Debutó en el teatro siendo un bebé; en el cine, siendo un niño. Cuando era joven, ocupó, justo al lado de los más rutilantes (Alfredo Mayo y Rafael Durán), el puesto del segundo galán, heroico unas veces, ligero en otras, disfrutando de la posición de privilegio en
films de menor rango. Fue un galán distinguido físicamente por estar dotado de unas regulares facciones en las que destacaba una larga y lustrosa cabellera negra, pronta a desgreñarse dramáticamente cuando la acción le arrastraba. Con la madurez, afilada la voz y ensombrecida su presencia por los años y el güisqui, puso al descubierto su máxima capacidad dramática, interpretando, con solidez marmórea, papeles turbios, oscuros, torturados…Héroes sin suerte o villanos con debilidades humanas a los que Luis Peña dotaba de una profundidad psicológica que parecía salirle de las entrañas (no en vano su complicada personalidad le hizo ganar en la profesión fama de conflictivo). Para la eternidad queda su “Mellao” de “Surcos” (José Antonio Nieves Conde, 1951), o su tocayo Luis, uno de los ruidosos gamberros sin corazón de “Calle mayor” (Juan Antonio Bardem, 1956), o su infame Martín, delincuente del seco y escalofriante “thriller” “A tiro limpio” (Francisco Pérez Dolz, 1963), o su díscolo marido juerguista , a quien la tragedia sacude un revés en “091, policía al habla” (José María Forqué, 1960), o la estremecedora clase de religión que imparte en "La prima Angélica" (Carlos Saura, 1973) .
A título personal, este burgomaestre, infatigable admirador de la labor de nuestros actores, declara haber quedado anonadado ante la exhibición de Luis Peña en el último film citado, cuando interpreta ante la cámara la secuencia de la borrachera en un tablao flamenco, secundado por Manuel Alejandre. Pocas veces ha creído asistir este burgomaestre a una interpretación más henchida de veracidad. Y es que pocos como el Luis Peña maduro han sido capaces de elevar al grado de realidad ( ya por la vía de la rabia, ya por la vía del escapismo etílico) el inconformismo, la rebeldía contra el destino, la lucha desesperada (desde uno u otro lado de la ley) por imponer su voluntad al caprichoso hado adverso. Antes de estas cumbres dramáticas, Luis Peña lució como nadie los esmoquins o los uniformes, con gallarda bizarría, en el cine de la inmediata posguerra, y también tuvo tiempo, entre unas y otras empresas, de rellenar su carrera con prestaciones de mero trámite en films sin ambición artística, sin abandonar nunca el teatro, que cultivó desde sus títulos más clásicos hasta los más mundanos. Desde lo más sublime, hasta lo más vulgar, siempre estuvo detrás de cada papel que interpretó un actor extraordinario, excepcional: Luis Peña.
Otro que nació actor
Sin salirnos de los reducidos límites de este rincón internáutico (apenas) conocido como “Lady Filstrup”, nos hemos venido encontrando con diversos ejemplos de actores nacidos en el seno de una familia dedicada al oficio de la interpretación dramática. Recurriendo a su flaca memoria, este burgomaestre recuerda haber hablado aquí de José María Escuer, de Carlos Lemos, de Manuel Díaz González y de Fernando Delgado, como ejemplos de la circunstancia antedicha. Son muchos los casos, naturalmente, en los que venir al mundo al amor de un escenario ha provocado que ya no se saliera de él en el curso de la existencia. Y frecuentemente, se han generado verdaderas estirpes de actores, como la de los Gutiérrez Caba, los Prendes, los Lemos, o los Vico. Que padres actores produzcan hijos dedicados al mismo oficio es moneda de curso corriente en el mundo de la farándula. En el caso de nuestro protagonista de hoy, Luis Peña Illescas, su nacimiento, su crianza y su desarrollo vital se desenvolvió siempre bajo la luz de las candilejas. Hijo de actores (Luis Peña Sánchez y Eugenia Illescas), hermano de la actriz Pastora Peña, marido de la también actriz Luchy Soto (fruto, a su vez, del matrimonio entre los actores Manuel Soto y Guadalupe Muñoz Sampedro), se estableció profesionalmente en la compañía de sus suegros, teniendo a su esposa como primera actriz. Tales circunstancias personales se combinaron con una carrera que se inició en la cuna y que se prolongó, a través de etapas netamente diferenciadas, hasta su prematuro fallecimiento el 29 de marzo de 1977, víctima de un cáncer, cuando tan sólo contaba cincuenta y ocho años de edad. Del periplo profesional de Luis Peña, que es tanto como hablar de su existencia entera, nos proponemos hablar en las cuartillas siguientes, ilustrando lo más profusamente posible, su paso por la pantalla española, donde ocupó lugar destacado como galán, primero, y como excelente actor de carácter después, sin permanecer inmune, en determinados momentos, al poderoso influjo de un cine alimenticio y adocenado. Sin olvidar su paso por la mejor televisión española, veremos que simultáneamente (y de manera más continuada, además), Luis Peña recorrió los escenarios de los teatros de España, entregándose con frecuencia a la interpretación de obras fácilmente consumibles para el gran público, en la compañía de sus suegros y esposa, pero reservándose, también, destacadísimos papeles en piezas de mayor compromiso, como el que cerró su trayectoria, pocas semanas antes de su muerte, en la exigente representación de la famosa “Equus”, de Peter Shaffer.
Primeros años de vida y de carrera
Luis Peña Illescas vino al mundo el 20 de junio de 1918 en Santander, una tierra, esta del norte peninsular, que tradicionalmente parece haber dotado de una sonoridad y una dicción especialmente transparentes a los actores que ha dado (véase/ oígase al asturiano Félix Fernández). Con tan sólo dos años de edad, se le hace debutar sobre el tablado en la representación de “Casa de muñecas”, de Ibsen, con la compañía de Catalina Bárcena, en un papel adecuado a su tan corta edad. Como actor infantil continuó su labor nada menos que con Margarita Xirgú, con quien trabajó en las funciones de “Mariana Pineda”, “Campo de armiño” y “Marianela” en el teatro Fontalba. Siendo un galán joven, Luis Peña fue contratado para la compañía de Loreto y Chicote. Antes del estallido de la guerra civil, nuestro protagonista había actuado ya, además de en las citadas antes, en un buen puñado de obras, tales como “El accidente”, “La princesa bebé”, y “Barrio de pescadores”. En cuanto al Séptimo Arte, de hacer caso a la base de datos IMDB, el debut cinematográfico de Luis Peña Illescas se habría producido en “La casa de la Troya”, versión de 1924 que el propio Alfredo Pérez Lugin, en colaboración con Manuel Noriega, realizó de su famosa novela. Pero se trata, en realidad, de su padre, Luis Peña Sánchez, quien se hizo cargo del papel de Gerardo Roquer, actuando al lado de futuros directores de renombre, entonces actores, tales como los míticos Florián Rey y Juan de Orduña. Fue seis años más tarde, contando tan sólo doce años de edad, en los estudios parisinos de la norteamericana productora Paramount en Joinville, donde su padre trabajó en el film “La carta” (Adelqui Millar, 1930),cuando Luis Peña Illescas debutó en el cine, haciendo el destacado papel del niño “Bobby” en “Toda una vida”, película dirigida por el mismo director y en los mismos estudios que el film en el que trabajaba su padre. Se trataba de la adaptación al español que hizo Ceferino Palencia del guión que escribió Zoë Akins sobre la novela de Timothy Shea, “Sarah and son”. En ella se relataba la folletinesca peripecia de Lola Murillo (Carmen Larrabeiti haciendo el papel que en el original se llamaba Sarah Stone), a quien, al inicio del film la vemos trabajar en espectáculos de variedades, haciendo un número de canto y baile. Es entonces cuando conoce a un compañero llamado Jim Grey (Carlos Díaz de Mendoza, precisamente marido de Carmen Larrabeiti desde 1926), él cual la asediará hasta conquistarla no sólo para dar satisfacción a su líbido, sino también para unirse a ella en matrimonio y explotar su talento artístico, en el que vislumbra una fuente de dinero bien provechosa. Sin embargo, muy pronto se truncan los cálculos de Jim Grey, pues al quedar embarazada y dar a luz a un hijo, Lola Murillo deja su profesión para dedicarse a criar a su bebé, a quien pone de nombre Bobby. Como Jim Grey es un vago de campeonato, el matrimonio pasa a vivir con estrecheces en un deprimido barrio de Nueva York, una penosa existencia que les lleva incluso a la mendicidad. El marido reprocha a su mujer haber tenido el niño y hasta le sugiere que explote innoblemente la fuerte simpatía que despertó en su día en el adinerado míster Ashmore, para salir de apuros económicos. Cuando la relación sentimental alcanza el mismo grado de desastre que la situación económica, se produce una violenta disputa conyugal que culmina con el abandono del hogar de Jim, que se lleva consigo al bebé. Como Jim es incapaz de ocuparse de la criatura, y sólo la ha apartado de su madre, para hacerle daño, deja al pequeño recogido en casa de una familia acaudalada. Estalla la Guerra Mundial y Jim se enrola en el ejército, partiendo hacia el frente europeo. Pasan once años en los que Lola busca desesperadamente a su retoño. Mientras tanto, y por no perder del todo el tiempo, Lola Murillo rehace su carrera artística y consigue triunfar plenamente recorriendo Europa. El éxito, sin embargo, no le compensa la pérdida de su hijo y recurre al abogado Paul Vanning (Tony D’Algy, que hace un papel que en la versión original se llamaba Howard ) para que le ayude a encontrarle, el cual, a su vez, aprovecha para enamorarse como un burro de la artista. Las pesquisas no producen los apetecidos frutos y es, en cambio, una proverbial casualidad, la que acude en auxilio de la infeliz madre. Visitando en un lugar de Europa un hospital de caridad, de los que Lola se dedica a recorrer, actuando para los enfermos, llega un día a encontrar a su exmarido, quien, gravemente herido, agoniza en una cama del hospital. Lola trata de sonsacarle el paradero de su hijo antes de que expire, cosa que hace tras pronunciar una única palabra: “Ashmore”. De vuelta a Nueva York, Lola Murillo reclamará la custodia de Bobby a los poderosos Ashmore (Félix de Pomés e Isabel Barrón). La familia adoptiva se muestra poco comprensiva con las pretensiones de la atribulada madre, negando rotundamente que su hijo, Bobby Ashmore (Luis Peña), tenga nada que ver con el suyo. Respaldados por el abogado Paul Vanning (hermano de Mrs. Ashmore), el acaudalado matrimonio se mantiene firme, pero la insistencia de la cantante les impele, finalmente, a presentarle a su hijo. La decepción es grande para la angustiada madre. Aquel pobre niño a quien ella había tomado por su vástago perdido es sordomudo. Mas quiere el destino que la casualidad ponga ante los ojos de la Lola la verdad. Paseando por la orilla de un lago, traba amistad con un niño que tripula una barquita. Se ofrece a acompañarle y navegan hasta el centro del lago, cuando, desde la orilla, alguien le llama por su nombre. Son los Ashmore, que llaman a su hijo Bobby. Comprende entonces Lola que aquel es realmente su hijo, y los Ashmore unos tramposos de tomo y lomo que le habían enseñado un Bobby falso. De la misma impresión, la cantante, que entona muy bien, pero navega de pena, hace que la barca zozobre y tanto ella como el pequeño Bobby se van de cabeza al agua. Cuando parece que van a ahogarse sin remedio, Paul Vanning se lanza en “plongeon” a las frías aguas del lago para salvar a su amada y, de paso, ya que de todos modos ya está mojado, a su hijo. A salvo ya en la orilla, Paul Vanning no deja pasar ni un minuto sin aclarar que él no tuvo nada que ver en el engaño del niño falso, y en afear su reprobable conducta a los Ashmore, para asegurar, a continuación, que pondrá todo su esfuerzo al servicio de que en lo porvenir, madre e hijo no se separen nunca y vivan felices a su lado. Lola le sonríe con su aquiescencia y el final feliz, resplandeciente, está servido. No tan feliz fue el final de la actriz protagonista, Carmen Larrabeiti, quien, tras viajar a Hollywood contratada por la Fox y rodar “La ley del harén” (L. Seiler, 1931), regresó a España y sufrió una parálisis parcial que ya no la permitió volver a actuar. Con su marido, Carlos Díaz de Mendoza (hijo, a su vez, de la mítica María Guerrero), tuvo una hija, Carmen Díaz de Mendoza, que también se dedicó a la interpretación llegando a ser primera actriz en el teatro que llevaba el nombre de su abuela. De “Toda una vida” se rodaron simultáneamente versiones en inglés (con Fredrich March y Ruth Chatterton, como protagonistas), francés y portugués (dirigidas ambas por Alberto Cavalcanti), sueco (dirigida por Rune Carlsten), y polaco (con dirección de Ryszard Ordynski), se estrenó en España en el cine “Lírico” de Valencia el 15 de diciembre de 1930.
No es posible a este burgomaestre garantizar la presencia de Luis Peña Illescas en “El agua en el suelo” (1933), pese a que se incluye en su filmografía tanto en IMDB como en el libro de Carlos Aguilar y Jaume Genover “Las estrellas de nuestro cine”. Según el catálogo “Un siglo de cine español”, que publicó Luis Gasca, quien sí actúa en ella es Luis Peña Sánchez, su padre. El papel que se le asigna en el reparto, de sacerdote, parece más indicado al progenitor que no al vástago, dado que nuestro protagonista de hoy contabilizaría quince años de edad en el momento del rodaje del film de Eusebio Fernández Ardavín, que, con protagonismo reservado para una juvenil Maruchi Fresno (quien, precisamente, incorporaba el personaje de “Maruchi”), adaptaba un argumento original de los hermanos Álvarez Quintero expresamente escrito para la pantalla. Se trataba de la contribución de los hermanos dramaturgos al primer empeño de la productora CEA, de la que eran socios, titular de los estudios del mismo nombre, constituida en 1932, y verdadera pionera del cine sonoro en España. La empresa fundada en Madrid en marzo de 1932 contaba con un presidente honorífico de excepción, Jacinto Benavente, y unos socios tan relevantes en la escena hispana, como los citados hermanos Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, Carlos Arniches, los músicos Alonso y Guerrero y el cineasta Eusebio Fernández Ardavín y el ingeniero de sonido, Miguel Pereyra, además de destacados industriales, comerciantes y banqueros. Distribuida por CIFESA, la película obtuvo un éxito notable y permitió la continuidad de la productora, especialmente en lo que se refiere a la construcción de sus estudios en Ciudad Lineal, que se inauguraron en octubre de 1933. Así, la importancia del relato de la propagación de una calumnia contra un sacerdote (Luis Peña Sánchez) acusado de mantener pecaminosas relaciones con una joven feligresa, argumento de “El agua en el suelo”, queda minimizado por la importancia histórica del film. La siguiente película en la que parece más segura la intervención de (nuestro) Luis Peña, le reunió en el reparto con su padre, probablemente en un papel incidental. Se trata de “Diez días millonaria”, filmada por el clásico del cine silente español, José Buchs, película que, protagonizada por Milagros Leal, adaptaba una novela de Concha Linares Becerra de idéntico título. Estrenada en Madrid en 1934, narraba en clave de comedia la experiencia de una maniquí que frecuenta la alta sociedad con motivo de su trabajo y que hasta viaja a una estación de esquí en el exclusivo ambiente de los Alpes Suizos. Pero su sueño tiene un brusco despertar cuando debe volver a su mediocre realidad. En papeles característicos encontramos a dos viejos conocidos de este weblog, los muy admirados Antonio Riquelme y Jesús Tordesillas.
Mientras que la presencia de Luis Peña (hijo) en el film “En busca de una canción”, de Eusebio Fernández Ardavín (1937) tampoco puede ser confirmada por este burgomaestre (al Luis Peña del reparto que conoce se le asigna el papel de “gerente” y éste le parece más apropiado para el sénior que para el júnior, todavía demasiado joven a sus diecinueve años), donde cabe hablar sin el menor género de duda de Luis Peña Illescas como protagonista es en la película de José Buchs, “El rey que rabió” (1939), nueva versión de la zarzuela del mismo título original de Miguel Ramos Carrión y Vital Aza, autores del libreto,y del maestro Ruperto Chapí, compositor de la música, que ya el director había llevado a la pantalla diez años antes, sin el concurso del sonido. Estrenada en el cine Rialto de Madrid, el 22 de enero de 1940, Luis Peña da en ella vida al joven rey del título, el cual, queriendo conocer mejor el sentir de su pueblo, se mezcla con él de incógnito, disfrazado de sencillo pastor, encontrando el amor en la persona de Rosa, una campesina (Raquel Rodrigo). Completada el mismo año 1939, la coproducción con Italia, “Santa Rogelia” (Roberto de Ribón, con Edgar Neville en labores de supervisión y firmando los diálogos en colaboración con César González Ruano) figura también en algunas filmografías de nuestro protagonista de hoy, pero esta adaptación de la novela de Armando Palacio Valdés (que conoció un remake en color datado en 1962 y dirigido por Rafael Gil, “Rogelia”, del que hablamos algo extensamente en la segunda parte de la entrada dedicada a José Tasso), quien tuvo con seguridad en su reparto, que encabezaban Germain Montero, Rafael Rivelles y Juan de Landa, fue a Luis Peña Sánchez, acompañado de su hija Pastora, mientras quela presencia de su hijo, de quien hoy nos ocupamos, debemos descartarla.
Los primeros años cuarenta: CIFESA y los Nacionales (los teatros y los otros)
La carrera cinematográfica del joven Luis Peña experimentó un sólido respaldo al firmar un contrato con la productora CIFESA, bajo cuya férula actuó (si bien no de manera exclusiva) entre 1940 y 1944. La productora de Vicente Casanova representaba lo más parecido a sus homólogas hollywoodienses que podía encontrarse en España (con la única aproximación posible representada por Suevia Films-Cesáreo González). En consecuencia, poder trabajar para CIFESA suponía a un profesional de la actuación tener garantizado cierto “status” envidiable, pues contaba con un sistema de producción bastante profesionalizado y cuidaba, como ninguna otra empresa, la imagen de sus estrellas, que recibían, para empezar, tratamiento de tales. En los primeros años cuarenta es posible encontrar a Luis Peña engrosando con su efigie los carteles promocionales de la productora, repletos de retratos de artistas de popularidad arrolladora. Bajo el eslogan publicitario “Las más destacadas y brillantes estrellas del cine español son intérpretes de las películas CIFESA”, podía hallarse el retrato de Luis Peña entre los de Imperio Argentina, Alfredo Mayo, Antonio Vico, Luchy Soto, Manuel Luna, Marta Santaolalla, Estrellita Castro, Pastora Peña, Luis Prendes, Blanca de Silos, Amparito Rivelles,Antonio Casal, Mary Santamaría, Enrique Guitart y Mary Delgado .A Luis Peña le cupo la oportunidad de estampar su nombre en los carteles de “Boy” (Antonio Calvache, 1940), “¡Harka!” (Carlos Arévalo, 1941), “Los millones de Polichinela” (Gonzalo P. Delgrás, 1941), “¡A mí la legión!” (1942, Juan de Orduña), “Vidas cruzadas” (Luis Marquina, 1942), “La boda de Quinita Flores” (Gonzalo P. Delgrás, 1943), y “Ella, él y sus millones” (Juan de Orduña, 1944), la mayoría de ellas, buenos y hasta sensacionales éxitos de taquilla.
