Hace dos días supe en Londres, por la prensa —Ignacio Sanz firmaba su obituario en El País—, que había muerto Luis Javier Moreno. Su nombre quizá no diga mucho a los lectores de poesía, pero, para los que lo conocimos, era sinónimo de bonhomía, honradez e inteligencia. Yo tuve esa suerte —conocerlo— hace muchos años ya, gracias a nuestra común amistad con otro gran poeta y ser humano, Tomás Sánchez Santiago. Los dos eran compadres de antiguo y Tomás quiso que yo también participase de aquella hermandad. Y así lo hice. Visité a Luisja —así le llamaban los más próximos y me atrevo a llamarlo yo hoy también— en Segovia y paseé con él por la hermosa y acuedúctica ciudad. O, mejor, él me paseó: me llevó a varias tabernas, a cuál más inmunda, pero todas con excelentes boquerones y morapios devastadores —aunque Luisja prefería la cerveza, que trasegaba sin fin discernible—; me asomó a plazuelas y rincones inverosímiles; y me llenó los oídos de una palabra humeante y fraternal, salpicada de risotadas que lindaban, paradójicamente, con la sonrisa, o que tenían la calidad de la sonrisa. También recuerdo a dónde no me llevó: a la catedral, en la que había que pagar para entrar. "Es que darles dinero a los curas...", especificó, sin llegar a especificar. No pude por menos que aplaudir su resolución, que debía de causarle algún sufrimiento, teniendo en cuenta su pasión por el arte —Luisja era un apasionado de la pintura y sabía, como me dijo una vez, cuánto agradecían los pintores que alguien escribiese cosas cuidadosas, con sentido, sobre lo que hacían—, aunque confieso que no me habría importado ver el templo por dentro. Durante algún tiempo nos estuvimos carteando e intercambiando libros: sus misivas eran siempre irónicas y afables, aunque, de nuevo, destacaban también por lo que no eran: cajas de resonancia del yo. Luis Javier mantenía su ego, ese monstruo peludo con el que convivimos todos los escritores, razonablemente domesticado, algo muy meritorio. Él era expansivo y a veces grandilocuente, pero su extroversión nunca oprimía a los allegados, sino que, por el contrario, los sosegaba y divertía. Le gustaba beber, comer y conversar, y su cultura poética estaba a la misma altura que su afición gastronómica. Parecía animado siempre —pese a sus más recientes tristezas, vinculadas con la enfermedad y el declive físico— por una joie de vivre muy castellana, aunque esto parezca una contradicción. Pero sí: Luis Javier Moreno era depositario de una alegría raigal, vinculada a la tierra y a los placeres elementales, pero imbuida asimismo de un goce contagioso por la palabra, de una satisfacción contenida pero inenarrable por estar vivo. Como poeta, escribió mucho y publicó no poco, pero, a pesar de que algunos de sus libros ganaron premios importantes —como el Rafael Alberti, el Jaime Gil de Biedma, en su primera edición, y el Antonio Machado— y aparecieron en las mejores colecciones —El final de la contemplación, en Visor, en 1992; Cuaderno de campo, en Hiperión, en 1996; y Figuras de la fábula, también en Hiperión, en 2012—, nunca alcanzó un predicamento mayoritario: su poesía se movía en un ámbito lateral, a veces subterráneo; pese a sus rotundidades, Luis Javier conservaba un perfil esquivo, una ambigüedad sinuosa, una oblicuidad provincial. Entre sus numerosas publicaciones, yo conservo algunas con especial cariño, como los dos títulos que publicó en la mítica Balneario Ediciones: Época de inventario (1979) y En tierra (1983). El primero lo encontré en una conocida librería de viejo del barrio de Gracia, de Barcelona, cuyo dueño tenía (y sigue teniendo: lo digo para general conocimiento de la grey poética y, en particular, de quienes se complacen en regalarle libros, pensando con que los conservará como bienes preciados) la aborrecible costumbre de vender las obras que los poetas le habían dedicado personalmente sin tener siquiera la misericordia de arrancarles las páginas de respeto con los autógrafos; el segundo, saldado en otra librería, largamente extinguida ya, del Portal del Ángel de Barcelona, con otros títulos de la misma colección. Conservo con gusto también el cuadernito de "La Borrachería" que le publicaron otros amigos comunes, como mis queridos Máximo Hernández y Juan Luis Calbarro, en 1997, y que tiene el encanto de lo modesto y lo próximo, de la cálida artesanía de los compañeros. Y muchos más libros, como Poemas de Segovia, un compendio de poemas sobre la ciudad en la que había nacido, en 1946 —cuando protesté por la levedad de algunos sitios en los que había publicado, zanjó: "Pero es obra publicada, y eso es lo que importa"—; 324 poemas breves (1965-1985), compuesto enteramente por composiciones de menos de 10 versos; Rápida plata y su traducción al portugués; Rota, sobre la ciudad de Cádiz en la que había sido profesor de bachillerato; y una voluminosa Segunda antología (1967-2007), que da cuenta de una obra que se extiende a lo largo de 40 años. Hay que recordar que Luis Javier Moreno fue también prosista y traductor. Su estancia de dos años en Iowa, como becario Fulbright, a mediados de los 80, le permitió conocer el inglés lo suficientemente bien como para firmar excelentes versiones de Robert Lowell y Theodore Roethke. Llevaba tiempo sin saber de Luis Javier: ver su nombre anteayer en las necrológicas del periódico fue como recuperar de golpe a un viejo amigo, para simultáneamente perderlo: recordarlo para que ya solo sea recuerdo. Pero recuerdo vivo, ambulante, sensato, risueño, cordial: todo lo que eran Luis Javier Moreno y su poesía. Transcribo ahora uno de sus poemas breves, que me parece especialmente adecuado en estas circunstancias:Contra la realidad
Debería pensar para darme sosiegoque todo se termina, que así es todo,que tras de la cosecha de la frutael otoño despoja y anticipala desnudez perfecta del invierno,que no es en sí un final, sino un principio,el bello invierno de la luz exacta,del frío que devuelve su contorno a las cosas.