellos años, Diego Jesús Jiménez, "lleno de incertidumbre y de sollozos". Aspectos, trazos, ráfagas quizá de esa memoria, quedaron en mis novelas Los filos de la noche y Una mirada oblicua, también en Verano. Pero sólo son realidades parciales. Mi compromiso íntimo es su aprehensión global, su reconstrucción literario-emocional desde la mirada del adolescente que vivió aquellos años y que fue joven, maduro y postmaduro en las décadas posteriores y en el nucleo duro del compromiso social y político,del desprendimiento, de la confianza ciega en un mundo mejor. Esa novela, a la que quizá quepa denominar "de la transición", está, todavía, por escribir. Confío en hacerlo algún día.