“Boy”, de Antonio Calvache, fue una de las primeras películas que produjo la productora valenciana tras la Guerra Civil y la primera, de las estrenadas en 1940, cuyo protagonismo no recaía en una figura femenina de la copla española. Filmada en los madrileños estudios CEA, y estrenada el 7 de octubre de 1940 en el cine Rialto de la misma capital, esta nueva adaptación al cine de una novela del padre Luis Coloma (la anterior la firmó Benito Perojo en 1925) aportaba a su precedente la baza del sonido para relatar la azarosa vida de Javier (Luis Peña), desde que, siendo cadete, en la Academia Naval le apodaban “Boy”, hasta el fin de sus días. Siempre acompañado por su amigo Burunda (Antonio Vico), Javier vivirá experiencias que le pondrán a prueba, tanto en el mar como sobre tierra firme, pesando sobre él la acusación del asesinato de un prestamista (cosa que, curiosamente, volverá a pasarle al personaje de Luis Peña en “¡Harka!”), enfrentándose con su padre, el duque de Yecla (Manuel González), y siendo expulsado por él de su casa, por causa de una mujer, y luchando en las Guerras Carlistas.
Continuando con su actividad teatral, Luis Peña actuó en el reestreno de “La losa de los sueños” de Benavente, el 8 de febrero de 1941, en el teatro Español, teniendo como “partenaire” a María Paz Molinero y como compañeros de reparto a Armando Calvo, a Julia Delgado (la madre de nuestro recordado Fernando Delgado), a Fernando Aguirre, y a Manuel Soto (quien se convertiría, en unos años, en su suegro). Con dirección de Felipe Lluch y decorados de Burmann, la obra se había estrenado originalmente en el teatro Lara el 9 de noviembre de 1911, con una adolescente Catalina Bárcena al frente de su reparto, en el cual se encontraba, precisamente, la madre de Luis Peña, Eugenia Illescas. En menos de un mes, el mismo director, contando nuevamente con Luis Peña y Manuel Soto (a los que se sumarían Porfiria Sanchíz y María A. Diosdado, representaban en el Teatro Español “Sin querer”, otra comedia original de Jacinto Benavente que se estrenó originalmente el 3 de marzo de 1901 en el teatro de La Comedia de Madrid, con Eulalia Pino como protagonista y con un papel para el propio autor. Se trataba de una obra menor, de complemento, escrita en un solo acto y catalogada por su creador como de “boceto de comedia”. Apenas transcurridos dos meses del reestreno de “La losa de los sueños”, en el escenario del Español, se representa “Las mocedades del Cid”, de Guillén de Castro, nuevamente a cargo de la compañía titular y con Luis Peña en un destacado. Con motivo del segundo aniversario de la victoria rebelde en la cruel Guerra Civil española, la noche del 1 de abril, se celebró una función de gala a la que asistió el propio dictador Francisco Franco, ataviado con uniforme de capitán general. A la triunfal función acudieron gran número de generales, ministros y jerarcas de todo pelaje (franquista, por supuesto), entre los que destacaban, como presidente de la Junta Política y ministro de Asuntos Exteriores, Serrano Suñer, y Pilar Primo de Rivera, como delegada nacional de la Sección Femenina. La representación, especialmente cuidada en sus detalles de documentación histórica y de los usos guerreros del siglo XI, cabe suponer que gustó mucho al general golpista, que pudo disfrutar de la actuación estelar de Luis Peña, a quien secundaron los demás miembros de la compañía (antes citados), entre quienes se encontraba un jovencísimo José María Rodero. Continuando en el Español, en mayo estrenó Luis Peña “Víspera”, de Samuel Ros, con Mercedes Prendes, Armando Calvo, José María Rodero, José Franco, Francisco Melgares, Fernando Aguirre y un extenso reparto en el que también repetían Porfiria Sanchíz y Manuel Soto. Al año siguiente, Luis Peña cambiará de escenario y de director, recalando en el María Guerrero, donde Luis Escobar le dirigirá en dos obras de Eduardo Marquina, “El estudiante endiablado”, que se representará en febrero de 1942, y “Teresa de Jesús”, que se ofrecerá al público en abril del mismo año. La segunda contará con el protagonismo de Lola Membrives en la figura de la santa, y tanto una como otra dispondrán de repartos espléndidos en los que reconocemos a las actrices María Paz Molinero, Carmen Seco o Concha López Silva, a figuras habituales de los mejores característicos del cine, como Félix Fernández, Juan Vázquez y Manuel de Juan, y también a galanes jóvenes como Carlos Muñoz, José María Seoane o el malogrado Luis Arroyo.
Con el contrato con CIFESA en el bolsillo, en los primeros años 40, el veinteañero Luis Peña era un habitual más del bar del hostelero Fernando Gaviria. Procedente éste de su San Sebastián natal, donde compartía negocio con un hermano, se instaló de manera independiente en Madrid, tras el final de la Guerra Civil. En su local de la calle Víctor Hugo, esquina con Reina, en la casa palacio de los duques de Almazán, decorado con trofeos cinegéticos, se hallaba como pez en el agua Luis Peña, nuestro
protagonista de hoy, quien se reunía a escanciar y vaciar copas en compañía de
colegas tales como sus colegas, compañeros de generación, Julio Peña, José Nieto, Ángel Picazo, Armando Calvo o Xan das Bolas y de otros más veteranos, como el ya
anciano Ricardo Calvo, además de toreros como Rafaelillo o Luis Miguel
Dominguín. En más de una ocasión es probable que se dejaran caer por allí los dos directores que con mayor frecuencia contaron en aquella época con los servicios de Luis Peña: Gonzalo Pardo Delgrás y Juan de Orduña. Entre ambos totalizaron nueve títulos, realizados con el sello de CIFESA o con otro de menor relieve, y producidos entre 1941 y 1944, con Luis Peña en su reparto. Pero antes de ocuparnos de ello, hemos de hacer una incursión en el norte del África misteriosa, en el protectorado de Marruecos.
Primera dosis de ardor guerrero: “¡Harka!” (1941)
Indisolublemente unida a determinadas constantes del primer franquismo (militarismo a ultranza e ínfulas de colonialismo imperialista), “¡Harka!” nace en primer lugar de la calenturienta imaginación del actor y excombatiente Luis García Ortega, cuyo argumento original y diálogos se encargó de convertir en guión técnico primero y en imágenes, después, Carlos Arévalo Calvet (Madrid, 1906-1989), un director quien, pese a su inquebrantable adhesión a la causa franquista, cayó en cierta medida en desgracia tras el resbalón que le supuso “Rojo y negro”, film retirado de la circulación al día siguiente de su estreno, el 25 de mayo de 1942, por su incómodo planteamiento del reciente conflicto civil (tal como señalamos anteriormente en este weblog, en la entrada dedicada a José Sepúlveda). Aproximadamente un año antes, concretamente, el 12 de abril de 1941, Carlos Arévalo había visto llegar a la pantalla del cine Rialto madrileño su película “¡Harka!”, la cual se significó como un rotundo éxito y afianzó a su protagonista, Alfredo Mayo, como el galán líder en las preferencias del público de la inmediata posguerra española. Justo a su lado en los planos del film, y figurando su nombre en los carteles y en los créditos de la película, entrelazado en un aspa con el de don Alfredo, de manera que ambos astros brillaran a la misma altura, encontramos a nuestro protagonista de hoy, Luis Peña, para quien, si desde el punto de vista profesional, “¡Harka!” tuvo una gran relevancia en su carrera, también en lo personal contiene puntos destacables, pues en el reparto de la película, encontramos, a la que había de ser su esposa, Luchy Soto (a la que le unía ya un vínculo afectivo nacido de su relación en la compañía teatral de los padres de ella, donde él era un galán), que se casaba con él en la ficción del film, y a su padre, Luis Peña Sánchez, que daba vida a su superior en esta arrebatada exaltación militarista y colonialista.
Rodada en los barceloneses estudios Trilla-Orphea para sus secuencias de interiores, y en Marruecos para captar los planos de acción en el exterior, “¡Harka!” es una película de torpeza narrativa ejemplar, donde los diferentes segmentos aparecen burdamente hilvanados, y en la que en su escaso metraje se suceden las reiteraciones y el exceso se adueña muy pronto del argumento. Sin embargo, el grado de delirio es tal que, en ciertos momentos llega a sublimar lo pedestre de su realización y la crudeza expositiva de unos postulados fundamentalistas, a base de, por un lado, primeros planos de las estrellas del film, muy calculados (rodados en Barcelona) y de, por otro lado, planos tomados en localizaciones en las calles de Tetuán o en las dunas rifeñas, con figurantes autóctonos, de apreciable intención documental.
Arranca “¡Harka!” con unos rótulos explicativos en los que, tras agradecer a la “alta comisaría de Marruecos y fuerzas indígenas” su colaboración con los productores del film (CIFESA y el propio director, Carlos Arévalo), se le explica al espectador el significado del término que da título al film: “Hueste guerrera marroquí, irregular, confusa y brava, rebelde a la autoridad del Majzen”, para combatir a las cuales, el ejército español puso oficiales de su ejército al mando de harkas propias. En referencia a tales oficiales, únicos europeos en la zona, los rótulos terminan con un escalofriante “Todos ellos comenzaron nuestra ruta imperial e hicieron con su sangre la espléndida hermandad Hispano-Marroquí”. Tras tan aleccionadoras y elevadas palabras, la acción comienza con unos planos en los que se nos presenta al general al mando de la zona, en su mesa de despacho, rodeado de sus oficiales. Está decidiendo la suerte de la campaña de pacificación del protectorado, haciendo recaer en las tropas bajo el mando del comandante Prada (Luis Peña Sánchez) la comprometida misión de atraer la atención de las harkas enemigas mediante una ruidosa incursión. Sus oficiales le informan de que la harka del comandante Prada está diezmada por la última operación militar en que participó y que ha perdido a la mayor parte de la oficialía, pese a lo cual (que a cualquier persona razonable le parecería motivo suficiente para asignar la misión a cualquier otro) el general concluye que deberán reclutar nuevos combatientes en el plazo de una semana, y que los oficiales que les faltan, ya se los suministrará él. Como la interpretación no es muy buena y además, estos personajes hablan en términos militares, es posible que esta información que se le ha proporcionado al espectador, no haya quedado suficientemente clara. Tal vez por eso, cuando la acción se traslada al campamento del comandante Prada, asistimos al momento en que le llega el comunicado telefónico de la orden al propio comandante, de parte del teniente coronel Álvarez. Otra vez nos vuelven a decir que la harka está diezmada y nuevamente se nos informa de que disponen de ocho días para reclutar nuevas tropas, periodo totalmente insuficiente, como ya nos habían explicado antes. Este comunicado viene a interrumpir una conversación que el comandante Prada mantenía con el capitán Peña (Raúl Cancio), en la que ambos militares están ensalzando la figura de su compañero el capitán Balcázar (Alfredo Mayo), hombre de entrega inusitada y valor admirable que acaba de renunciar a un permiso que le habría permitido ir a España para continuar, indesmayable, en su labor guerrera, lo que causa la envidia (sana, por supuesto), del capitán Peña, que se lamenta de no haber podido todavía conocer a su hijo, un bebé que cuenta seis meses de vida. Con la orden recibida, que les pone nuevamente en danza, las posibilidades de obtener un permiso para Peña se esfuman. El comandante Prada ordena a suboficiales marroquíes que partan en todas direcciones para reclutar harkeños, a pesar de que sabe que en el plazo fijado no conseguirán reunir más de cincuenta o sesenta efectivos cuando los que precisaría serían doscientos. Cuando en estas consideraciones, llega el capitán Balcázar al campamento, procedente de una de sus habituales descubiertas, vuelve a reiterarse la orden del general, al trasladar el comandante Prada las novedades a Balcázar. Tras la alegría del heroico capitán, que propone brindar con coñac la noticia de que pronto iniciarán una operación suicia, nuevamente se nos hace partícipes de que reclutar la tropa necesaria en una semana es tarea imposible, cosa de la que, a estas alturas del film (unos quince minutos de metraje) ya no nos queda la menor duda. A partir de ese momento, afortunadamente, los acontecimientos empiezan a precipitarse. Se suceden una serie de planos en los que vemos a los comisarios indígenas reclutando efectivos y luego, de vuelta al campamento español, se nos informa de que la recluta va mal y que será imposible reunir los doscientos harkeños necesarios en tan corto plazo (¡Increíble, nos lo han vuelto a decir!). Ante esta situación, al comandante Prada se le ocurre hacer una sugerencia genial: recurrir a una harka enemiga. La existencia de una harka enemiga indispuesta con sus vecinos la convierte, tras hábil negociación, en posible suministradora de tropas, mediante una alianza. A Balcázar le falta tiempo para autopromoverse para tan delicada misión y parte al momento a meterse en la proverbial boca del lobo. Allí, en el campamento enemigo, se dedica a exhibir su bizarría y temerario valor, impresionando tanto al jefe de la harka (que le ha tenido encañonado en dos ocasiones anteriores, matándole el caballo en la primera e hiriéndole en el hombro derecho, la segunda) que de inmediato pasa de ser considerado prisionero a huésped. Sin saber del éxito de las gestiones de Balcázar, pero barruntando que conseguirá que el jefe marroquí coma en su mano, volvemos, al día siguiente, al campamento español, donde el comandante Prada está “negro”, esperando el regreso de su mejor oficial y lamentando haber accedido a poner en riesgo su vida, siendo él solo “media harka”. En medio de sus lamentaciones se presentan los cuatro oficiales enviados por la comandancia para cubrir las recientes bajas. Se trata de los tenientes Hernández, Flores, Mendoza y Carlos Herrera (Luis Peña), que hace las veces de portavoz del cuarteto y es quien se presenta ante el comandante Prada. La arenga del oficial al mando gira en torno al hecho de que los recién llegados nunca han mandado tropas indígenas, y aunque Herrera procede de la legión (y no de la península, como los otros tres), la falta de conocimiento profundo de la tropa a la que han de mandar es un inconveniente que deberán superar. En las propias palabras del comandante Prada “para ser un buen oficial de harka hay que comprender al marroquí, identificarse en cierto modo con él, y quererlo”. Luego lleva la emotividad aún más lejos al asegurar que “Para ser un buen oficial de harka, hay muchas condiciones necesarias, pero sólo una indispensable: tener más corazón que el más bravo de los harkeños”. Embelesados, y estremecidos en lo más vivo ante tan espléndida pieza de oratoria, a los jóvenes tenientes todavía les está reservada una impresión mayor con la llegada del valiente capitán Balcázar, que se presenta triunfante y con la misión cumplida a su superior. Esa noche, mientras deshacen su equipaje, Herrera y otro de los tenientes hablan sobre la impresión que les ha hecho Balcázar. El exlegionario conoce al dedillo sus muchos méritos y da relación de ellos, de sus heridas, distinciones, ascensos y medallas. Entonces son convocados por el comandante a la reunión en la que da cuenta a sus oficiales de la misión que se les ha encomendado. Tienen que avanzar, atrayendo hacia sí la atención del enemigo. Actuar como ”esponjas” para que las columnas de la fuerza principal del ejército español puedan operar, avanzando tras ellos, sin contratiempos. A la vanguardia de esta misión, casi suicida, se pone Balcázar, tras disputarle el puesto al capitán Peña, que era a quien le tocaba, por turno. El comandante Prada, muy comprensivo él, no puede negarle el capricho al bravo Balcázar. En el transcurso de esta misión, en el silencio de una noche, en la intimidad de una hoguera, Balcázar, que le ha echado el ojo a Herrera, le abre su corazón y le habla en clave confidencial. Cree haber reconocido en su nuevo compañero un alma gemela, otro iluminado poseído por el afán de hermanarse con aquel entorno hostil y, entre tiro y tiro, hacerse uno con la esencia de Marruecos y ayudar a su población a entenderse con la protectora España. Herrera, que al principio, como es lógico, no parece entender de qué le están hablando, admite que sí, que está allí por la misma razón que Balcázar, con lo que se sella entre ellos una amistad estrecha y sólida. Iniciada la operación bélica, se suceden las escaramuzas. Cuando la cosa parece estar más calmada (como suele suceder en las películas del género), sobreviene la tragedia. El capitán Peña, cuando se iba a desplazar a Tetuán para reunirse con su esposa y conocer al fin a su pequeño retoño, es alcanzado por el disparo de un francotirador, haciendo imposible tan loable intención. En un lance de cartas, los oficiales sortean quien le dará la triste noticia a su viuda, resultando ganador Herrera, que saca el as de copas (en triste premonición, quizá, de los males que a Luis Peña le traerá el alcohol). Acude, pues, Herrera a recibir a la mujer de Peña, quien llega acompañada de su hermana Amparo (Luchy Soto), a la estación de ferrocarril. Al pie mismo del tren, con notable torpeza, Herrera empieza diciendo que Peña no ha podido ir porque ha tenido un accidente sin importancia, una caída del caballo que no le permite apoyar el pie. Pero lo dice con tal cara de funeral que de inmediato sabe la mujer de Peña que su marido ha fallecido. Como no hay mal que por bien no venga, Herrera y Amparo simpatizan y pronto se fragua entre ellos un cariño sincero mientras el primero enseña las delicias de Tetuán a la segunda. Pronto se hacen novios y, en un bien ganado permiso, el ya capitán Carlos Herrera se casa en Madrid con su novia Amparo. Todo es felicidad en la vida de los contrayentes, pero Amparo (mujer al fin) es egoísta, y preferiría que su marido no estuviera a miles de kilómetros de ella, separados ambos por el Estrecho de Gibraltar. Por eso le impone a su marido que pida un cambio de destino y que abandone Marruecos, a lo que este accede, encandilado por las artes seductoras de su amada esposa. Cuando regresa al campamento del comandante Prada, Carlos Herrera es jubilosamente recibido por su compañero de armas, Balcázar, pero el júbilo se ve pronto trocado en amarga decepción al conocer las aviesas intenciones de su camarada. ¡Abandonar a Marruecos! ¡Abandonarle a él! Esa noche, ante una botella de Johnny Walker que se propone vaciar rápidamente, Balcázar escenifica una soberana escena de despecho ante los atónitos ojos de Herrera. Primero emplea el sarcasmo, escupiendo con desprecio la descripción de la vida confortable y muelle que le espera a Herrera en la península junto a su mujer: “Tenis, golf, veladas con la alta sociedad...”, para después abrirle nuevamente el corazón asegurándole que “te quería como a un hermano. No, más, como a un hijo. Pensaba que eras como yo y que continuarías mi obra aquí”. Herrera trata inútilmente de defender su resolución buscando en Balcázar una comprensión que no existe. “¿Es que nunca has tenido la necesidad de ser querido?” pregunta en una desesperada alusión al amor que le une a su mujer y que, habitualmente une a los hombres y mujeres del mundo. Semejante mención hace que Balcázar se levante de la mesa que comparten los dos hombres, apure su vaso y lo arroje al suelo, pasando a continuación a arrancar a una mujer de los brazos de un individuo con el que estaba bailando, para ponerse a bailar con ella, en una especie de demostración práctica de que para él las mujeres son algo insignificante que se usa y que, en modo alguno, merecen estar a la altura de la trascendencia de su cometido en el frente marroquí. Esta reacción significa la ruptura definitiva entre los dos amigos. Herrera vuelve al lado de su mujer, y, tal como vaticinó Balcázar, se entrega a la vida “fácil”, la cual le obliga a jugar al tenis, al golf, a corretear por jardines y salones en “soirées” elegantes sonriendo todo el rato, siempre acompañado de Amparo, lo que, bien mirado, no tiene nada de fácil. Trágicamente, la harka de Balcázar y del comandante Prada sufre un ataque del que el primero resulta muerto y el segundo mal herido. La noticia le llega a Herrera en el transcurso de uno de sus distinguidos compromisos sociales y le remueve todo por dentro. Resueltamente, escribe una carta para su mujer, a la que deja más plantada que un cactus diciéndole que “Querida Amparo: me marcho a África; el deber me obliga a reincorporarme a la Harka, confiando en que comprenderás mi situación”. Muy lejos de tal comprensión, Amparo responde a Carlos, que ya está al mando de la Harka, mediante un escueto telegrama: “Si no regresas inmediatamente, todo ha terminado”. Carlos Herrera, inconmovible, recibe a los nuevos oficiales que sustituirán a los fallecidos en la última refriega, y les repite el discurso que les endosó a él y a sus compañeros cuando llegaron a la Harka, años atrás, el comandante Prada : “Para ser un buen oficial de Harka, hay muchas condiciones necesarias, pero sólo una indispensable: tener más corazón que el harkeño más bravo de la Harka”. Mientras pronuncia tan estimulantes palabras, haciendo pequeño cualquier otro sacrificio previo, Herrera rompe el retrato de su amada esposa, Amparo, con lo que pone el punto final a “¡Harka!”, un film tan torpemente realizado, como contundente para el espectador de la época, que respondió favorablemente a su delirante propuesta, sutil como un garrotazo.
