M. C. Escher, o Sísifo reencarnado como artista

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia

Resumen: No hay manera de escapar de nosotros mismos, incluso cuando parece que lo que hacemos es algo perfectamente ajeno a nuestra personalidad. Escher, con sus dibujos aparentemente entregados a las leyes de la aritmética y de la geometría, no pudo evitar dejar reflejada en ellos su manera de estar en el mundo: buscando, como ha intentado hacer el hombre desde sus orígenes, que todo volviera al punto de partida.
   Tradicionalmente se ha interpretado la obra de Maurits Cornelis Escher (cuya exposición en el Palacio de Gaviria de Madrid finaliza el 25 de junio) como producto de una mente matemática; los suyos se asume que son dibujos sin emoción, genialidad artística reducida a mera geometría. Según esto, habría que interpretar que su irrefrenable tendencia a la depresión y a la melancolía era algo totalmente independiente de su arte. Esa vertiente depresiva de su personalidad, que hizo que sus acomodados padres le facilitaran irse a vivir desde su Holanda natal al más estimulante y soleado entorno italiano entre 1922 y 1935, llegó a su culminación a partir de 1970, cuando se trasladó a la Casa Rosa Spier de Laren, al norte de Holanda, donde los artistas podían tener estudio propio. En esa ciudad falleció dos años más tarde sumido, precisamente, en una profunda depresión. Por tanto, más o menos soterrada, esta enfermedad le acompañó toda su vida. Y aquí se va a defender la idea de que también le acompañó a lo largo de toda su producción artística, hasta el punto de que podríamos entender que su arte sería una genial sublimación de su depresiva manera de plantarse en la vida y de mirar el mundo… o escapar de él. Al fin y al cabo, “cada ser –decía Ortega– posee su paisaje propio, en relación con el cual se comporta”, y ese paisaje le acompañó no en tal o cual ocasión, sino durante toda la vida.   Una de las aporías (callejones sin salida para el razonamiento) más famosas de la historia de la filosofía es aquella de Zenón de Elea (490 a.C.-430 a.C.) sobre Aquiles y la tortuga. Zenón era discípulo de Parménides, fundador de la Escuela Eleática, y la idea fundamental en la que se basaba la filosofía de esta escuela era la de que, salvo en el ámbito vulgar de las apariencias, no existía el movimiento. Para demostrarlo, Zenón propuso este ejemplo fabuloso: si Aquiles, “el de los pies ligeros”, competía en una carrera con una tortuga a la que le diera cierta ventaja inicial, nunca lograría alcanzarla. Y este era su razonamiento: Aquiles recorre en poco tiempo la distancia que le separaba inicialmente de la tortuga, pero al llegar allí descubre que la tortuga ya no está, sino que ha avanzado, más lentamente, un pequeño trecho. Sin desanimarse, sigue corriendo, pero al llegar de nuevo donde estaba la tortuga, ésta ha avanzado un poco más. Y así sucesivamente. De este modo, Aquiles no logrará alcanzar nunca a la tortuga, porque esta estará siempre por delante de él.   Los razonamientos, y las mismas fábulas en las que aquellos encuentran un formato narrativo, son antes expresión de las maneras que quien los ejercita tiene de instalarse en el mundo y de darle un sentido acorde con las propias predisposiciones (en última instancia emocionales), que un reflejo de la realidad. Es la misma idea que, con sutileza, venía a sostener Ortega cuando decía:“Tal vez es imposible descubrir fuera una verdad que no esté preformada, como delirio magnífico, en nuestro fondo íntimo”. Aquella inmovilidad que los eleáticos creían detectar en el mundo, más allá de lo que consideraban meras apariencias de cambio y movimiento, era, antes que nada, una necesidad íntima que proyectaban sobre el mundo entorno, pues, armado con tal convicción, quien la tuviera podría afrontar mejor la angustia que producen los cambios, el ser tan efímero de las cosas y de las personas. Que la vida tenga sentido parece ser en el hombre una necesidad mayor incluso que la de aceptar la auténtica y desnuda realidad (aunque no necesariamente una y otra cosa hayan de estar en oposición).   Otra fábula o mito que viene a expresar esa misma necesidad de inmovilidad, de que las cosas vuelvan una y otra vez a ser lo que eran, aunque esta vez dejando en evidencia el lado oscuro de esa necesidad, es el mito de Sísifo, aquel que subía una y otra vez un gran pedrusco a la cima de una montaña para ver cómo otras tantas veces, cuando coronaba aquella, acababa la piedra rodando montaña abajo. Y es que así de paradójica es la condición humana:
nos pasamos la vida luchando contra el imperio de lo efímero, del caos que producen los cambios constantes, buscando la inmovilidad, la ataraxia, o al menos ese casi suficiente sucedáneo suyo que es la regularidad, someter a ley y a previsión todo eso que va y que viene sin control; pero si alcanzamos ese objetivo, si convertimos nuestra vida en una sucesión de rutinas y cosas ya sabidas, en donde ya no caben las sorpresas y el asombro… nos deprimimos. Esa es la tragedia de Sísifo, un ser atrapado en una tarea eternamente repetida, que no llegó a comprender que, como decía Ortega, “el hombre no tiene más remedio que aprender a (…) sentirse a la par mudable y eterno”.
