Veamos.
Groenlandia: la mayor isla del planeta, excluida Australia: cuatro veces la superficie de España. Cubierta de hielo perpetuo en más de un 80%. Apenas 57.000 habitantes. Ni vías férreas ni carreteras dignas de ese nombre. Americana por geografía, danesa por adscripción política, aunque sin formar parte –por decisión propia- de la UE. Con derecho a la autodeterminación, control sobre sus recursos económicos y cesión a Copenhague –de momento- de las relaciones exteriores, la defensa, la política monetaria y poco más. Con la pesca –la práctica, la exportación, la venta de licencias- como principal fuente de riqueza. Y lo más importante: con el cambio climático, el calentamiento global que deshiela el Ártico, que va abriendo la gran ruta del Norte al transporte marítimo y roba cada día un trozo de la capa helada de la Tierra Verde, como la bautizaron los vikingos de Erik el Rojo allá por el año 982.
Groenlandia se calienta, y con ello se hacen más visibles, no solo las posibilidades de aumentar la tierra cultivable y eliminar la dependencia exterior en cuanto a alimentos, sino sobre todo los apetitos externos por una suculenta tarta entre cuyos ingredientes figuran fabulosos yacimientos de petróleo y gas en sus aguas y un subsuelo rico en valiosos minerales: uranio, hierro y, sobre todo, tierras raras,muy escasas (de ahí su nombre) y vitales para los modernos sistemas de armas y, en general, para nuevas tecnologías como las de los smartphones, las pantallas de televisión y las baterías de coches eléctricos. China, con el 90% de la producción mundial de estos minerales de creciente importancia estratégica, ha convertido la suspensión de las exportaciones -o la amenaza de hacerlo- en arma económica y política. No ha dudado por ejemplo en utilizarla en sus disputas territoriales con Japón, para cuya industria electrónica resultan vitales.
Es lógico, por tanto, que las recientes elecciones legislativas en la isla hayan sido seguidas con enorme interés desde Pekín, Washington, Tokio, Copenhague, Londres, Canberra, Moscú o Bruselas. Para la población autóctona, estaba en juego cómo obtener el máximo rendimiento, con el mínimo daño a su estilo de vida, de la apertura de sus riquezas minerales a la inversión extranjera. Se trataba además de cómo reducir o eliminar la dependencia de Dinamarca, que aporta más de la mitad del presupuesto (unos 500 millones de euros anuales), lo que convierte aún en una quimera pensar en una pronta independencia, el inevitable resultado del casi seguro resurgir económico.
La victoria fue para la oposición socialdemócrata encabezada por Aleqa Hammond, partidaria de cobrar mayores regalías a las empresas foráneas, antes incluso de que obtengan beneficios, y opuesta a una apertura a las inversiones extranjeras tan incondicional y amistosa como la del derrotado primer ministro. Éste, el socialista Kuupik Kleist, había hecho aprobar una ley que permitía la importación masiva por parte de las multinacionales extranjeras de mano de obra no sujeta a la legislación de trabajo local. Ya estaba prevista la llegada de entre 2.000 y 3.000 chinos para el proyecto de una empresa minera con base en Londres que iba a vender a Pekín su producción de mineral de hierro.
Conseguido ya el reconocimiento del derecho a la autodeterminación, Kleist apostaba por avanzar hacia la independencia. No es que Hammond la rechace, y parece claro que proclamarla será solo cuestión de tiempo, gobierne quien gobierne, pero su partido ha guardado tradicionalmente una cercana relación con su hermano de Copenhague. Tanto el ex primer ministro como la nueva son partidarios de la apertura de la explotación de los recursos minerales. Esta claro el motivo: solo así se dejará de depender de Dinamarca. A juzgar por el veredicto de las urnas, Hammond jugó con más habilidad sus cartas, empezando por la ecologista, al sostener con énfasis que la explotación del subsuelo es compatible con el respeto al medio ambiente y el mantenimiento de las singularidades de la forma de vida autóctona.
La explotación de las tierras raras se ha visto impedida hasta ahora en la práctica por la prohibición, emanada desde Copenhague, de extraer uranio, frecuente e indeseado acompañante de estos escasos y preciados minerales. Pese a los riesgos de una explotación particularmente sucia, y a su vitola ecologista, Hammond, coligada con los liberales y un pequeño partido izquierdista inuit, quiere levantar el veto al uranio, aunque con regulaciones muy estrictas que reduzcan al mínimo el riesgo de contaminación.
Entre tanto, y alegando preocupaciones medioambientales, frena las licencias a las grandes petroleras, como Shell, mientras se preparan nuevas regulaciones de seguridad para prevenir potenciales vertidos en el Ártico, el océano más amenazado y la última frontera económica del planeta. Una comisión parlamentaria debe elaborar controles mucho más estrictos y garantizar la máxima transparencia sobre los riesgos que entrañan las prospecciones en busca de petróleo y gas.
La principal baza durante la campaña de la primera jefa de Gobierno de Islandia –que de niña curtía pieles de foca y cuyo padre murió en un accidente en el hielo mientras cazaba- fue su oposición frontal a la venta del país a los tiburones extranjeros, cuya consecuencia inevitable, sostuvo, sería el fin de la forma de vida tradicional de los inuits. En su programa figuraba convertir el groenlandés en la lengua predominante en la isla. Por su parte, el derrotado primer ministro, que de joven cazó ballenas con arpón, negaba la mayor y sostenía que solo su política garantizaba un flujo de ingresos que permitiría desvincularse cada vez más de Dinamarca.
El tiempo dirá si Hammond cumple lo que promete, si el subsuelo y las aguas de Groenlandia se convierten en un nuevo Eldorado, si los habitantes de la isla se enriquecen con el gas y el petróleo como les ocurrió a los noruegos gracias al crudo del Mar del Norte, si las tierras raras se extraen en cantidades suficientes como para amenazar el monopolio chino, si Pekín se mueve para evitarlo y se hace con una buena porción del pastel, si la independencia llega con rapidez, si la población autóctona es capaz de conservar su estilo de vida tradicional… Demasiados sies, pero suficientes para hacer comprender por qué Groenlandia, hoy, importa, y mucho.
Fuente: http://blogs.publico.es/elmundo-es-un-volcan/2013/04/12/groenlandia-se-calienta/