Sinfonía Delgrás (1941-1943)
Gonzalo Pardo Delgrás (Barcelona, 1897 – Madrid, 1984)es uno de los cineastas más comprensible y a la vez injustamente olvidados del cine español. Fiel a una temática y estilos inconfundibles, Delgrás aportó al panorama cinematográfico una determinada opción de cine de entretenimiento que gozó de un momentáneo éxito y quedó después definitivamente sepultada en el más pertinaz olvido. Cineasta sin inquietudes peligrosas, tan sólo una vez tuvo un tropiezo con la censura, cuando pretendía llevar al cine un episodio de la Guerra Civil, según argumento de Luis García Ortega (el de “¡Harka!”), relativo a la defensa de la ciudad de Oviedo, en el que, por lo visto, había tenido una decisiva actuación un destacado falangista, en el momento de plantear el guión, estaba “mal visto” por las altas esferas del franquismo. Instalado en los márgenes de la novela rosa y de la comedia ligera ambientados en una alta sociedad edulcorada, provistos sus films de argumentos habitualmente debidos a la novelista María Luisa Linares (y en otro caso, estilísticamente afines a los de esta escritora) y de guiones escritos por lo común por su esposa, Margarita Robles (en colaboración con el propio director, con la novelista antes citada o en solitario), los títulos que firmó Delgrás en la posguerra quedaron rápidamente anticuados, pese a que en su momento fueron saludados por la crítica como frutos de una cierta renovación del cine español. Ignorados hoy, especialmente aquellos que no realizó bajo contrato con CIFESA, representan una propuesta de voluntad escapista, una visión tan amable como ilusa de los conflictos sentimentales, mero entretenimiento aspirante a cierta brillantez formal. Temáticamente, las incidencias galantes entre personajes situados fuera de la realidad cotidiana e instalados en un terreno a medio camino entre la lírica doméstica de la novelita rosa, el folletín y las comedias de enredo, fueron terreno abonado para intentar inyectar unas dosis de “glamour” en las pantallas españolas. Luis Peña, un habitual del director, tuvo oportunidad de encarnar en los films de Delgrás un estereotipo de corte hollywoodiense de galán glamouroso y dinámico.
Grandes dosis de folletín contenía “La doncella de la duquesa”, película de Delgrás en toda su extensión (a su labor de dirección unió también la idea argumental y el guión) que se estrenó en Madrid, en el cine Rialto, el 27 de septiembre de 1941, para relatar la historia de la duquesa de Campo Fiel (Margarita Robles) y de sus intentos para encauzar las ansias amatoras de su hijo Carlos (Luis Peña), un seductor infatigable que lleva a su madre a mal traer con sus constantes e indiscriminadas conquistas. La duquesa, que siente pavor a que su hijo se comprometa con alguna mujer que no sea de su alcurnia,como primera providencia, envía a su díscolo hijo a efectuar un largo viaje por América. Ausente Carlos, se presenta en casa de la duquesa una visita inesperada. Se trata de su sobrina Alicia (Carmen Gracia), llegada del Nuevo Continente. La duquesa, que nunca había conocido a su sobrina en persona, siempre había abrigado la esperanza de que su hijo se casara con ella, dada su excelente posición. Traza un plan, en connivencia con la muchacha, consistente en hacer que la joven se quede en su casa en calidad de doncella y con el nombre falso de María, convencida de que Carlos se enamorará de ella en cuanto regrese. A la vuelta del joven, en efecto, se establece entre él y la gentil fámula una corriente de simpatía mutua que la duquesa aprovecha para, sorprendiéndolos en galante actitud en el jardín, obligarles a comprometerse. Fijada la fecha de la boda y próxima la celebración del enlace, la duquesa, arrepentida, decide aclarar a su hijo la verdadera identidad de su novia. Entonces, para su sorpresa, se revela que había sido ella la víctima del engaño, pues la doncella nunca había sido su sobrina Alicia, sino realmente una auténtica doncella llamada María, de la que Carlos se había enamorado ya en tierras americanas y con la que había urdido realizar aquella impostura. Finalmente, repuesta del soponcio, la duquesa admite que ha tomado afecto a María y consiente en la boda de su hijo con ella, dándoles su bendición. En el reparto de “La doncella de la duquesa” encontramos, en el papel de marquesa, a nuestra vieja amiga, la navarra Camino Garrigó, a quien dedicamos una de las primeras monografías de este weblog, y quien, como tendremos ocasión de comprobar en seguida, será habitual de los films de Delgrás. A su lado, en el papel de “marqués”, el magnífico y versátil característico José Prada, y a un joven José María Seoane en el anecdótico papel de un viajero.
Tan sólo un par de meses después del estreno de “La doncella de la duquesa”, llegó a las pantallas el del nuevo film de Delgrás, “Los millones de polichinela”, una comedia que contó nuevamente con Luis Peña en su papel de galán protagonista y que, como el film precedente, fue una creación en la que el director era igualmente responsable de su argumento y guión. Rodadas ambos en los estudios Trilla-Orphea de Barcelona, la diferencia más notable entre uno y otro film, cabe señalarla en su producción, pues si bien las dos fueron distribuidas por CIFESA, sólo la segunda fue financiada por la empresa valenciana, lo que se deja notar especialmente en el reparto, algo más extenso y renombrado, en el que encontramos estrellas de la casa, como Manuel Luna o la juvenil y adorable Isabel de Pomés. Junto a ellos, y repitiendo, en poco tiempo, colaboración con Delgrás, como Luis Peña, la entrañable Camino Garrigó. Se narraba en “Los millones de Polichinela” el idilio entre Elisa (Marta Santaolalla en su primer papel de protagonista), una alumna de un internado para señoritas que dirigían con mano suave pero firme una pareja directiva (a la que dan vida Pablo Hidalgo y Camino Garrigó), y el cadete Arturo (Luis Peña, que retomaba el esplendente uniforme que acababa de lucir en “Boy”), alumno de una academia militar de la Marina vecina del internado. Los amores de estos trasuntos de Colombina y Pierrot eran puestos en riesgo por la intervención de un viejo Polichinela, un millonario procedente de América llamado Alfredo Gómez a quien los padres de Elisa (incorporados por Margarita Robles y Manuel González) postulan como futuro marido de su hija. Los jóvenes enamorados tratan por todos los medios de salvaguardar su romance, pero la obediencia debida a sus padres, obliga a Elisa a aceptar las pretensiones del ricachón, toda vez que le es revelado por progenitores que están en la ruina más absoluta y la única posible vía de salvación se vislumbra a través del compromiso matrimonial con Gómez. No obstante, al magnate no se le escapa que Elisa no le ama y, al conocer la existencia de un sólido propietario del corazón de la joven, depone su candidatura a conquistarlo y decide apoyar con su dinero la felicidad de los tórtolos. Incluyendo papeles secundarios para los siempre eficaces José María Lado (que hace un mayordomo), y Manuel de Juan (como “Manolo”), y para las encantadoras y jovencísimas Isabel de Pomés y Elvira Quintillá, “Los millones de Polichinela” fue saludada por la crítica como un film ligero e intrascendente, pero más ágil y fresco de lo habitual en el cine patrio. Animado su metraje con bailables compuestos por José María Ruiz de Azagra, se estrenó primero en Barcelona (ciudad en que se rodó), en el cine Fémina, el 5 de noviembre de 1941, manteniéndose 14 días en cartel antes de pasar a otra sala, haciéndolo después en el cine Callao de Madrid, el día 8 de diciembre del mismo año 1941, obteniendo también en la capital de España un buen suceso.
La siguiente ocasión en la que Luis Peña se puso a las órdenes de Gonzalo P. Delgrás (y nuevamente en los estudios barceloneses Trilla-Orphea) fue en el rodaje de “La boda de Quinita Flores”, adaptación al cine de la comedia homónima de los hermanos Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, que vio su estreno en la pantalla del cine Capitol madrileño el 30 de Agosto de 1943. Producida por CIFESA, contaba con una pareja protagonista formada por Luchy Soto (la futura esposa de Luis Peña, recordemos) y por Rafael Durán, correspondiendo a Luis Peña un tercer papel, de segundo galán, con el que, como vamos comprobando, se familiarizará estrechamente. La comedia de los Quintero en que se basa la película de Delgrás (según adaptación de la esposa de éste, Margarita Robles, que se encargará de convertir en guión técnico el propio director), se estrenó originalmente en el verano de 1925, siendo entonces representada por la compañía Díaz – Artigas. Casi veinte años después, el “asunto” era retomado por Delgrás, que conectaba fácilmente con la intrascendente ligereza de los hermanos sevillanos (de Utrera, por más señas). Empieza la acción del film con una visión del ambiente bullicioso en casa de la protagonista, Quinita Flores (Luchy Soto), previo a su inminente matrimonio con su novio Amalio. Acompañada por su hermano Manrique (Luis Peña), sin embargo, la joven se topará con una desagradable sorpresa, su novio ha huido de su lado y del compromiso adquirido, con rumbo desconocido y acompañado de una amante. El disgusto es de aúpa y el golpe, difícil de encajar. Tratando de animar a su moralmente demolida hermana y de evitarle una sobredosis de bochorno, Manrique se la lleva de viaje por el mundo, recorriéndolo de uno a otro confín. Pero Quinita, pese a agradecer la intención, pronto se cansa del agobio itinerante y le pide a su hermano volver a España. En el transcurso del crucero, se han cruzado con otro barco en el que viaja un joven desenvuelto y agradable llamado Eugenio Palacios (Rafael Durán) que navega rumbo a Cuba. A Eugenio le llega entonces un telegrama de su abogado que le comunica que un marqués tío suyo ha muerto, lo que precipita su regreso a Madrid. Allí se entera de que es heredero de una fortuna legada por su difunto tío, pero que para acceder a ella tendrá que casarse en muy breve plazo, antes de cumplir los treinta años de edad, para la cual cosa falta un escaso lapso de tiempo. Eugenio hace intentos desesperados por convencer a alguna de sus antiguas novias o amigas de que se casen con él, pero ninguna de ellas está disponible. La única excepción es Rosa Luisa (Flora Soler), la única que no está casada o en el extranjero. Hacia ella encamina sus pasos, lo que le conduce al balneario de Piedralejo, donde espera encontrarla. Al abordarla en el balneario se lleva un nuevo chasco, en forma de pretendiente que Rosa Luisa le presenta sin ninguna compasión. Decepcionado y acuciado (el término del plazo está ya a tan sólo dos días), Eugenio se topará en el balneario con Manrique (que resulta que es un antiguo camarada de facultad) y con su hermana Quinita, que se alojan allí buscando el sosiego perdido y haciéndose pasar por recién casados. Cuando Eugenio descubre el equívoco, comprende que Quinita puede ser la solución a su problema. Inesperadamente, se presentan en el balneario las tías de la joven, acompañadas de Amalio, que ha regresado con la intención de retomar su noviazgo con Quinita, pero ésta le rechaza tajantemente. Para sorpresa de todos, Quinita y Eugenio anuncian su compromiso matrimonial al día siguiente, en la ermita, mientras fray Cristino (José María Oviés, el maravilloso doblador de Groucho Marx en su etapa en la MGM) oficia la misa. Como venía obligado por el título, la boda de Quinita Flores, previamente suspendida, acaba teniendo lugar. La labor de Luis Peña, pese a no contar el actor con el papel protagonista, fue destacada en las distintas recensiones que del film ha podido encontrar este burgomaestre. Su extraordinaria química con su pareja, Luchy Soto, que pudimos constatar en “¡Harka!” y que podremos constatar en la ulterior “Ella, el y sus millones”, quedaba nuevamente de manifiesto en “La boda de Quinita Flores”.A título anecdótico, señalemos que en un anuncio inserto en la prensa del reestreno de este film se puede constatar una de las primeras ocasiones en las que se produce algo que se convertirá en costumbre: la confusión entre Luis Peña y Julio Peña. Así, era el nombre de este último el que figuraba en el anuncio impreso en las páginas de ABC. En el caso de la coproducción con Italia, dirigida en 1940 por Jean Choux, “El nacimiento de Salomé”, mientras que el ministerio de cultura español incluye en su reparto a Luis Peña, al lado de la estrella internacional Conchita Montenegro o del temible púgil Primo Carnera, y así como figura igualmente en la filmografía que se recoge en el imprescindible libro (y constantemente citado aquí) “Las estrellas de nuestro cine”, de Carlos Aguilar y Jaume Genover, tanto la base de datos IMDB como el catálogo del cine español que publicó Luis Gasca, sitúan en su lugar a Julio Peña. Como volveremos a constatar en la segunda parte de esta entrada, fueron frecuentes las ocasiones en las que el nombre de un actor era confundido con el de su colega y amigo, no ya por el público en general, sino (lo que resulta más chocante) por los mismos responsables de la difusión y promoción de los films en los que intervenían. En el caso del film italo-hispano, este burgomaestre, tras explorar con detenimiento documentación diversa, incluyendo páginas de cine italianas (en las que el designado era Julio Peña), ha podido encontrar imágenes reveladoras en las que ha podido dirimir la cuestión. Fue Luis Peña quien, a sus lozanos 22 años tuvo la oportunidad de rodar una espectacular película “de época” al lado de la donostiarra Concepción Andrés Picado, más conocida como Conchita Montenegro (San Sebastián, 11-9-1912, Madrid, 22-4-2007). Poseedora de una trayectoria internacional incomparable en el cine español, que la llevó a trabajar, tras formarse en París, en Francia, en Hollywood (no sólo en películas habladas en castellano, sino también, contratada por la MGM, en films de habla inglesa) y de vuelta en Francia e Italia, Conchita Montenegro, representando el papel protagónico de “Deliah”, rodó “El nacimiento de Salomé” poco antes de “El último húsar”, otra coproducción con Italia que supondría el preludio a su regreso a España, donde todavía actuó durante tres años en un puñado de films, hasta que en 1944 se despidió del cine, tras protagonizar “Lola Montes” (Antonio Román, 1944), para casarse con el diplomático Ricardo Giménez Arnau. En el film que nos ocupa, Luis Peña tuvo a su cargo el papel de embajador Kador, que recibe el encargo del rey de Prati (Nerio Bernardi) de conseguir del rey Aristóbulo (Armando Falconi) que su bailarina Salomé (María Gámez -María “Gómez” para IMDB y para los italianos-) emigre a su reino, a cambio de lo cual le ofrece cuatro provincias. En el reparto, descubrimos a la pareja formada por Irene Caba Alba y Emilio Gutiérrez (padres de los hermanos Irene, Julia y Emilio), a dos cómicos con los que se reencontrará Luis Peña en un futuro próximo, Fernando Freyre de Andrade y Miguel Pozanco, con los que volverá a trabajar en “Ella, él y sus millones” y “¡A mí la legión!”, ambas de Juan de Orduña, respectivamente. También, algo más tarde, en “Calle Mayor”, Luis Peña tendrá la oportunidad de reencontrarse con María Gámez quien, precisamente, había alcanzado su máximo reconocimiento al interpretar el papel protagonista de “La señorita de Trévelez”, obra de Carlos Arniches en la que se basa el film. Por último, en un film tan lleno de referencias, no podemos dejar de señalar que también se le repartió un papel a Tony D’Algy quien, diez años antes, había tenido en sus brazos (rescatándole de las aguas) al niño Luis Peña en “Toda una vida”.
“Altar mayor” llevaba al cine la novela de Concha Espina del mismo título según la visión del matrimonio que formaban Margarita Robles (autora de la adaptación, del guión y de los diálogos) y Gonzalo Pardo Delgrás, que se encargó de la dirección del film. Rodada en los estudios madrileños Roptence y en exteriores en Covadonga (Asturias), la película contenía el debut cinematográfico del que estaba llamado a ser uno de los más destacados galanes del cien español en la siguiente década, el William Holden nacional, José Suarez, a quien Delgrás conoció en un tren donde el joven desempeñaba su labor como revisor, trabajo al que se incorporó tras regresar de combatir en las filas de la División Azul. La buena impresión que le causó al director el joven ferroviario, le impulsó a ficharle para el cine, medio en el que desarrolló una larga y fructífera carrera con la que el neófito actor nunca se sintió demasiado cómodo. Luis Peña, un veterano de la actuación desde la juventud, se encontraría con él en repetidas ocasiones en el futuro, tales como las que les reunieron en los repartos de “Calle Mayor” (1956)o “A tiro limpio” (1965).