   Y también fue la tragedia de M. C. Escher, que no paró en sus obras, especialmente a partir de 1937 (hasta entonces fue un dibujante de paisajes) de construir (maravillosos) mundos cerrados, clausurados, sin salida, eternamente repetidos; propios de una persona que se siente atrapada, como Marco Aurelio, el emperador filósofo, cuando decía: “Todo arriba y abajo es lo mismo y proviene de lo mismo. ¿Hasta cuándo pues?”. Escher da expresión con sus dibujos al mismo fondo íntimo que le llevó a estar deprimido. Decía Cioran que “el desapego a la vida engendra un gusto por la rigidez. Comenzamos a ver un mundo de formas rígidas, líneas precisas, contornos muertos”. Un mundo, pues, que ha llegado donde tenía que llegar, que ha quedado cristalizado, definitivamente acabado. Escher, precisamente, tiene en las formas cristalizadas uno de sus motivos artísticos preferidos.
Alternativamente, lo que prefiere dibujar son círculos, donde coinciden el principio y el fin, o, en conclusión, busca expresar de una u otra forma cómo todo vuelve persistentemente a ser lo que era, que los cambios o las paradojas no son sino apariencias que toma una realidad única y que da lo mismo ir que venir, subir que bajar, porque, como dijera Heráclito, “camino arriba, camino abajo, uno y el mismo”.
Incluso en las pocas ocasiones en que Escher aborda en sus dibujos el tema de la espiral (que, en principio, representaría la genuina manera de, sin eludir el punto de partida, sobrepasarlo), se las ingenia para dar con ellas una versión más del eterno retorno, de representar con ellas, como él decía, “alguien que se busca a sí mismo”, lo que en él equivalía a un estancamiento en una posición introvertida, de alejamiento del mundo, de bloqueo de las fuerzas que empujan hacia el mundo entorno. Él mismo llegó a decir en una entrevista que le hizo la revista Het Vrij Nederland: “Mi obra nada tiene que ver con los hombres (…) La realidad me es ajena; mi obra nada tiene que ver con ella (…) La humanidad no me interesa. Tengo en torno mío un gran jardín para mantenerme a resguardo de toda esa gente (…) Nunca encontré placer en salir por ahí… Necesito estar solo con mi trabajo (…) ¿Por qué hay que topar siempre con la mísera realidad?”.
La posición vital de Escher, pues, se puede resumir en su intento de paralizar los efectos de la ley vital que empuja en favor de los cambios, de responder a esa necesidad –que acompaña al hombre desde sus primitivos orígenes– de suprimir el poder del tiempo, de interrumpir ese camino hacia la decadencia y la muerte en que consiste la vida. Y sin embargo, “la vida, señores –decía Ortega–, es un fluido indócil que no se deja retener, apresar, salvar”. Para vivir es preciso romper el círculo, salir en busca de lo que aún falta. María Zambrano decía:
“Vivir, al menos humanamente, es transitar, estarse yendo hacia… siempre más allá”. Lo mismo que decía León Felipe en lenguaje poético: “Pero he venido también a ver (...) a los que rompen los rosarios y los empalman después unos con otros para que no se muerda la cola la plegaria...”. Escher, buscando redimirse en la inmovilidad, no pudo impedir que, por la misma razón, su arte expresara de manera genial algo semejante a aquello que Van Gogh hizo en su “Ronda de presos”:
que estaba atrapado, sin salida. Incluso dio expresión gráfica a aquellos versos de Quevedo: “Y no hallé cosa en que poner los ojos que no fuera recuerdo de la muerte”.
Buscando reposar en aquello que merecería ser eterno, Escher acabó desembocando en la depresión.