La producción “Procines SA”, “Altar mayor”, ultimada todavía dentro del curso del año 1943 se estrenó el 21 de febrero de 1944 en el Palacio de la Música madrileño. Según la crítica contemporánea fracasó en su intento de trasladar el ambiente y el especial “clima” asturiano del original literario, quedándose en lo anecdótico y en la epidermis de su trama sentimental. El relato, llevado al terreno rosa, propio del tándem Delgrás-Robles, narraba la historia de Javier (Luis Peña), el hijo de doña Eulalia, la marquesa de Liguana (Margarita Robles), quien, convaleciente de una enfermedad en un paraje asturiano, se enamora de su prima Teresina (Maruchi Fresno), a la que hace promesa de matrimonio nada menos que ante la Virgen de Covadonga. Pero a su regreso a Madrid, la voluntad amorosa de Javier tropieza con el veto de su madre, que se opone a que cumpla su promesa. Pasa el tiempo y Teresina se desespera, llegando a valorar seriamente embarcar rumbo a Cuba. Cuando Javier vuelve a Asturias no es en busca de Teresina, sino para formalizar nuevo compromiso, esta vez con Leonor (María Dolores Pradera), que es la candidata que cuenta, merced a su alcurnia, con el beneplácito de su madre, la marquesa. Pero entonces, al reencontrarse con Teresina (que trabaja de doncella de doña Eulalia) y ver que tiene un nuevo pretendiente, el joven Josefín (José Suárez), los celos impulsan a Javier a desafiar la imposición materna y retomar su idilio con Teresina. Tanto es así que otra vez, le promete ante la Santina que se casará con ella. Sin embargo, cuando en el horizonte se vislumbra segura la futura unión de Javier y Teresina, una excursión familiar, en la que participan el primero con su madre y con Leonor termina de manera inesperada, truncando tal posibilidad. Doña Eulalia se las ingenia para conseguir que su hijo y Leonor queden atrapados en una cueva solos y hayan de pasar en ella toda la noche. Un suceso semejante es suficiente para comprometer a la joven pareja ante la opinión pública, pero Javier, rebelde ante las argucias de su madre, parte para Madrid con intención de conseguir un trabajo e independizarse. Al fracasar en su intento, el irresoluto muchacho vuelve al redil materno, renunciando finalmente a Teresina y aceptando el matrimonio impuesto con Leonor. Una vez celebrado éste en Covadonga, la desgracia, en forma de enfermedad mortal se cierne sobre la recién casada. Una fuerte tormenta, además, impedirá cualquier tipo de asistencia médica. Ya agonizante, Leonor pide a Teresina que la perdone por haberle quitado a su novio, pese a saber que no era a ella a quien Javier quería. Finalmente, algún tiempo después, Teresina se casa con Josefín.
Como en otros films, Luis Peña compone en “Altar mayor” un tipo de galán complejo, al que su buena planta y elegancia no bastan para arrollar ni seducir, pues le coartan limitaciones (esta vez venidas del exterior, concretamente de su madre). Sensible e imperfecto, el tipo de galán de Luis Peña vuelve a estar condenado al fracaso, también ante el “Altar Mayor”.
De la mano de Juan de Orduña: “Porque te vi llorar” y “¡A mí la legión!”
A Luis Peña le unía con Juan de Orduña una relación especial, pues se da la circunstancia de que hizo en el sonoro los papeles protagonistas que, como actor, había interpretado Orduña en el cine mudo, cosechando grandes triunfos personales. Orduña había protagonizado “Boy”, de Benito Perojo, en 1926, y “El rey que rabió”, dirigida por José Buchs, tres años después, cuyos roles principales heredó Luis Peña, como hemos comentado antes, en 1940 y 1939, respectivamente. Quizá esa continuidad de su propia carrera de galán, que Orduña buscaba en sus actores protagonistas (muy semejantes a él, como el que habría de llegar, Virgilio Teixeira), fue lo que descubrió en Luis Peña, a quien dirigiría por vez primera en “Porque te vi llorar” (1941), su film de regreso a la dirección tras un paréntesis de trece años de duración, y en “¡A mí la legión!” por segunda vez, y al que volvería a tener a sus órdenes en dos ocasiones más en 1944.
“Porque te vi llorar” es un melodramón tremendista que contenía bastantes audacias y curiosidades, como lo era, por ejemplo, que la pareja protagonista fuera interpretada por dos hermanos, toda vez que la “partenarie” de Luis Peña en esta ocasión fue su propia hermana, Pastora Peña, por aquel entonces tanto o más famosa que él. Producida por el propio Juan de Orduña a través de su sello POF (Producciones Orduña Films),distribuida por CIFESA, y rodada en los madrileños estudios Roptence, “Porque te vi llorar” se estrenó el 17 de diciembre de 1941 en el cine Palacio de la Prensa, llevando así a la pantalla, de acuerdo con la adaptación, el guión y los diálogos del propio director, Juan de Orduña (auxiliado en los dos últimos menesteres por Santiago de la Escalera), la novela homónima de Jaime de Salas Merlé. Se trata de relatar la tremendista historia de María Victoria (Pastora Peña), la hija de los marqueses de Luanco (Manuel Arbó y Eloísa Muro), que, cuando se inicia la acción está próxima a desposarse con un joven ingeniero de apacible carácter llamado José Ignacio (José María Seoane). Quiere la desgracia que, el mismo día del estallido de la rebelión de las tropas de Franco, cuando precisamente se celebra en la residencia de los marqueses de Luanco en Castralto (Asturias), la fiesta del compromiso de María Victoria con José Ignacio, un grupo de incontrolados milicianos asalte la mansión y sorprenda a la joven pareja que se había apartado, saliendo al jardín, del grupo de invitados y familiares. José Ignacio resulta asesinado y María Victoria, violada, aunque, en sus propias palabras, “mejor habría sido haber muerto”. Del atropello perpetrado, a los preceptivos nueve meses de espera, sobrevendrá como consecuencia el nacimiento de un inocente niño al cual la aristocrática familia de la madre en pleno dará la espalda, haciendo recaer en las tierna persona del bebé, la culpabilidad de su traumática concepción (pese a que, en la intimidad, los abuelitos le hacen carantoñas al rorro y le dan muestras de cariño). Pasan los días y María Victoria lleva su desconsuelo y su pena ante el altar de la iglesia y, ante la imagen de la Virgen, sus lágrimas parecen obrar el milagro de que ésta se ilumine, pero el espectador puede ver la silueta de unas extremidades pertenecientes a un operario que ha manipulado los hilos eléctricos del sistema luminoso de la imagen. Algo más tarde, un hombre se presenta ante ella y le comunica que es él el padre de su hijo y que está allí para reclamarlo. El soponcio es de aúpa y a María Victoria, cuando logra recobrarse, no se le ocurre más salida que pedir a sus padres que le consigan a alguien que se preste a un matrimonio que legalice la situación de su hijo y que le permita irse de su lado para que no les perjudique más el escándalo. El señor marqués queda con este encarguito muy azorado, y no es ese el único problema que debe afrontar porque para colmo de males se le ha estropeado la radio, única fuente (como él mismo asegura) de distracción de que dispone. El destino viene a resolverle de golpe los dos problemas, porque se le presenta en casa un hombre joven llamado José Valdés (Luis Peña), quien cuando ve al bebé de María Victoria en brazos del ama Remedios (Rafaela Satorres), se apresura a manifestar que le encantan los niños. El marqués abre un ojo así de gordo y en pocos minutos convence al señor que ha venido a arreglarle la radio (cosa que hace, por cierto, en un pis-pás), de que se “quede con el paquete” formado por su hija y su nieto, a cambio de lo cual le ofrece cien mil suculentas pesetazas. Muy adecuadamente, María Victoria anuncia que no tiene intención de ver, ni de lejos, a su futuro marido, hasta el día de su boda, y que luego, sin importarle poco ni mucho su recién adquirido cónyuge, se irá lejos. Cuando se celebra la ceremonia nupcial, en medio de un ambiente tétrico más propio de un funeral, María Victoria se da cuenta de la identidad de su marido demasiado tarde. Aquel hombre que no ha querido mirar es nada menos que el mismo que se presentó ante ella diciéndole que era el padre de su hijo, el autor de la fechoría que la hizo ser madre. Nuevo soponcio al canto. La actitud de José se nos revela entonces algo ambigua. No se comporta como el desalmado que suponíamos pues lo primero que hace es imponer en una cuenta bancaria el dinero cobrado por sus servicios a nombre de su nuevo hijo, el menor Fernando Valdés y Liancres. Tras este gesto, responde al enviado de María Victoria, el mayordomo de los marqueses (Domingo Rivas), que si la señora quiere su permiso para marcharse con su hijo, deberá verlo en persona. Cuando se reúnen José y María Victoria ésta se muestra desconcertada por la actitud calmada del primero, que ella achaca a su cinismo, por darle una explicación. “¡Tenga piedad de mí! ¿Es que no se da cuenta del infierno de dudas y contradicciones en que sume mi alma?”, le llega a decir María Victoria a José. Éste aprovecha para pedir a la mujer que sean buenos amigos, que le disculpe su locura momentánea, de la que hace responsables a sus encantos de mujer, y termina por confesarle que está enamorado de ella y que la quiere. María Victoria, como era de esperar, da largas a la cuestión y ruega que calle. Tras un largo paseo (durante el que Juan de Orduña aprovecha para mostrarnos hermosas postales de ambiente asturiano, primorosamente fotografiadas por César Fraile y Alfredo Carrero), María Victoria insiste y, cambiando de estrategia, plantea a José que si su amor es verdadero, que le deje marchar con su hijo, a lo que José contraataca esgrimiendo que él tiene una buena madre que quiere conocer al niño y a ella, asegurando que si accede a ello, él le dará el permiso para que pueda irse. Esta maniobra logra, al fin, enternecer a María Victoria, a la que se le escapa alguna lagrimilla, para satisfacción de José, que sonríe al quedar a solas. Tras mucho pensar y debatir con su vieja ama, María Victoria consiente al fin en visitar la casa de José, donde conocerá a su madre. Se maravillará allí del ambiente tan cristiano y agradable que se respira, que, en su sencillez, irradia felicidad. Cuando la anciana madre de José sale de la salita para preparar café, el hombre recrimina a María Victoria que se haya presentado sin el niño y amenaza con hacer valer sus derechos de marido para exigírselo. En ese momento, se presentan dos policías en el establecimiento de reparaciones eléctricas situado en los bajos de la vivienda de José. Su ayudante (Fortunato Bernal), le avisa en presencia de María Victoria de que unos policías le buscan. La mujer se escama, naturalmente. La policía siempre promueve desconfianza a su paso (¡vaya usted a saber por qué!). El caso es que, escondida en una habitación contigua, María Victoria asiste asombrada a cómo José se sacude a los dos policías y a su denuncia como si se trataran de dos moscas, enseñándoles un papelito. En presencia de la madre de José, no tiene más remedio que acceder a volver con el niño. Ya en casa, se entera de que fue el ama Remedios quien puso la denuncia y no deja de darle vueltas al misterio que guarda José. Finalmente, con el Cantábrico por testigo, José queda completamente limpio de sospechas, pues una fotografía, que María Victoria ha descubierto entre las pertenencias de José, prueba que estuvo en el cerco de Oviedo la noche en que María Victoria fue violada. José es un “Caballero mutilado”, distinguido con honores por el bando vencedor de la pasada Guerra Civil. Llega entonces la respuesta que da título al film, cuando María Victoria le pregunta a José que, si él no es el padre de su hijo, por qué quiso casarse con ella. Si José quiso aceptarla por esposa fue porque, oculto en la iglesia donde María Victoria rezaba y lloraba su desdicha, José “la vio llorar”. Tan enternecedora declaración terminará de conquistar el maltratado corazón de la joven y, finalmente, ambos jóvenes se enamoran, dando así carta de naturaleza a una dichosa vida conyugal. La dificultad de hacer creíble el personaje de José es máxima en este lacrimógeno film, emparentado por la parte del sentimentalismo tremebundo con los seriales radiofónicos de la época, sin embargo, Luis Peña sale airoso del trance, incluso cuando se ve inmerso en una auténtica vorágine de verborrea grandilocuente como la que tiene que desgranar en los planos finales. No está al alcance de cualquier naturaleza humana soltar parrafadas como la larguísima que concluye con: “Te vi llorar lágrimas amargas y había que liberar tu alma, redimiendo en ti una injusticia más, trocando en hijo del amor al que nació del odio de los hombres”. A lo que María Victoria, naturalmente, sólo puede replicar: “¡José, José!”, que como réplica admitamos que no es gran cosa. Pero como todavía no está satisfecho el lenguaraz héroe de guerra, aún continúa hablando: “¿Por qué has roto el hechizo? ¡Era tan feliz en mi obra paciente y dolorosa...!...bla, bla, bla...”. María Victoria, queda rendida por agotamiento. “Porque te vi llorar” contiene, en su metraje, el debut cinematográfico de María Asquerino, que hace el episódico papel de Merche, una amiga íntima de María Victoria a la que vemos en la fiesta del principio del film, y de la que sabemos que se casa sin haberse molestado en participar el acontecimiento a su relegada amiga. Por último, como curiosidad, apuntemos que Fortunato Bernal, además de hacer un pequeño papel como empleado en el establecimiento de José, hizo en el film las funciones de ayudante de dirección.
Siguiendo claramente la senda de “¡Harka!”, “¡A mí la legión!” reunía nuevamente a la pareja estelar formada por Alfredo Mayo y Luis Peña (figurando sus nombres así, por ese orden, aunque de igual tamaño y no ya escritos entrecruzados, en aspa, como en su anterior encuentro) al frente de un reparto consagrado a glorificar el esfuerzo de los combatientes en el protectorado de Marruecos. En esta ocasión, los héroes del film son legionarios, y, a diferencia del título precedente,la dirección de Juan de Orduña y el guión del luego director Luis Lucia Mingarro (que se basaba en un argumento de Jaime García Herranz y del actor Raúl Cancio –detalle curioso: detrás del argumento de “¡Harka!” también había, recordemos, un actor-), se separaban abiertamente de la menor verosimilitud, mezclando el arrebatado belicismo patriótico de Carlos Arévalo con giros folletinescos de opereta.
Estrenada el 11 de mayo de 1942 en el cine Avenida de Madrid, la acción de “¡A mí la legión!” se inicia, tras unos rótulos en los que se agradece la colaboración prestada a las autoridades militares del protectorado de Marruecos, y se expresa el deseo de que la película “sea un homenaje a todos los que dieron su vida por la Patria al grito de “¡¡Viva la legión!!”, en Arbaa (Marruecos), donde está emplazada una bandera de la legión. Allí, destinadosa la compañía nº 11, se encuentran los legionarios Curro (Miguel Pozanco) y Rodete (Fortunato Bernal), compañeros inseparables de “El Grajo” (Alfredo Mayo), que se encuentra en una operación de descubierta con la patrulla mandada por el capitán Romero (Rufino Inglés). Al campamento de la bandera, mientras, llegan nuevos legionarios, a los cuales, el suboficial encargado toma la filiación. Vemos que, en general, como el joven legionario Andrés Rodríguez (Fred Galiana), son parcos a la hora de dar información sobre su nombre y circunstancias, pero nadie aventaja en reservas a Mauro (Luis Peña), que no da más que ese nombre por toda información sobre su persona. Mientras, la avanzadilla donde está “Grajo”, como a sus integrantes les es imposible ir a ningún sitio sin entonar alegres canciones de la legión, y, en consecuencia, el enemigo les oye desde lejos, es presa fácil de una emboscada y así sucede. Sus jefes, lamentables estrategas, no sólo no impiden a sus soldados denunciar tan torpemente su posición, sino que hasta se vanaglorian de que “los muchachos no teman a la muerte”. Cuando se sabe que la patrulla del capitán Romero se halla rodeada por el fuego enemigo, refugiada en unas ruinas, el comandante de la bandera (Manuel Luna) monta al instante una expedición de rescate con voluntarios, entre los que ya está Mauro, que ya se ha dado a conocer a Curro y Rodete en la cantina del campamento y de los que ya se ha hecho amigo. Una vez en el campo de batalla, los valientes legionarios rescatan al comando del capitán Romero, pero “Grajo” (quien temerario como siempre, se había presentado voluntario a hacer una descubierta) ha caído, herido, en campo abierto, quedando a tiro del enemigo. Es preciso que alguien vaya a buscarle y Curro así se lo dice a Mauro, asegurándole que la legión jamás abandona a uno de sus miembros. Curiosamente, cuando el comandante pide voluntarios, el único que da un paso al frente es el novato Mauro, a quien se le adjudica la misión por falta de otros candidatos. Así se conocen Mauro y “Grajo”:
“- ¡Grajo, Grajo! –grita Mauro (al que también han herido, y se acerca arrastrándose, al cuerpo yacente de su compañero).
-¿Quién es? –pregunta el caído, como si estuviera despertándose de una siesta.
-¡Qué más da!...¡Mauro!- contesta con muy buen sentido (y encogiéndose de hombros) el recién llegado.
-¡No sé quien es! – concluye “Grajo” como diciendo: “¡Ahí me las den todas!”. Y se desmaya.
Mauro consigue deslizar su cuerpo bajo el de “Grajo” y luego arrastrarse con él encima.Los dos convalecen juntos de sus heridas y se hacen amigos íntimos e inseparables. Para celebrar su restablecimiento, cuando les dan el alta, deciden celebrarlo con Leda (Pilar Soler), una medio novia de “Grajo” y con el bullicioso Curro, a base de vino, champán y coñac, recorriendo distintos garitos de Tetuán. En uno de ellos, avanzada la noche y ya borrachos, se produce un altercado cuando Mauro trata de ligar con una joven que está acompañada por tres hombres, uno de ellos, un prestamista judío al que hemos visto antes discutiendo con otro hombre, un tal Isaac Leví (Arturo Marín), que le debe una importante suma de dinero. Mauro (una vez más, borracho, despeinado y pendenciero, Luis Peña) provoca con su torpe actitud una pelea que se vuelve multitudinaria al momento. Al punto, las luces del local, por una avería eléctrica, se apagan. Cuando vuelve la iluminación, el prestamista está muerto y el arma homicida ha sido la lujosa navaja de Mauro (en cuya calidad había reparado antes Curro, por lo que es conocida del espectador). Todo acusa a Mauro del crimen, que no recuerda nada por efecto de la borrachera. Pero “Grajo” no abandona a su amigo a su suerte. Leda, que recuerda haber visto a la víctima hablando con otro judío, pone al “Grajo” sobre la pista de Isaac. El legionario hace una visita nocturna al narigudo hebreo y le sonsaca una confesión. Pero Isaac no está dispuesto a que su declaración salga de las cuatro paredes de su cubil, por lo que se dispone a traspasar el pecho del valiente legionario con su daga, pero como “El Grajo” ha tenido la precaución de ir acompañado de testigos (el capitán Romero y Curro) que, ocultos, han podido escuchar la confesión, sale indemne de la experiencia y sus pesquisas obtienen el resultado de que Mauro se libra de su condena. Este es un nuevo motivo de celebración, pero quizá para eludir complicaciones, esta vez la cuchipanda se verifica en la cantina del campamento. Allí se desarrolla un lamentable espectáculo de variedades a cargo de Curro y Rodete. El primero, que es limpiabotas de oficio y que derrocha gracejo andaluz (como prueba de ello, repite constantemente “¡Que se mueran los feos!”), efectúa un número de travestismo en el rol de “La bella Domitila”, que acaba entre abucheos del público; mientras que el segundo, anuncia un número de ilusionismo, pero éste consiste únicamente en hacer desaparecer a Curro, tras cubrirle con un pañolón y lanzarlo al público. No sabemos cómo continuaría tan penoso espectáculo porque afortunadamente la acción del film reclama un cambio de escenario. El comandante ha recibido un correo del cuerpo diplomático que le hace convocar urgentemente a Mauro. Éste se pierde el resto del “show” y acude a la presencia del comandante, que le anuncia que está licenciado, pues debe regresar a su país de origen. Se produce la despedida entre Mauro y sus camaradas legionarios. “Grajo”, especialmente, queda anonadado por la melancolía que le produce separarse de su amigo. Entonces, tras una brusca transición, se produce la más inesperada revelación de la película. Mauro es nada menos que el príncipe Osvaldo, heredero del trono de un imaginario país centroeuropeo, Slonia, que nos trae inevitables recuerdos de la mayestática “Sopa de ganso” marxista. La marcha de Mauro de la legión fue debida a que su país le reclama pues en el futuro va a ser coronado como su monarca, de lo que nos enteramos sorpresivamente, introduciéndonos en la corte y comprobando con nuestros propios ojos la identidad auténtica del personaje. Pasan los años y nos trasladamos a un tugurio de los más infames de Slonia, en el que, en la mesa que parece reservada al efecto, se halla reunido un grupo de conspiradores. Están esperando a un elemento al que propondrán efectuar un atentando al paso de la carroza real. Sorprendentemente, a quien aguardan los conspiradores es nada menos que al “Grajo”, a quien conocen de tiempos pasados en la legión. Al conocer las intenciones de quienes le han convocado, “El Grajo” se niega en redondo, alegando que tiene entendido que el príncipe es buena persona y que un acto de esa naturaleza repele a su conciencia. Le acusan de cobardía y, naturalmente, “El Grajo” se engalla (lo que no deja de resultar paradójico). Tras el sofocón, promete que no les delatará, porque no es un chivato, pero deja a los conspiradores plantados porque eso de que un príncipe deba morir “por ser príncipe”, no le convence.El día previsto para el atentado, “El Grajo” deambula por las calles de la capital y, como un curioso más, se acerca a ver el paso de la comitiva real. Su sorpresa es mayúscula al reconocer, montado en el carruaje y aclamado por la muchedumbre a su querido y antiguo camarada. Grita su nombre para prevenirle del peligro. Los guardias le detienen y entonces “El Grajo” lanza el grito de “¡A mí, la legión!”, entonces Mauro reconoce al extraño y pide que se acerque. El reencuentro es emocionante. Los dos hombres se ponen más contentos que unas castañuelas y rápidamente, el príncipe Osvaldo hace de “El Grajo” su hombre de confianza. Pasan el día juntos y aprovechan para hacerse confidencias que en sus años de legionarios no se había hecho (por ejemplo, se cuentan que si fueron a parar a la legión fue por causa de una mujer), la mayor parte del tiempo la dedican a cantar canciones del tercio y a preguntarse el uno al otro: “¿Te acuerdas? ¡Qué bien que lo pasábamos!”. El príncipe suspende las audiencias reales, incluso, para poder estar más con su amigo y cantar con él himnos legionarios, para desesperación del superintendente Yonesky (Manuel Arbó). En una de las ocasiones, dicho sea como detalle tierno, “El Grajo” entona uno de sus graznidos con un pequinés en brazos, y Mauro se abraza a él, formando el trío una imagen cantarina y poco masculina, la verdad. En esta felicidad pasa cierto tiempo y, cuando va a celebrarse el gran baile de gala que conmemora el primer aniversario de la coronación del príncipe Osvaldo, se produce una noticia crucial. En España, una facción del ejército se ha alzado en armas contra el gobierno legítimo de la República. El alzamiento, además, se ha iniciado en Marruecos. Ante tal invitación a la acción, “El Grajo” no puede permanecer impasible, con lo que le comunica a su amigo que el deber le llama y que debe partir de vuelta al seno de la legión, a combatir por España. “El Grajo” se reincorpora al cuerpo en el que fue tan feliz. Allí se reencuentra con Curro y con Rodete y reinicia sus actividades guerreras, pero pese a que hay tiros para dar y vender, “El Grajo” está mustio y Curro se lo nota. Echa de menos a su amigo Mauro. Pero no tiene que esperarle mucho tiempo, porque el rey de Slonia se presenta un buen día, vestido nuevamente de legionario, alistado nuevamente con sus excamaradas. El reencuentro se produce en términos de sencillez enternecedora:
“-¡...Pero, Mauro, ¿tú aquí?
-¡Pues claro! ¿qué te figurabas? ¡Yo también soy un caballero legionario!”
La alegría de “El Grajo” es exultante. Finalmente, sobre unas imágenes de archivo de la contienda civil, vemos los rostros sobre-impresionados de Mauro y “El Grajo” quienes (¡cómo no!) cantan uno de los himnos de la legión y, poco después, clavan una bandera española en una colina culminando la proyección de “¡A mí la legión!”.
No es “¡A mí la legión!” un film excesivamente preocupado por la verosimilitud. Podríamos afirmar, incluso, que la desprecia completamente. Su visión tanto del hecho militar, como del conflicto bélico es prácticamente pueril. Asistimos al espectáculo de hombres hechos y derechos entregados a actividades más propias de niños que de adultos, saliendo de excursión por el campo y cantando una larga sucesión de himnos, sin más ilusión que compartir experiencias con los compañeros y divertirse. En cierto modo, y salvando grandes distancias en lo relativo al dominio del lenguaje cinematográfico, encontramos en “¡A mí la legión!” ecos del cine militarista de John Ford, si quiera sea por la insistencia en la trascendencia del concepto de camaradería, que prácticamente prima por encima de cualquier otro, y por la constante reiteración en la afición al canto de la tropa, tal como el maestro Ford reflejaría en “La legión invencible” (1949) o en la posterior “Cuna de héroes” (1955), o, por decirlo de un modo más general, porque comparte con el cine de Ford una muy similar idealización de la vida castrense. Así, aunque sólo se recogen los títulos de cuatro himnos legionarios en los créditos del film: “Himno a los legionarios o Tercios heroicos”, “El novio de la muerte”, “Canción del legionario”, e “Himno de la Academia de Infantería”, la sensación para el espectador es que se entonan muchos más y de manera casi constante, mientras que tiros, lo que se dice tiros, se pegan más bien pocos, lo que para una cinta bélica resulta algo desconcertante. El enemigo, por el que se insiste en mostrar el mayor respeto, apenas es visible en la pantalla.
Comparada con “¡Harka!”, “¡A mí la legión!” resulta un espectáculo mucho más ligero. Su deriva argumental hacia el delirio del rey que renuncia a su trono para ir a cantar con sus compañeros legionarios en el frente de una guerra civil que ni le va ni le viene, la hace parecer un film de género fantástico en comparación con el integrismo de Carlos Arévalo y su “¡Harka!”. Este tono más desenfadado se refleja en la rebaja de la profundidad del carácter del protagonista. “El Grajo” no alcanza el grado místico del harkeño capitán Balcázar, un verdadero iluminado. Visualmente, esto se traduce en un menor número de primeros planos, lo que no quiere decir que no existan en “¡A mí la legión!”, pero son más convencionales y mucho menos dramáticos. En la misma línea incide la inclusión de un personaje cómico, el tradicional “gracioso” de la comedia hispana, que, como suele ocurrir, es andaluz, y lo incorpora un verdadero especialista en el tipo, el cómico Miguel Pozanco, quien había obtenido su mejor papel en “Viaje sin destino” (Rafael Gil, 1942) y que, bajo contrato con CIFESA, había coincidido ya con Alfredo Mayo en la fallida “Un caballero famoso” (José Buchs, 1942), y que falleció el mismo año del estreno de este último film, 1943. En cuanto a Luis Peña, su interpretación, impecable, no consigue (era tarea imposible) dar credibilidad a su personaje, pero sí que es capaz de asumirlo con naturalidad, lo que no tiene poco mérito. Mucho más convincente que Alfredo Mayo (por ejemplo, en la escena de la borrachera en el cabaret), Luis Peña ni siquiera intenta explorar la posible psicología de su personaje, pues es evidente que no tiene ninguna profundidad. Aparece su Mauro envuelto en una misteriosa reserva que no se revela más que en un innecesario hermetismo, se entrega a continuación a la causa legionaria con desprendida jovialidad y pasa después a ocupar el trono de su país con el mismo desparpajo. De tan insustancial, su personaje habría sido ininterpretable para un actor del método, pero Luis Peña consigue, haciendo en cada momento el gesto y la entonación correspondientes, sacarlo adelante sin aparente esfuerzo. El elemento femenino, prácticamente inexistente en “¡Harka!”, cuenta aquí con una representación testimonial, en la figura (no precisamente deslumbrante) de Pilar Soler en el poco airoso rol de Leda, una enamorada no correspondida del “Grajo” que desaparece de la acción sin dejar rastro. En cuanto a Manuel Luna, cumple sobradamente con su unidimensional (y uniformado) cometido, lo mismo que Rufino Inglés, o el característico Arturo Marín, a quien Juan de Orduña volvió a llamar repetidamente para que prestara su increíble rostro a los diversos papeles del perfil más acusado.
Las “Vidas cruzadas” de Benavente según Luis Marquina
El origen del film, “Vidas cruzadas” (Luis Marquina, 1942), pese a que tal hecho no figura en la acreditación del mismo (quizá el insigne nóbel se había significado demasiado por la República, durante la Guerra Civil), hay que buscarlo en una obra del mismo título original de Jacinto Benavente, que se estrenó en el teatro Reina Victoria de Madrid un 30 de marzo de 1929 por la compañía de Josefina Díaz y Santiago Artigas. Aquel estreno, en lo que se refiere a la historia de los actores españoles, tuvo su relevancia, pues supuso el primer papel importante con el que contó el insigne Manuel Dicenta, en su tercera temporada en la compañía. Manuel Dicenta, que había empezado su carrera en 1924, tras sus años de meritoriaje y dos primeras temporadas de papeles más bien poco significativos en la compañía Díaz-Artigas (en la que encontramos, por aquel entonces, al hermano de la primera actriz, y “viejo amigo” de este weblog, Manuel Díaz González), obtenía en esta obra del reconocido internacionalmente Benavente (reciente entonces su premio Nobel) el papel de “Ladrón de sueños”, un ser fantástico (que no se mantendría en la versión fílmica) que tenía a su cargo un monólogo en uno de los primeros cuadros, con otra intervención al final del segundo acto, que fue suprimida antes de iniciarse los ensayos. Sea como fuere, un papel, al fin, que permitiría lucirse al futuro primerísimo actor (y maestro de actores), Manuel Dicenta. La versión fílmica de este “cinedrama en dos partes” que dirigió Luis Marquina para Cifesa-UPCE (el equipo productor para el que solía trabajar Marquina y con el que había obtenido su inmediato anterior éxito, “Malvaloca”) se rodó en los estudios barceloneses Orphea de acuerdo con el guión literario de Antonio Mas Guindal, expuesto en un guión técnico que firmó José Antonio Nieves Conde, el futuro director de “Surcos”.
Interpreta Luis Peña en “Vidas cruzadas” el papel de Manolo Castrogeriz (el mismo rol que en 1929, sobre el escenario del Reina Victoria, había interpretado un joven Manuel Díaz González), uno de esos personajes atormentados, orgullosos, problemáticos, en los que se especializó prontamente nuestro protagonista de hoy. Manolo Castrogeriz es un joven aristócrata completamente arruinado que trata desesperadamente de rehacer la fortuna familiar por el suicida sistema de jugar a la ruleta. Acompañado siempre por su fiel amigo Isidoro (Enrique Mejuto), Manolo pierde continuamente, y recurre a dar sablazos a diestro y siniestro para poder seguir apostando y perdiendo. La fortuna esquiva le pone, además, en manos de un usurero, el señor Piñuela (Mariano Beut), el cual posee unos documentos en los que el joven falsificó firmas de allegados, como la del marqués de Valladares (Luis Villasiul) o la del adinerado industrial Enrique Garcimora (Enrique Guitart), documentos con los que puede chantajearle pues le supondrían la cárcel, de llegar a manos de la justicia. Manolo Castrogeriz tiene una hermana, Eugenia (Ana Mariscal), quien, a diferencia de su hermano, soporta con gran dignidad su pobreza y orfandad (el padre de los jóvenes se suicidó, incapaz de afrontar la quiebra económica), y vive acogida a la generosidad de la familia del marqués de Valladares, y de su esposa, Casilda (Julia Pachelo), en calidad de amiga y acompañante de la hija del marqués, la gentil Guillermina (Isabel de Pomés, quien recoge, por cierto, el personaje que en el teatro había representado otra Isabel, la Pallarés), la cual está cándidamente enamorada del díscolo Manolo Castrogeriz. A la guapa y noble Eugenia, por su parte, la pretende el millonario Enrique Garcimora, quien frecuenta con tal motivo la casa de los marqueses y los lugares de ocio por los que se mueven, acompañado casi siempre por su amigo Ricardo (Félix de Pomés). El matrimonio entre Eugenia y su acaudalado pretendiente sería, como apunta en cierto momento Isidoro, la solución a los acuciantes problemas económicos de Manolo, pero el orgullo de clase de la joven se interpone a tal fin. Eugenia no puede acceder a las pretensiones de Enrique pues ve en él a un plebeyo que trata de conseguirla con el peso de su dinero. Y aunque tiene que sufrir humillaciones por causa del comportamiento de su hermano (el benévolo Valladares tiene que rogarle que reprenda a Manolo por jugar grandes sumas de dinero en la ruleta, pese a que es conocida su insolvencia), y atender a las amables recomendaciones de Guillermina, Eugenia se mantiene inflexible. Aconsejado por Isidoro, que media ante Enrique, Manolo recurre al magnate que asedia a su hermana para conseguir el dinero que necesita para quitarse de encima al chantajista Piñuela. Va a ver a Enrique a su despacho, pero mientras le espera, presencia cómo un administrador entrega un sobre que contiene diez mil dólares a su mayordomo, Damián (Nicolás Díaz Perchicot). El fámulo tiene una distracción por un estropicio de uno de los criados y Manolo queda un momento a solas con el secreter (en el que está la llave puesta) en el cual se ha depositado el sobre repleto de billetes. Manolo decide al instante que aquel sobre estará mejor guardado en un bolsillo de su impecable esmoquin, con tan mala suerte que Damián vuelve antes de lo previsto y es observado por él. El discreto mayordomo sigue al señorito Manolo por las silenciosas y oscuras calles de la ciudad hasta el cubil de un perista. Cuando el aristocrático ladrón abandona el tugurio, el criado exige al prestamista que le firme el sobre en el que se hallaban momentos antes los dólares, para tener una prueba acusatoria. Con el documento en su poder, Damián se presenta ante su amo, Enrique, y le informa de lo sucedido. Isidoro, que está allí, inquieto por no saber nada de Manolo, asiste a la acusación de robo, la cual no puede aceptar para su amigo. Asegura a Enrique que le hará retractarse. El millonario está dispuesto a perdonar, en atención a Eugenia, pero quiere que Manolo se presente ante él para darle explicaciones. Isidoro va en busca de Manolo, el cual ha perdido todo el dinero obtenido con su robo y se encuentra en un figón de mala muerte, bebiendo como un berebere. Hasta allí llega Isidoro y, tras recibir un directo que lo tumba de espaldas de parte de su amigo Manolo, consigue apaciguar al irascible tarambana y llevarlo a ver a Enrique. En presencia de su víctima, Manolo se rebela y niega haber robado. No acepta las acusaciones de Enrique y hasta, henchido de orgullo de clase, le suelta que la fortuna que amasa la debe a las prácticas de contrabando y latrocinio de su padre. Enrique, que estaba dispuesto a perdonar, le anuncia que ya no se conformará con menos que con hacerle pagar con la cárcel. Isidoro, que parece más preocupado por la suerte de Manolo que el propio Manolo, va a ver a Eugenia para explicarle la situación y para sugerirle que la única solución está en sus manos. Eugenia se hace cargo de la amenaza que pende sobre su hermano y se ofrece en sacrificio a su admirador, pero Enrique comprende el significado del gesto de la mujer y no acepta. Enrique le anuncia, no obstante, a Eugenia, que no sólo perdonará a su hermano, sino que incluso le dará dinero para que se rehaga económica y moralmente. En el continuo debate que Eugenia y Enrique han mantenido sobre la supremacía de la alta cuna (el linaje de los de la clase de Eugenia) o de la fortuna obtenida con el esfuerzo (la posición social de los nuevos ricos, como Enrique), el segundo, con su nobilísimo gesto, ha sacudido un golpe definitivo al orgullo de la primera. Eugenia se siente tan humillada que abandona la casa de los Valladares. Sin embargo, en el último momento, cuando ya el tren está separando a Eugenia de Enrique, éste sube al convoy en marcha para unirse a su amada para siempre, porque la quiere por encima de todas las vanidades. Y fin. En poco más de una hora, “Vidas cruzadas” ha contado una emocionante historia de amor, bien vestida y mejor narrada, con sus pinceladas de distinción y buenas dosis de diálogos “elevados”, muy al gusto benaventiano. El retrato de una alta sociedad (que al público español de 1942 le debía parecer de naturaleza más bien ultra-terrena) está conseguido pese a que los invitados a las soirées y los elegantes asistentes a la mesa de la ruleta tienen un aspecto en exceso escuálido. Luis Marquina, un director más que correcto, obsesionado con “desaparecer” detrás de la narración fílmica (siguiendo los pasos de sus ídolos, tales como King Vidor), emplea con habilidad abundantes primeros planos (salvo una especie de intermedio en el que Eugenia le hace leer un cuento alegórico a su amiga Guillermina, resuelto con planos generales, como ilustraciones del relato) y obtiene excelentes interpretaciones, especialmente de Ana Mariscal, impresionante en su etérea altivez, y de Luis Peña, soberbio en su encarnación de las mayores debilidades aprisionadas en un alma orgullosa. Isabel de Pomés, que comparte cartel con su padre pero apenas coincide en ninguna escena con él, está encantadora y deliciosa, como siempre, y logra enternecer al espectador con su delicado amor por el autodestructivo Manolo. Enrique Guitart (Enrique Guitart Matas, caballero de la Orden de Isabel la Católica, por más señas), el algo redicho galán radiofónico, no conmueve, pero convence en su rol de enamorado hombre de negocios, un poco en la línea del hollywoodiano Melvyn Douglas. Enrique Mejuto, como el abnegado Isidoro, resulta simpático, y Nicolás Díaz Perchicot, cumple a la perfección, en su rol del mayordomo Damián. Mariano Beut, como el chantajista Piñuela, pese a tener una intervención de duración más bien escasa, al principio del film, logra impresionar al espectador con su actitud untuosa y suave, a la par que despiadada. Destaquemos, por lo que toca a nuestro protagonista de hoy, que Luis Peña está forjando en “Vidas cruzadas” una personalidad fílmica que le dará una dimensión dramática única. Muchas veces, como en este film, le veremos desgreñado y borracho, incapaz de aceptar una derrota, ni siquiera un contratiempo. Su carácter, volcánico, irascible, egoísta, le granjeará, pese a todo, como en este film, el amor de las mujeres, pero será demasiado torpe para disfrutar de él, demasiado ansioso y demasiado ciego. En “Vidas cruzadas”, tras tropezar repetidamente en la misma piedra, pondrá en serio riesgo la amistad sincera que se le brinda, y dejará pasar la oportunidad del amor verdadero. A diferencia de otros galanes, Luis Peña conquistará con sus debilidades y perderá sus conquistas por ellas.
“Vidas cruzadas” fue clasificada como de primera categoría y se mantuvo catorce días en el cine madrileño, en el que se estrenó el 21 de diciembre de 1942, lo que no puede considerarse un éxito (“Malvaloca”, la película anterior de Marquina, estuvo treinta y dos días), pero tampoco un fracaso. El film contenía el pasaje del que su director se manifestó posteriormente más satisfecho de toda su carrera. Es un momento muy melodramático, cuando, definitivamente perdido Manolo por la acusación definitiva de Enrique, la acción salta bruscamente a la alcoba de Eugenia. Una ráfaga de viento ha abierto su ventana y ha volcado el búcaro en el que tenía la flor que había intercambiado horas antes con Enrique, cuando entre ambos había nacido algo cercano al amor. El agua del búcaro se derrama sobre las líneas del diario que Eugenia estaba escribiendo, como un mal presagio.
1944, un año provechoso, pero no tanto
Efectivamente, Luis Peña tuvo bastantes compromisos profesionales con el séptimo arte en 1944, pero no tantos como le atribuye la base de datos de cine más consultada de internet, la famosa IMDB. De los seis títulos de ese año en los que le atribuyen participación, hay dos, “Tarjeta de visita”, dirigida por Antonio de Obregón, y “Eugenia de Montijo”, dirigida por José López Rubio (film del que algo dijimos aquí con motivo de la entrada dedicada a Jesús Tordesillas), en los que el Luis Peña que actúa es el padre de nuestro protagonista de hoy, Luis Peña Sánchez. Este error se reproduce nuevamente al atribuirle IMDB al hijo la actuación de su padre en el papel de “Cocles, el herrero” en “Dulcinea”, film de 1947en el que Luis Arroyo (al que recordamos también aquí hace unos meses) dirigía a su hermana Ana Mariscal. Sea como fuere, 1944 supuso para Luis Peña (hijo) continuar con sus destacadas intervenciones en films de sus directores más habituales en aquel entonces, lo que le llevaría a ponerse a las órdenes de Gonzalo Delgrás por cuarta vez en “Ni tuyo, ni mío” y hacer lo propio con Juan de Orduña en tercera y cuarta ocasión en los films “Yo no me caso” y “Ella, él y sus millones”.
“Ni tuyo, ni mío” se rodó en los estudios barceloneses Kinefón en octubre de 1944. Esta nueva película de Gonzalo Delgrás, sobre una historia de María Luisa Linares y Margarita Robles que se encargó de convertir en guión definitivo ésta última, iba a llamarse originalmente “Ella y él”, pero probablemente, la proximidad con el título de la película de Juan de Orduña (estrenada en diciembre de 1944), provocó que se le cambiara el título antes de presentarla al público, lo que sucedió en la pantalla del cineCallao de Madrid el 25 de enero de 1945. Se trataba de una nueva comedia en la línea de las que anteriormente habían producido con éxito el mismo grupo creador, tales como la antes mencionada “Los millones de Polichinela” o “Un marido a precio fijo”. Luis Peña, que ya había trabajado en tres ocasiones previas con Gonzalo Delgrás, encontraba en “Ni tuyo, ni mío” la oportunidad que esperaba para hacer un protagonista absoluto de galán de comedia, papel que, según aseguraba en las páginas del número 105 de “Radiocinema”, el señor Delgrás le tenía prometido. Como “partenaire”, Luis Peña contó con la distinguida Lina Yegros, a la que, en la misma revista, algún redactor inspirado la describió como “Gentil como siempre, lleva a sus interpretaciones el sello exquisito, donde la dulzura y la feminidad hacen de la mujer un poema psicológico de atrayentes incógnitas”. Sea como fuere, la película, una producción de “Ediciones cinematográficas Cumbre”, de Filalicio Flaquer, no alcanzó el éxito de otras propuestas similares de Delgrás, manteniéndose en el cine en que se estrenó nada más que siete días. Luis Peña, casualmente o no, no volvió a actuar a las órdenes de Delgrás, quien, precisamente, contaba en el film con un papel de cierta relevancia (que no le debió costar demasiado interiorizar) como director cinematográfico. Cuenta “Ni tuyo, ni mío” la historia de Celia (Lina Yegros) y Enrique (Luis Peña), que se conocen en una feria de muestras cuando, justamente, ambos atraviesan un delicado momento económico, pues los dos se encuentran desempleados y, como suele decirse, “sin blanca”. Adquieren a medias un boleto para una rifa y la fortuna les sonríe concediéndoles el premio: la propiedad de un hotel. Unidos por esa posesión, Celia y Enrique inician una relación amistosa que está destinada a consolidarse como una relación sentimental. Celia está atraída por el tentador mundo cinematográfico y sucumbe cuando le ofrecen interpretar un papel en una película. Enrique siente que el mundillo del celuloide apartará a Celia de su lado e irrumpe en el plató cuando está haciendo su prueba. Se desarrolla entre ambos una escena melodramática que impresiona tanto al director (Gonzalo Delgrás), que ofrece a Enrique el papel de protagonista junto a Celia. De este modo, la pareja protagonista queda unida ante las cámaras y también en la vida privada, pues se quedan instalados en el hotel que ganaron en la rifa. Destaca en el reparto de “Ni tuyo, ni mío” la presencia del magnífico Félix Fernández en el papel destacado de “primer actor”, y, en papeles de menor entidad, la de la no menos magnífica Julia Lajos y las de Fernando Porredón, Alberto Vialón, Pilar Guerrero, Ana de Leyva o Josefina Tapias, por citar algunas.
Dos comedias de Juan de Orduña: “Yo no me caso” y “Ella, él y sus millones”
Estrenadas ambas en 1944, las dos películas a las que se refiere el presente epígrafe, presentan como diferencias, fundamentalmente, unas muy distintas dimensiones. Adscritas ambas al género de la comedia, la primera fue una producción de “Faro Films SA” mucho más modesta y de mucho menor metraje que la segunda, una producción CIFESA. El éxito cosechado en taquilla, resultó directamente proporcional a la inversión realizada, y el segundo título obtuvo una recompensa varias veces superior.
Estrenada el 25 de septiembre de 1944, “Yo no me caso” narraba un argumento de Ricardo Mazo convertido en guión técnico por el propio director, Juan de Orduña a quien, dicho sea a título de curiosidad, ayudó en las labores de dirección el también actor habitual en los films de Orduña, Fortunato Bernal, cometido que ya había realizado en “Porque te vi llorar”. Luis Peña corrió a cargo del papel protagonista, el cual tenía características similares al que Cary Grant inmortalizó en el clásico de Frank Capra, “Arsénico por compasión” (1944). En efecto, Alberto Casaseca (Luis Peña) es un famoso novelista que pregona en sus libros una marcada aversión a la institución matrimonial producto de una indisimulada misoginia. El hecho de caer en las redes de una mujer para sucumbir al lazo conyugal resulta impensable e inconveniente para el escritor. Al efecto de escribir con tranquilidad, Alberto vive recluido en una finca aislada. Su último libro, titulado “Yo no me caso” ha avivado la polémica entre el público femenino y ha motivado la decisión de la joven Anita (Marta Santaolalla) de hacer entrar en vereda al ofensivo literato introduciéndose para ello en su propio hogar. Se vale de una estrategia bastante trillada, consistente en simular una avería de su automóvil frente al domicilio de Alberto, en una noche tormentosa, para conseguir que se le conceda hospedaje. Con un hábil uso de sus encantos femeninos, el resto viene rodado y, finalmente, el rebelde varón terminará escribiendo un nuevo volumen de sus obras al que titulará, significativamente “Me caso contigo”, auténtico refrendo del amor que siente por la joven Anita, con la que, tal como reza su nueva producción literaria, termina casándose. Completando el reparto de esta pequeña comedia, grandes nombres, como los del desenvuelto Raúl Cancio, el campanudo Ramón Martorí, el jocoso Manolo Morán, la gentil María Dolores Pradera, o los geniales antonio Riquelme y Félix Fernández. En la parte musical, descubrimos al cuarteto Xey, que interpreta deliciosamente el fox “Somos padres de familia” y el fox-trot “El placer de viajar”.
Con toda justicia, cabe considerar a “Ella, él y sus millones”, la culminación de la vertiente de comedia que inició el director Juan de Orduña con “Deliciosamente tontos” y que le llevó, en rápida sucesión, a filmar otras cuatro comedias más: “Tuvo la culpa Adán”, “Yo no me caso”, “La vida empieza a medianoche” y, por fin, “Ella, él y sus millones”. Probablemente, del conjunto de la producción de Orduña, sea esta la parte más reconocida hoy en día, cuando la acusación que pesó sobre ella durante mucho tiempo, de ser cine “escapista” (como si no fuera esa la postura más sensata dada la lamentable situación en que vivía el público de los cines españoles), ya ha caducado definitivamente. Reconocibles son en este ciclo de films de Orduña las influencias de las comedias procedentes de Hollywood, en su variante “screwball”. Pese a que el propio Orduña explicó en su día que perseguía en su cine lograr el estilo de “alta comedia” de Ernst Lubitsch, es, especialmente, el cine de Gregory La Cava, del que se distingue huella más visible, sobre todo en la excentricidad de los personajes, representantes de una alta sociedad ociosa, insustancial y burbujeante como el champán. Al margen de las intenciones de Orduña (quien declaró, por cierto, en entrevista concedida a Antonio Castro para su libro “El cine español en el banquillo” -Fernando Torres, editor. Valencia, 1974-, que era “Ella, él y sus millones” la película de la que estaba más satisfecho y la que le había procurado el reconocimiento incluso de sus detractores), para el espectador actual “Ella, él y sus millones” es todavía una comedia enormemente divertida, que permite lucirse a un reparto excepcional, delicioso, donde cada tipo está resuelto de manera óptima, y donde si un actor resulta idóneo para un personaje, otro lo es, para el suyo, aún más. Da la impresión de que los guionistas, Manuel Tamayo, Alfredo Echegaray y el propio Juan de Orduña, al adaptar la obra teatral de Honorio Maura y Garnazo “Cuento de hadas”, tuvieron muy presente el reparto del que disponían visto el sensacional resultado. El éxito para esta producción CIFESA no fue ajeno al logro artístico pues, estrenada el 25 de diciembre de 1944 en el cine Rialto madrileño, permaneció proyectándose en su pantalla 28 días, lo que para tratarse de un film español, no estaba nada mal.
Se inicia la acción de “Ella, él y sus millones” (que, por cierto, durante su rodaje llevó el desagradable título de “Mi mujer es un negocio”) a ritmo vertiginoso, tratando de seguir la frenética actividad del adinerado industrial Arturo Salazar (Rafael Durán), quien despacha con su secretario don Antonio (un eléctrico Antonio Riquelme). Sin solución de continuidad, tras un intercambio celérico de cifras, dividendos y cotizaciones, el jefe le encarga a su empleado (en el mismo tono enérgico que emplea para tratar sus negocios) que le procure una mujer casadera, joven y de alta cuna. Rectifica en el acto y se pone en comunicación telefónica con su amigo Carlos, El marqués de Minares (Roberto Rey), a quien le pide que le haga la gestión de conseguirle una esposa que le sirva, por medio del matrimonio, para acceder a algún título nobiliario, pues quiere ingresar en el Gran Mundo. Carlos, al que Salazar ha despertado del pesado sueño que produce una borrachera, tiene sus propios problemas. Su mujer, Ana Maria (Ana María Campoy), muy amiga de hacer escenas y pronta a darse al llanto, sabe, por el mayordomo Dimas (hilarante, Fernando Freyre de Andrade), que el marqués ha regresado al hogar conyugal pasadas las cinco de la mañana, beodo y en compañía de una cabra. Para terminar de redondear el disgusto de la joven marquesa, ese es, precisamente, el día en que deberían estar celebrando el segundo aniversario de su boda. La bronca se desarrolla simultáneamente con la conversación, vía telefónica, entre Carlos y Arturo Salazar, pero, a pesar de ello, el primero consigue enterarse de la gestión que se le propone y decide presentarse en el despacho del segundo para ultimar los detalles. Conocemos entonces al resto de los habitantes de la mansión donde viven los marqueses, que es propiedad de los duques de Hinojares, los padres de Ana María, Adelaida (Guadalupe Muñoz Sampedro), que vive exclusivamente pendiente de sus pajaritos, con el canario “Jacinto”, como favorito, y don Ramón (Pepe Isbert), que pasa las horas ultimando su discurso para la Academia sobre la candente cuestión de si murió o no Don Favila, a manos (o a patas, como puntualiza su secretaría –María Isbert-) de un oso. Siguiendo a la llorosa Ana María en su recorrido por la mansión, conocemos también al tarambana de su hermano Loyola (Raúl Cancio), un “sportman” ligón y cabeza hueca, y a sus dicharacheras hermanas Diana (Josita Hernán) y Noemí (Luchy Soto). Nadie concede la menor importancia a las cuitas de Ana María, jovialmente preocupados por la falta de liquidez. Los hijos del duque están endeudados, por su inconsciencia, y todos le piden dinero (incluido su yerno Carlos), pero él no tiene una gorda. Sigue, inmutable, preparando su discurso con su secretaria, ajeno hasta a las reiteradas llamadas de su esposa. Planteada así la situación en la casa de los Hinojares, llega Joaquín (Luis Peña), un pretendiente de Diana, buen amigo, que le presta dinero y que promete no insistir más en sus pretensiones. Carlos le coge el coche prestado para ir a ver a Salazar. Ya se ve que Joaquín es un buenazo del que todo el mundo aprovecha su amabilidad. Cuando la duquesa consigue atraer a su presencia a su marido, éste le informa de que la situación financiera es desesperada. La llegada de don Luis, el administrador, es anhelada por todos los hijos del duque, pues de su informe depende que su padre les dé el dinero que precisan. El informe del administrador es desastroso. Están arruinados. Pasa la acción al despacho de Arturo Salazar; allí, el magnate le expone al marqués de Minares que precisa urgentemente entrar en la Alta Sociedad. Salazar cumple ese día 35 años y le ofrece a Minares 300.000 pesetas a cambio de que le proporcione una esposa con título nobiliario, para lo que dispone de una semana de plazo. Ana María, que ha seguido a Minares, le ve yendo con una larguísima sucesión de mujeres casaderas, lo que le hace redoblar sus celos. Se forma entonces un consejo de familia a la que no asisten los marqueses. El duque trata de informar de la negra situación financiera, pero sus hijos no le dejan seguir, ya saben que están arruinados. Se lo toman con muy buen humor. Diana habla de que puede aparecer un “príncipe encantador”, como en los cuentos de hadas, y Loyola alude a su último ligue al referirse a una “hada norteamericana”, que también podría intervenir. Como calculan que les queda dinero para un mes, los hijos le aseguran a su padre que en ese plazo encontrarán una solución. A la mañana siguiente, Ana María y Carlos hablan de que es imperativo que culmine con éxito la gestión de Arturo Salazar. Se han explicado y Ana María se presta a ayudar a Carlos. Pronto sus hermanas están enteradas también y abren un ojo así de gordo cuando saben que Salazar dotará a la novia con cinco millones y otros tres para la familia. Consiguen que suba la dote hasta los diez millones. Diana y Noemí se autopromocionan. En un diálogo rapidísimo con Carlos se informan de todos los detalles. Esa noche invitan a cenar a Arturo Salazar a una cena de gala con baile. Salazar, en el trayecto en coche se informa por Carlos de los títulos que ostentan las dos jóvenes, Condesa de Valrrubio una (Diana) y Vizcondesa de Pando, la otra (Noemí). Los pájaros de la duquesa se han escapado y está la servidumbre cazándolos con cazamariposas (Ramón Giner) . Salazar baila primero con Noemí, pero no se entienden ni se caen bien. Luego Salazar se entrevista en la biblioteca con Diana. Mientras, Joaquín, que ha sido plantado primero por Diana y luego por Noemí, ha sido secuestrado por el duque, que le lleva a ver un tren eléctrico que le ha regalado Loyola por su santo. La conversación entre Diana y Salazar es muy franca y esclarecedora. Su diálogo, en cierto modo, recuerda el constante debate igualmente planteado en “Vidas cruzadas” entre el hombre de negocios que ha hecho fortuna con su esfuerzo y la mujer perteneciente a la nobleza que, por circunstancias, se halla en la ruina más cochambrosa. Diana y Salazar acuerdan que el matrimonio, al ser estrictamente por interés, no comprometerá a nada a Diana, que vende su título, pero no su persona. Convienen asimismo dejar al margen a los duques de su acuerdo financiero y comunicar su próximo enlace como si no hubiera intervenido en él el vil metal.Enterados los duques, la pareja de novios fija en un mes el plazo para celebrar la boda. La acción da un salto temporal hasta la noche de bodas, en la que el reciente matrimonio de condes duermen en habitaciones separadas. Interviene por primera vez el mayordomo de Arturo Salazar, Lucas (Juan Calvo), que le sirve de interlocutor a su amo para que nos ponga al corriente de sus impresiones sobre lo que está pasando en su vida. Así nos enteramos de que tiene muy buen concepto de su recién adquirida esposa, y hasta pronuncia, a modo de explicación de su conducta, la frase que constituía el título provisional del film: “Mi mujer es un negocio”. Por su parte, Diana, en la soledad de su habitación, se propone conquistar a su marido. Para simplificar la tarea, recurre a Joaquín, a quien le pide el favor de que viaje con ella y Salazar en su luna de miel. Al día siguiente, los tres se encuentran en el tren. Desde el momento en que Joaquín irrumpe en escena, se suceden las incomodidades, como si fuera un desencadenante de pequeñas desgracias. Nada más aparecer, le cae encima a un señor gordo (Manuel Requena), por causa del traqueteo del tren. A Arturo (que también cae sobre el pasajero orondo) le entra una mota de carbonilla en un ojo, y con el vaivén de la marcha, los intentos de sacársela le dejan la vista hecha cisco. Ya en la localidad de montaña, donde Salazar se propone practicar el alpinismo y disfrutar de la paz propia de las alturas, las cosas se van complicando aún más. Joaquín, que se ha presentado mal equipado, pues no tenía ni idea de cual era el destino del viaje, se retuerce de frío, mientras que Arturo y Diana se disponen a emprender una excursión que incluye la escalada del cerro de las Siete Águilas. Pero antes de que puedan salir del hotel, una llamada de don Antonio, retiene a Salazar en su habitación. Es preciso que presida telefónicamente un consejo de administración urgente de su compañía naviera. A voz en cuello, Salazar intenta resolver los problemas que se han desencadenado en su ausencia. Bastante alterado por la situación, consiente además que Diana y Joaquín, hagan la excursión prevista, usurpando el segundo su lugar y haciéndolo, encima, con su propia indumentaria y equipo de montañero. Al no soportarlo, aquejado de un mal reprimido ataque de celos, Salazar suspende el consejo de administración y parte en dirección al Cerro de las Siete Águilas impulsivamente y sin el equipo adecuado, acompañado por un guía (Xan das Bolas) que no da crédito al proceder del magnate. Pero Diana sólo le ha tendido una trampa y ella y Joaquín no han salido del hotel. Como consecuencia de la jugarreta, Salazar se pasa 9 horas y media berreando a pleno pulmón el nombre de Diana, en medio de una ventisca a 3000 metros de altura, tras penosa ascensión. Cuando regresa al refugio y es recibido por su esposa y por el “adherido” Joaquín Peña-García, no goza de su mejor humor. Esa noche hace un intento de acercarse amistosamente a su mujer, pero ésta le rechaza repitiéndole una frase que él empleó antes, en su primera conversación: “Perdóneme, pero eso que usted llama vida sentimental, no me interesa lo más mínimo”. Salazar, molesto, impone que deben marcharse de aquel lugar urgentemente y poner rumbo a la siguiente escala de su viaje: África. Diana avisa al momento a su cómplice y Joaquín sigue los pasos de la pareja rumbo al continente negro. La acción pasa entonces a un night-club de una ciudad costera del norte de África. En la terraza del local, Salazar se muestra muy satisfecho junto a su esposa, que parece nerviosa. Entonces aparece nuevamente Joaquín, y la confianza de Salazar se resquebraja, mientras que Diana se pone muy contenta. Baila con el recién llegado y los celos irrefrenables de Arturo le empujan a salir a un mirador a despejarse. Diana va en su busca para recoger la cosecha de los celos que ha sembrado. Tras un breve diálogo en el que el multimillonario abre su corazón, Salazar besa repentinamente a Diana (¡en la mejilla!), a lo que ésta responde con un bofetón y un recordatorio de los términos de su acuerdo matrimonial. El magnate queda compungido y confuso, momento en el que se presenta Joaquín para terminar de hacerle estallar. Al preguntarle Joaquín por lo sucedido con su esposa, Salazar, con sus explicaciones, aprovecha para, uniendo la acción a la palabra, sacudir al molesto amigo de su mujer, enviándole al fondo de un estanque con surtidor. Pide disculpas de inmediato, alegando estar muy nervioso por el disgusto que ha tenido con su mujer, y exige a Diana, a renglón seguido, regresar a Madrid al día siguiente. Esta vez Joaquín no se apunta y afirma que se quedará allí unos días, descansando. Diana le felicita porque ha conseguido lo que perseguía. Ya de vuelta en la capital de España, Salazar anuncia a su esposa que renuncia a ingresar en el gran mundo y que no se plantea más que permanecer encerrado en su oficina, trabajando. Como Diana le reta, acusándole de falta de tesón, Salazar le replica que él es un luchador y que si se lo propusiera, triunfaría también en el propósito de establecerse entre la nobleza, lo que ocurre es que tal cosa ha perdido interés para él. Pasan las horas y Diana va a la oficina de Arturo a exigirle que vaya a ver a sus padres, que le esperan a su regreso de la luna de miel. Como el hombre de negocios se niega en redondo, la pareja regaña, convienen que el matrimonio ha sido un fracaso, y se plantean separarse. Salazar, como primera providencia, parte para Bilbao, por una semana, por asuntos de negocios, y asegura que, al término de ese plazo, continuará de viaje, visitando sus factorías por toda España. Diana acude entonces a su familia, reúne a sus hermanos y a su cuñado Carlos y les hace partícipes de su éxito. Ha logrado que el antes frío y calculador Arturo Salazar esté perdidamente enamorado de ella. Sólo le falta darle el golpe de gracia, para lo que recaba la colaboración de sus parientes. Al regreso de Bilbao, Arturo se va a encontrar con una gran fiesta en su casa (ofrecida por Joaquín Peña-García, marqués de Valdehermoso) que lo presentará en sociedad como el flamante conde de Valrrubio. Llega la noche fijada (la del 29 de agosto de 1944, por más señas) y, tras asistir a los preparativos y a la gran expectación, cuando Arturo Salazar llega a su fiesta hecho un basilisco, pretende tener una explicación definitiva y a solas con Joaquín, pero Diana se interpone y se presenta ella en lugar de su amigo. El matrimonio discute, la actitud cerril del hombre se hace inaceptable para la mujer, que parece decidida a poner fin a su relación. Pero entonces Arturo se humilla definitivamente y Diana se enternece y no sólo acepta su amor, sino que le explica todos sus manejos para ponerle celoso. El final feliz se impone. Todo el mundo es dichoso: los duques están contentos, Loyola ha ganado una copa en un torneo deportivo, Noemí y Joaquín –que se ha ganado la amistad de Arturo- parece que van a entenderse, los mayordomos Dimas y Lucas hacen bonísimas migas... Y hasta, por último, se produce la insinuación de la tan postergada consumación del matrimonio de Diana y Arturo, para la consecución de lo cual no ha faltado un último empujón propiciado por el hallazgo por parte de ambos de un durmiente Carlos acompañado de una cabra llamada Josefina (que había llegado ya completamente borracho a la fiesta y en tan rumiante sociedad) en la habitación de Arturo.
La labor de Luis Peña en “Ella, él y sus millones”, como la del resto del reparto, digamos, joven, está recorrida por un juguetón espíritu jovial y sandunguero que les hace reír, sonreír y saludarse efusivamente, agitando los brazos (un recurso que se repite, que hace “entrar” en escena a los recién llegados, antes de que ingresen en el plano). Su personaje, ese Joaquín Peña-García, es un segundo galán que ocupa un lugar similar al del personaje de David Niven en, por ejemplo, “La octava mujer de Barba Azul” ( Ernst Lubitsch, 1938). Luis Peña lo interpreta relajadamente, con simpatía, y es especialmente remarcable la química que destila en compañía de Luchy Soto, que parece revelar la inmejorable sintonía en que vivía la pareja (por aquel entonces en pleno noviazgo). Una pieza más en la bien orquestada comunidad del reparto (una labor en la que a Juan de Orduña le auxilió un joven brillante destinado a grandes logros, Francisco Rovira Beleta) , Luis Peña corroboró por tercera vez el acierto del director al darle su confianza. Sin embargo, en parte debido a que restringió mucho su actividad cinematográfica primando la teatral, y en parte debido al giro temático que se disponía a dar Juan de Orduña a su obra, “Ella, él y sus millones” fue el último film en el que actuó a sus órdenes.
BAMBÚ
Pese a llevar más de una treintena de monografías dedicadas a actores españoles, en este weblog había comparecido escasamente Imperio Argentina, una de las estrellas más internacionales y populares que ha dado nuestra cinematografía. Nos referimos a su estelar figura en la entrada dedicada a Manuel Díaz González, por su protagonismo en “La copla de la Dolores” (Benito Perojo, 1947), y hasta el momento presente, este burgomaestre no alcanza a recordar haber tenido otra oportunidad de destacar la gracia y el encanto de la recodada protagonista de “Morena Clara” y de “Nobleza baturra”.El caso es que, poco antes de rodar su película con nuestro protagonista de hoy, Luis Peña, Imperio Argentina sufrió las consecuencias de vivir en un estado represivo, en un régimen totalitario cuya sociedad vivía sometida a estrecha y feroz vigilancia policial. Por increíble que pueda parecer, Imperio Argentina fue detenida en su casa de Madrid en abril de 1943 por la Guardia Civil, y obligada a pasar una noche en las dependencias de la DGS, sin asistencia de ninguna clase. Según relata la propia actriz y cantante en su libro de memorias “Imperio Argentina. Malena Clara” (Temas de hoy. Col. Memorias, octubre 2001), la Guardia Civil se presentó en su domicilio para practicar la detención de un joven sobrino de un empleado suyo, un jardinero llamado Pizarro, que solía acudir a la residencia de Imperio para ayudar a su tío, sobre el que pesaba la acusación de ser un “rojo republicano”. No hallándose en la casa el muchacho, el registro practicado por la benemérita reveló la existencia de un arma de fuego, una pistola, oculta en la carbonera, supuestamente perteneciente al sospechoso. Tal hallazgo, y en calidad de responsable, por ser la propietaria de la casa, dio con los huesos de la diva en algún lóbrego despacho de la tenebrosa DGS. Estar entonces embarazada de ocho meses, de una de sus hijas, no le sirvió a Imperio Argentina para que tuvieran con ella más atención que la de no torturarla ni cortarle el pelo, pero ni siquiera sirvió de excusa para que le ofrecieran asiento. Asustada y agotada, Imperio Argentina trató de hacer valer su nacionalidad extranjera para reclamar la presencia del embajador argentino, pero no le hicieron el menor caso. Tampoco le fue permitido hablar con su abogado. La llamada a un amigo suyo, el teniente coronel Fernando Fuertes de Villavicencio, de la Casa Civil de Franco,no le reportó ningún auxilio. Finalmente, la intercesión de Isabel Garcés y de su pareja, el influyente Arturo Serrano, alertados por un atemorizado Joaquín Goyanes, obraron el prodigio de devolverle la libertad a la “peligrosa” artista. Un mes más tarde, nacía su hija Alejandra, y su crianza impedía que Imperio Argentina obedeciera a su primer impulso tras su detención, abandonar España.
Estrenada en el cine Rex de Madrid el 15 de octubre de 1945, “Bambú” fue una superproducción de Cesáreo González, dirigida por José Luis Sáenz de Heredia y protagonizada por Imperio Argentina, que nació de un argumento original de la pareja de la citada estrella, Joaquín Goyanes, quien, por motivos familiares, tenía un especial interés por la época y el ambiente elegido, la Cuba de los últimos años del colonialismo español. Con un rudimentario esbozo de guión y bastante documentación gráfica para la escenografía, la pareja formada por Magdalena Nile del Río (Imperio Argentina) y Joaquín Goyanes, propusieron a Ernesto Haffter (amigo y admirador de la primera) que escribiera la música del film, encargo que éste aceptó presuroso y encantado. El proyecto, que habría de ser el regreso de la popular cantante a la pantalla tras tres años de ausencia, pasó a manos de Cesáreo González, quien confió a José Luis Sáenz de Heredia la dirección. Éste, a quien Imperio Argentina conocía de los tiempos en los que su entonces marido, Florián Rey, lo tuvo como ayudante de dirección atendiendo al sobrenombre de “Peloto”, no se sintió en ningún momento cómodo con la historia ni con la estrella del film. Trató de zafarse y colocarle “el marrón” a Antonio Román, pero éste no pudo atender a este requerimiento, igualmente poco entusiasmado. Entonces, Cesáreo González recuperó de manos de Román el “paquete” y utilizó la influencia de Serafín Ballesteros, futuro distribuidor del film y amigo de Sáenz de Heredia, para que convenciera a este director de que se rindiera y que aceptara rodar “Bambú”. Había que dar forma, previamente, al escueto guión de Joaquín Goyanes, para lo que Sáenz de Heredia quiso contar con la colaboración de Miguel Mihura, pero fue, en cambio, Adolfo Torrado, quien puso algo de gracia al libreto que el propio director había elaborado siguiendo el argumento del promotor del film. Y hay que decir ya que, pese a sus muchos defectos, “Bambú” contiene algunas facetas interesantes o, al menos, que procuran alguna diversión. La más destacada de ellas es sin duda su magnífico reparto, en el que destacan Fernando Fernán-Gómez y nuestro protagonista, Luis Peña, a los que secundan estupendamente, Fernando Fernández de Córdoba, José María Lado, Nicolás Díaz Perchicot, la altiva Mary Lamarr, una jovencísima (y apetitosa) Sarita Montiel, un incidental Manuel Arbó y una casi figurante Nati Mistral. La película no obtuvo el éxito que su ambiciosa producción requería y, menospreciada por el público, tampoco mantuvo en la memoria de sus principales artífices, el destello de un buen recuerdo. Tanto José Luis Sáenz de Heredia, como Imperio Argentina, le guardaron a “Bambú” muy escaso aprecio.
La acción de “Bambú” se inicia con los preámbulos de lo que ha de ser un momento decisivo del joven compositor Alejandro Arellano (Luis Peña), el estreno de su primera ópera, los cuales comparte con su enamorada, una joven de buena familia (Mary Lamar, en un rol muy similar al que ya le correspondió en “El destino se disculpa”, film anterior de José Luis Sáenz de Heredia, donde también daba vida a una joven de elevada posición, interesada y materialista, que obnubilaba primero al héroe –Rafael Durán en aquella ocasión-, para hundirle a continuación en pago a su fracaso). Seguidamente, asistimos al escandaloso estreno, resuelto con un pateo monumental. Alejandro, desgreñado y descompuesto, comprueba que su amada ha abandonado su lugar en el palco, dejándolo solo para degustar el sabor ácimo del fracaso. Solitario, decepcionado y desesperado, Alejandro es sorprendido por el viejo portero del teatro (Nicolás Díaz Perchicot), quien tiene sus propios problemas: su único hijo, que acaba de completar la carrera de Derecho, ha sido reclutado para ir a la guerra de Cuba. Alejandro se postula como sustituto del hijo del portero, logrando así interponer un océano entre él y su doble fracaso artístico y sentimental y, al mismo tiempo, tender una mano alempleado del teatro, quien le da muestra de sincero agradecimiento. Se traslada entonces la acción a la isla caribeña, donde el tiempo pasa rápidamente. Cuando lleva allí dos años, y ha alcanzado el grado de cabo, a Alejandro se le presenta un pintoresco amigo, que se llama Antonio (Fernando Fernán-Gómez) y tiene la costumbre de tomar decisiones sobre su vida lanzando una moneda al aire. Así, por ejemplo, Antonio, que lleva un mes y medio en la isla y es soldado, decide hacerse amigo de Alejandro. Ambos frecuentan el “Paipay”, el tugurio de don Alejandro (Fernando Fernández de Córdoba), un antro en el que se bebe y donde hayactuaciones musicales más o menos profesionales. Un buen día, Alejandro oye una deliciosa voz femenina que canta en la calle, Antonio, que va junto a él, ve a la poseedora de la voz, una vendedora de fruta llamada Bambú (Imperio Argentina). Antonio lanza una moneda al aire para decidir si será él o su amigo quien conquiste a la guapa moza. Gana él y ya se dispone al abordaje cuando se produce un incidente de tránsito con el carruaje de la hija del gobernador, la rozagante Yoyita (Sarita Montiel). La malcriada joven ordena a un sargento (Manuel Arbó) que anda por allí que Alejandro y Antonio sean detenidos por insolentarse con ella. Los dos amigos consiguen librarse momentáneamente y luego, para evitar males ulteriores, Alejandro, ante el asombro de su compañero, le sugiere ir a ver al gobernador a su casa. Resulta que Alejandro conoce a la mujer del gobernador, la despistadísima doña Matilde (Julia Lajos, en una de sus características interpretaciones) pues sus familias tienen una vieja amistad y hasta doña Matilde le tuvo en sus brazos cuando era un bebé. Alejandro y Antonio son presentados a don Jerónimo (Alberto Romea), el amable gobernador y cuando Yoyita llega a casa hasta es reprendida por su padre por haberse atrevido a mandar detener a dos soldados, sin tener facultad para ello. Alejandro maneja bien la situación y se ofrece a dar clases de equitación a la joven, al tiempo que tanto él como Antonio son invitados a la inminente fiesta de cumpleaños de la muchacha. En la cuchipanda, mientras Alejandro galantea a Yoyita y baila con ella, don Jerónimo le “coloca” a Antonio un hispanista llamado don Cleto (el siempre magistral Félix Fernández) que recoge voces y giros andaluces, ya que Antonio es de Málaga, precisamente el lugar del que todavía don Cleto no ha recogido sus peculiaridades fonéticas. Se produce entre ambos un diálogo muy cómico, sobre la manera en que en Málaga se dicen palabras como “boquerones” y “patos”. Ante la desesperación de Antonio, que pensaba divertirse en la fiesta, don Cleto, totalmente abstraído en su afán lingüístico, ni siquiera advierte que le están insultando cuando Antonio le dice que en su tierra a alguien como él le llamarían “un plomo”. En el transcurso del festejo, un grupo de pobres se acerca a los muros del palacio del gobernador. Cantan y bailan, en torno a Bambú, que es la estrella de la comparsa, y, finalmente, reciben la dádiva de los invitados a la fiesta y de la propia doña Matilde.Alejandro deja plantada a Yoyita y se acerca, fascinado, a Bambú. Entabla con ella un diálogo amoroso y le entrega una moneda de plata que Bambú guarda celosamente en recóndito lugar de su persona. Aparece Antonio y se suma al cortejo. Más tarde, acompañamos a Bambú de vuelta a su casa, allí constatamos que su padre (un irreconocible José María Lado, muy caracterizado) es un déspota fenomenal, que la maltrata y que hasta le arrebata la moneda que Alejandro le había dado, pese a que ella había tratado de hurtarla a su fiscalización. Bambú llora su desgracia.
A la mañana siguiente, Alejandro se topa en casa del gobernador, a donde ha ido para dar a Yoyita sus primeras lecciones de equitación, con un piano, el cual se dedica a aporrear, inspirado por su nuevo amor hacia Bambú, tras dos años de no tocar tal instrumento. Mientras, el padre de Bambú, tal como le había anunciado antes, lleva a su hija al “Paipay” para ofrecérsela a don Arturo a cambio de un sustancioso contrato. La joven ve en el empresario aviesas intenciones y se resiste firmemente a la transacción, poniendo pies en polvorosa. Es alcanzada en el salón del garito por su padre, pero Antonio, que está providencialmente allí, sale en su defensa. Se produce una pelea multitudinaria de salón en la que no falta ni el pianista que se refugia debajo de su instrumento. Antonio sale del lance con un ojo negro, pero consigue llevarse a la chica a su alojamiento. Allí, Alejandro reacciona desabridamente cuando sorprende a la pareja. Aduce que no les está permitido llevar mujeres a sus habitaciones, que la patrona, doña Asunción, les denunciará y que eso les costará un arresto. Ante las suspicacias de la patrona, que monta guardia en el exterior, Bambú tiene que pasar la noche con los dos amigos, pero para el día sigiuente, Alejandro tiene dispuesto un lugar distante y recoleto donde ocultar a la chica, en “El Carmen”, un “ingenio” (una finca dedicada al cultivo de la caña de azúcar) de un amigo suyo. Pasa el tiempo, Bambú permanece a salvo en el cañamelar mientras que su padre maldice su suerte. Sin su hija, el viejo malvado no vende ni un kiwi. Mientras, don Arturo maquina conspiraciones con su compinche el norteamericano Jim (Santiago Rivero) para armar a la población indígena contra el ejército español. Al mismo tiempo, trata de localizar a Bambú, por su propio interés y porque entregándosela a su desesperado padre, éste le ha prometido lealtad absoluta. Como pretende utilizarlo para sus fines, don Arturo redobla esfuerzos. Por su parte, Antonio le confía a Alejandro que está determinado a casarse con Bambú, lo que hace que su amigo se deprima y calle su amor por la joven. Tan fuerte le da el bajón a Alejandro, que Antonio lo recoge en una carta que escribe a Bambú y ésta, imprudente, va a ver al músico, al que encuentra componiendo, por primera vez, desde su lejano fracaso en España. Tras este reencuentro, Antonio y Alejandro son movilizados. Paralelamente, don Arturo recibe un “soplo” y localiza a Bambú. Cuando llega al “ingenio”, sorprende una conversación de la chica con Alejandro, que le explica de pe a pa los planes del despliegue de las tropas españolas, conociendo así, los movimientos del destacamento del comandante Letona (José Prada), al que están destinados Alejandro y Antonio. Como ya conoce el paradero de Bambú, don Arturo se apresura a cobrarse la lealtad prometida de su padre, al que exige que se ponga al mando de doscientos jinetes los cuales lanzará contra las fuerzas españolas. Preparada la emboscada, don Arturo va a ver a Bambú, a la que asegura que trata de salvarla de la terrible matanza que se avecina. Pero la joven es más lista que el hambre y en un parpadeo descubre la falsedad del taimado don Arturo, y proclama que es él el traidor y el culpable de la emboscada que se prepara. Don Arturo forcejea con ella, y Bambú le sacude un empujón que lo manda al fondo del mar (matarile), despeñándolo por un acantilado. Acto seguido, dotada de una heroicidad insospechada, Bambú corre a avisar a las tropas españolas, llegando, tras larga jornada, exhausta, a presencia del oficial Letona. Cuando el comandante y su lugarteniente están pensando si dar crédito o no al aviso, empiezan los tiros. Alejandro, que está de descubierta con una patrulla será de los primeros en ser atacados. Bambú encuentra en el campamento a Antonio, al que pone al corriente de lo que ocurre y éste se pone inmediatamente en marcha para advertir a Alejandro. Bambú no se queda quieta y va también en pos de su amado. Cuando los dos enamorados, están a punto de reunirse, a Alejandro le abate un disparo, Bambú se acerca hacia él y también es alcanzada por un tiro. Entonces, agonizantes, los dos unen sus manos en un último esfuerzo. Antes de expirar, Alejandro tiene una ensoñación en la que Bambú (que no ha dejado de cantar en ninguna de las ocasiones en que ha aparecido, y que no iba a dejar de hacerlo ahora tan sólo por el insignificante detalle de estar difunta ) interpreta su música en un gran espectáculo delirante.
“Bambú” supuso una oportunidad importante para Luis Peña. Pocas veces ha dispuesto de un protagonismo tan acusado como en el film de José Luis Sáenz de Heredia, si bien que, naturalmente, estaba supeditado a la grandeza de la estrella protagonista, y, a la vez, se hallaba muy complementado por el personaje de Fernando Fernán-Gómez, que, por cierto, recordaba al que el mismo actor había interpretado en la película inmediatamente anterior (ya citada al referirnos a una situación análoga en el caso de Mary Lamar) de Sáenz de Heredia, “El destino se disculpa”, en la que pechaba, igualmente, con el rol del “amigo del héroe”. Asimismo, ese “Antonio”, preludiaba claramente el “Enrique” de “Botón de ancla”, que se estrenaría en 1947, dirigida por Ramón Torrado según un guión en el que, casualmente, volvemos a encontrar a su hermano, Adolfo Torrado. Pues bien, con el espacio que le dejaba la cantarina Imperio Argentina y el simpático y algo estrambótico y candoroso Fernán-Gómez, Luis Peña logra hacer una excelente labor con su amargo “Alejandro Arellano”, uno de esos héroes suyos maltratados por el destino, que tan bien sabía encarnar. Dominante y casi paternal con la pollita Yoyita, hechizado por Bambú, Alejandro tiene su momento de máximo sufrimiento al principio del film, cuando dirige a una orquesta hacia el precipicio del estrepitoso fracaso. Es entonces cuando Luis Peña más y mejor conecta con el público del film, transmitiéndole el dramatismo del momento, el furor de la impotencia ante el hado adverso, y el intento de rebelarse contra el abucheo del otro público, el ficticio. En papeles anecdóticos habíamos olvidado señalar a Francisco Arenzana, que unos años después, se reencontrará, ya en plano de igualdad, con Luis Peña, en “Surcos”, haciendo un fugaz rol como uno de los rebeldes armados. Digamos, por último, a modo de conclusión, que “Bambú” no constituyó en su momento un éxito y que, además, no ha envejecido bien. Las partes más dramáticas no se sostienen y las canciones (originales de Joaquín Goyanes) resultan hoy ridículas (en su día, en cambio, la partitura de “Bambú”, obra del maestro Ernesto Halffter mereció el premio del Círculo de Escritores Cinematográficos). Lo que no ha envejecido y resulta todavía fresco y disfrutable es la parcela cómica del film, tres o cuatro pinceladas fenomenalmente servidas por Fernán-Gómez, Julia Lajos, Alberto Romea y Félix Fernández, amén de la deleitosa presencia de Sarita Montiel, a la que (¡válgame Belcebú!) dan ganas de pellizcarle.
Boda, chantaje, y santa reina
El 8 de julio de 1946, en la basílica de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, según testimonió con su caricatura, publicada unos días más tarde en las páginas del diario ABC, el dibujante y actor, Fernando Fresno (padre de Maruchi Fresno), contrajeron matrimonio Luchy Soto y Luis Peña, en las mismas fechas en que el novio se encontraba rodando “Reina Santa” (filme dirigido por Rafael Gil que se estrenó al año siguiente y en el que, precisamente, actuaban tanto don Fernando como su hija Maruchi quien corría a cargo del papel protagonista). Fue el enlace de Luchy Soto y Luis Peña un acto multitudinario, al que acudieron muchos curiosos atraídos por la popularidad de los contrayentes. Fue asimismo una ceremonia llena de actores y actrices, pues hicieron el papel de padrinos de la boda Manuel Soto (el padre de la novia) y Pastora Peña (hermana del novio), como sabemos, ambos profesionales de la interpretación, mientras que en el rol de testigos, firmaron el acta don Ramón Artigas y don Constantino Baquer, de parte de la novia, y, de parte del novio, el torero Pepe Bienvenida y el padre del flamante marido, don Luis Peña Sánchez. Fuera efecto directo o indirecto del cambio de estado, o fuera, a la postre, mera casualidad, el hecho cierto es que el matrimonio conllevó una drástica reducción de las actuaciones de Luis Peña en el cine y aún en mayor medida, en el caso de Luchy Soto.
Situado cronológicamente su estreno entre la boda de Luis Peña y el respectivo estreno de “Reina Santa”, “Chantaje” fue el segundo largometraje que presentó al público el director Antonio de Obregón. En el anterior, “Tarjeta de visita” (1944), tenía un papel Luis Peña Sánchez, y en el que se proyectó por vez primera en al pantalla del cine Palacio de la Prensa el 26 de septiembre de 1946, era Luis Peña Illescas quien corría a cargo de un papel destacado, el del comisario Ferrándiz, en este film de intriga. Antonio de Obregón Chorot (Madrid, 1910 – 1985) procedía del campo literario. Novelista, articulista, poeta, colaborador de revistas cinematográficas y literarias, accedió, tras pendular políticamente hasta el falangismo, a la secretaría general del Departamento de Cinematografía en 1938, nombrado por Serrano Suñer. Apasionado teórico del cine, su labor como director no alcanzó la relevancia que habría apetecido, refugiándose en la crítica cinematográficacuando abandonó la realización (en el diario ABC, donde había cosechado, precisamente, sus reseñas más benévolentes).
Contiene “Chantaje” elementos de interés, aspectos innovadores muy probablemente debidos a la influencia del guionista ucraniano Eugene Deslaw. En lo que toca a Luis Peña, supuso una primera colaboración con Antonio de Obregón, a la que sucedería una segunda en la ulterior “La esfinge maragata” (1948). Con protagonismo para Mary Delgado y para un Alfredo Mayo que iba modificando su primigenia imagen heroica en una madurez de mayor ambigüedad moral (en una línea que se prolongaría en “Séptima página” (Ladislao Vajda, 1950) y en “Alta costura” (Luis Marquina, 1954). La acción del film de Antonio Obregón se inicia con el comisario Ferrándiz (Luis Peña) que encuentra un cuerpo sin vida de un hombre con signos evidentes de haber sido asesinado. Se trata de Carlos Vidal (Alfredo Mayo), en cuyos bolsillos el comisario encuentra una fotografía de una mujer. De manera casual, al llevar a su hija a ser intervenida por el doctor Linares (Luis García Ortega, por cierto, el argumentista y guionista de “¡Harka!”) al día siguiente, el comisario se topa con que la mujer del doctor es la misma que vio en la fotografía que encontró en poder del fallecido. Interroga a la mujer, que se llama Luisa (Mary Delgado) y ésta inicia una narración que da lugar a un largo flash-back en el que nos trasladamos al el tiempo en que era estudiante universitaria en Madrid. Entonces fue cuando conoció al “pinta” de Vidal, que logró conquistarla con sus suaves maneras y artes de seducción ocultando su condición de vividor y estafador. Comprometida por Carlos Vidal, pronto éste reúne una serie de pruebas con las que poder practicar el lucrativo ejercicio del chantaje sobre la pobre Luisa. Transcurrido un tiempo y aparentemente libre de Vidal, Luisa ha contraído matrimonio con el doctor Linares, pero ese es el momento más oportuno para que el malvado chantajista reaparezca y haga valer con más poder que nunca sus armas. Exprimida económicamente y moralmente, Luisa, tratando de librarse del yugo que la somete y de rescatar a un tiempo la felicidad de su matrimonio, dispara contra Vidal en uno de sus encuentros, para matarlo. La confesión de Luisa no contenta a Ferrándiz, a quien su instinto de sabueso le hace continuar sus investigaciones hasta que da con el verdadero culpable, un fotógrafo miembro de la banda de Vidal, que es el auténtico autor del tiro mortal. En “Chantaje” se encuentran presencias tan gratas como las de los rollizos Julia Lajos (en un rol de cupletista) y Manuel Requena, del magro Rufino Inglés, del inquietante Alfonso Candel (como el loco Lázaro), del estrafalario Manuel Kayser (en un papel de doctor) y del dibujante y actor Fernando Fresno.
El rodaje de “Reina Santa” se prolongó durante un periodo de tiempo de inusitada extensión. Desde mayo hasta septiembre de 1946, Rafael Gil, que resultaría galardonado por su labor con el premio del Círculo de Escritores Cinematográficos, dirigió la biografía de la reina de Portugal, Isabel de Aragón (1271-1336), que llegó a ser reina del país vecino por su matrimonio con el rey luso, Don Dionís. Antecedente claro y precursora, en muchos aspectos, de la más famosa y popular “Locura de amor” (Juan de Orduña, 1948), que se estrenaría un año y medio después, “Reina Santa” había de haber sido protagonizada por la estrella hollywoodiense Madeleine Carroll, quien incluso llegó a hacer las pertinentes pruebas de vestuario y maquillaje en Madrid, en los estudios Sevilla Films bajo la supervisión del director de fotografía Alfredo Fraile, pero una inoportuna enfermedad que le obligó a guardar una temporada de reposo, la apartó del proyecto hispano-luso. Declarada de “Interés Nacional”, la cinta de Rafael Gil no se resintió en absoluto del cambio de protagonista, sino que bien al contrario, la exquisita personalidad de Maruchi Fresno dotó al personaje del arrebatado y sensible misticismo que requería, haciendo absolutamente creíble su abnegada resignación. Aunque este burgomaestre ha encontrado que la película aparece distinguida, según las fuentes consultadas, bien con el primer premio de cinematografía del Sindicato del Espectáculo del año 1947, dotado con 400.000 pesetas, bien con el segundo, dotado con 250.000, o bien con el tercero, esta vez sin especificar la dotación económica, cotejando toda la información, se atreve a confirmar la tercera categoría, ya que el primer premio de aquel año se lo adjudicó otro film de Rafael Gil, “La Fe”, estrenado unos meses más taree. Sea como fuere, dejando premios al margen, “Reina Santa” relataba la desasosegada vida de Isabel de Aragón (Maruchi Fresno), que había de soportar cómo su casquivano marido, el rey Dionís de Portugal se la pegaba con toda moza rozagante que se ponía a su alcance. Lejos de, como decía ella, “aumentar su pecado con el mío, incurriendo en la ira”, doña Isabel se llenaba el castillo de hijos bastardos del rey, con santa resignación, para incomodidad de quienes la querían ver, como su dama de compañía, doña Betaza (Milagros Leal) o de su confesor, fray Pedro (Juan Espantaleón, en un papel muy similar al que desempeñará en “Locura de amor”, donde, esta vez sin vestir hábito, como almirante de Castilla permanecerá cerca de su majestad, la reina engañada, doña Juana). Entregada por su padre, el rey de Aragón, Pedro III (Fernando Fernández de Córdoba) a un matrimonio político de conveniencia, Isabel asume con sobrehumana abnegación los desmanes de su cónyuge, quien, sin reparar en diferencias sociales, se liga, por ejemplo, a la plebeya pero muy apetecible Blanca (Mery Martín, en un papel que cumple en buena parte la misma función que el que desempeñó Sara Montiel en “Locura de amor”), auxiliado en sus adúlteras experiencias por su paje, Álvaro (el portugués Barreto Pollera). La rivalidad entre éste último y el homónimo de la reina Isabel, el paje Nuño de Lara (Luis Peña, en un papel muy similar al que le tocará representar a Jorge Mistral en “Locura de amor”), desembocará en algunos episodios violentos entre ambos, llegando incluso a un enfrentamiento a muerte en el mismo palacio real, cuando Nuño, “a fe de aragonés”, tiene que cortar de raíz las insinuaciones de Álvaro a propósito de la virtud de la reina y de su inclinación hacia su paje. El duelo se interrumpe con la llegada de la servidumbre real cuando el aragonés tenía al portugués a su merced. Rencoroso, Álvaro tiende una complicada celada a Nuño en la que, torpemente caerá él mismo, muriendo horriblemente a manos de un grupo de toscos sicarios liderados por Barredo (Félix Fernández, que luce una peluca sencillamente atroz), que, tras herirlo de consideración, lo arrojan aún vivo y entre horrísonos gritos, a un horno. Pasa el tiempo y como suele decirse, para Isabel y Dionís, los problemas crecen. La cohabitación de los hijos bastardos del rey con el legítimo, el infante Alfonso (Fernando Rey) se hace insostenible, pese a los santos esfuerzos de la reina, que trata de propiciar la coexistencia pacífica. La preferencia del monarca, un más maduro y sereno Dionís, por su primogénito, el ilegítimo Alfonso Sánchez (Virgilio Teixeira), termina por provocar el estallido de una guerra. Todos los esfuerzos diplomáticos de Isabel por reprimir el alzamiento en rebeldía del infante Alfonso contra su padre y hermanos, se revelan improductivos. El infante Alfonso es muy orgulloso y cabezón y no da su brazo a torcer por mucho que le vengan con embajadores ni con gaitas. Finalmente, en una batalla (que filmó, por cierto, Manuel Berenguer, en las afueras de Sevilla) irrumpirá la reina en persona enarbolando una cruz, haciendo que se imponga la paz. Tras la muerte, ya anciano, de Dionís, el infante Alfonso accede al trono de Portugal. La reina Isabel, le entregará solemnemente su corona, pero su hijo le obligará a conservarla, respetando lo mucho que su madre ha hecho por su reino. Para no dejar el menor resquicio a duda alguna sobre sus merecimientos de santidad, la reina Isabel efectuará una peregrinación a Santiago de Compostela antes de retirarse al monasterio de Santa Clara. Representante de la primera etapa del cine histórico franquista, “Reina Santa”, como hemos visto, ha quedado hoy como una especie de borrador del que habría de ser uno de los máximos éxitos de la historia del cine español, “Locura de amor”, pese a que cinematográficamente hablando sea, muy probablemente a ésta. Carente de la carga mítica que caracteriza el film de Orduña, “Reina Santa” cuenta con una protagonista cuya chaladura, “llega” menos al espectador que la de doña Juana la loca, inspirada por la pasión amorosa, en lugar de la mística de doña Isabel. El papel de Luis Peña, que no es insignificante, le permite lucirse gallardamente, pero sólo en la primera parte del film, pues desaparece de la acción tras librarse (sin proponérselo) de su enemigo, el paje portugués. Haciendo frecuente alarde de su origen aragonés, como garantía de la nobleza de su carácter, el Nuño de Lara de Luis Peña es un personaje a medio camino entre los secundarios y los principales. Curiosamente, el lugar que ocupa en el film es reemplazado por el de Vasco Peres, instructor y amigo del infante Alfonso, que incorpora un compañero de tertulias de Luis Peña, José Nieto.
Y por ahora, es suficiente
Hemos situado a Luis Peña, ya casado, en un momento de su carrera en el que ya ha superado su etapa inicial de galán dinámico y jovial, para las comedias, y de heroico y aguerrido compañero de armas de Alfredo Mayo, para los films de exaltación patriótico-belicista. Ya se ha casado con su pareja de siempre, la encantadora Luchy Soto, y parece establecido como actor teatral en el seno de su familia política. Con fines meramente “alimenticios” desarrollará su labor en televisión y en algunas películas de ínfima categoría o de pintoresca procedencia. Pero el cine (de la mano de, muy frecuentemente, el magistral José María Forqué) le reserva todavía una serie de papeles magníficos en los que dará muestra de una madurez ejemplar, estremecedora y brillante. Con apasionante verdad dará vida a los personajes más torvos, complejos y fascinantes no sólo de su carrera, sino probablemente de cualquiera de las trayectorias profesionales que componen la historia del cine español. Tanto de estas cumbres interpretativas del séptimo arte, como de aquellas rutinarias comedias que representó sobre el escenario, o de sus colaboraciones en el medio televisivo, trataremos de ocuparnos en la segunda parte de esta entrada dedicada a un colosal actor, Luis Peña.
PD: Me es muy grato agradecer especialmente al buen amigo de este weblog, el Máster Señor Felíu, su colaboración magnánima y desinteresada al proporcionarme las dos imágenes que campan en esta entrada del film "Toda una vida", así como al facilitarme una sinopsis argumental mucho más detallada que de la que yo disponía de dicho título.