Publicado por José Javier Vidal
En artículos anteriores nos pertrechamos de las herramientas necesarias para hacer un viaje por los dominios de la economía. Quedó claro, espero, que la economía existe como actividad humana y disciplina intelectual porque los recursos con los que contamos para satisfacer nuestras necesidades son limitados, son escasos. Y vimos también las manifestaciones más importantes de esta escasez: la frontera de las posibilidades de producción, la ley de los rendimientos decrecientes, la ley de los costes relativos crecientes, la oferta, la demanda y su equilibrio…Estas leyes y conceptos constituyen el corazón mismo de la economía. Todas las demás derivan inmediata o mediatamente de éstas.
Una vez equipados con esos instrumentos conceptuales, podemos navegar con más soltura los distintos mares que integran el océano de la economía. Empezaremos por la macroeconomía. Recordemos que en el primer artículo de la serie explicábamos que la macroeconomía estudia las variables agregadas, es decir, el nivel general de precios, no el precio de un bien individual en concreto, por ejemplo. Y lo mismo con la producción total de un país, el empleo y las transacciones con el exterior. Y, de la misma manera que pasa con los pueblos, que si existe una Villanueva de Arriba seguro que también hay una Villanueva de abajo, si llamamos a algo macroeconomía también habrá otra cosa denominada microeconomía. Así es. La microeconomía, lo decíamos en el artículo inicial, se ocupa del comportamiento individual de los agentes económicos – empresas, individuos como productores o como consumidores, etc. – y pretende explicar cómo se forman los precios de cada bien y servicio y sus relaciones, el nivel de salarios, el margen de beneficios y las variaciones de las rentas. Por supuesto que ambas, “macro” y “micro”, como les gusta llamarlas a los economistas, son distintas, pero están relacionadas. El nivel de producción de un país, su inflación y su tasa de desempleo, variables “macro”, dependerán de variables “micro” como los precios relativos de los bienes y factores de producción, la productividad o los costes de producción.
La macroeconomía se marca como objetivos conseguir un elevado nivel de producción, el máximo nivel de ocupación y el mínimo de desempleo, la estabilidad de precios y el equilibrio en las relaciones económicas de un país con el resto del mundo o “equilibrio exterior”. Se supone que estas variables, las tres primeras como fines en sí mismas y la cuarta, a mi juicio, como medio para ayudar a alcanzar las anteriores, son de las que depende el grado de bienestar de la población de un país, al menos el bienestar económico.
Para lograr esos objetivos, la macroeconomía ha desarrollado unos instrumentos de política económica: la política fiscal, la política monetaria, la política de rentas y la política del sector exterior. En los artículos siguientes de la serie iremos viendo con un cierto detalle cada uno de estos instrumentos. Baste, por el momento, dar alguna breve noción de cada uno de ellos. Así, la política fiscal usa el gasto público y los impuestos para influir en la actividad económica. La política monetaria pretende hacerlo también, en especial sobre la inflación, pero a través de la cantidad de dinero en circulación y los tipos de interés. La política de rentas intenta contener los precios instando a sindicatos y empresas a que limiten salarios y márgenes de beneficio. La política del sector exterior se ocupa de los saldos en las balanzas de capitales y de bienes y servicios actuando sobre el tipo de cambio de la divisa nacional, sobre los aranceles y otras barreras a las importaciones o sobre los incentivos a las exportaciones.
Todos esos instrumentos de política económica no son irrelevantes. Al contrario, su importancia en la prosperidad o miseria de un país es innegable. Las medidas del poder político sobre la moneda, los impuestos o las relaciones de una economía con el exterior han, cuando menos, contribuido al avance o retroceso inmediato o secular de una sociedad. Los ejemplos a lo largo de la historia han sido tantos que huelga citar ni uno sólo. Siempre ha sido así, aunque durante la mayor parte de la historia no se haya tenido una conciencia clara, al menos no una conciencia “teórica”, de lo que se estaba haciendo y de sus repercusiones. Esa conciencia “teórica” llegaría con uno de los grandes economistas del siglo XX y de toda la historia: John Maynard Keynes. El pensador británico fue quien, allá por los años treinta del pasado siglo, en plena Gran Depresión, hizo las aportaciones fundamentales al cuerpo teórico de la macroeconomía.
En no mucho tiempo, estas aportaciones académicas se reflejaron en políticas económicas concretas. Valga como ejemplo, no elegido al azar, el de Estados Unidos. En 1946, el Congreso de ese país aprobó la Ley de Empleo (Employment Act) que establecía como una de las responsabilidades del Gobierno federal el logro de resultados macroeconómicos. Así lo expresaba la norma:
“El Congreso declara que es la política y responsabilidad continuas del gobierno federal utilizar todos los medios viables compatibles con sus necesidades y obligaciones (…) para promover el nivel máximo de empleo, producción y poder adquisitivo.” (Para los interesados en el detalle, circunstancias y fundamentos teóricos de esta ley, aquí dejo el enlace a la entrada correspondiente en la Wikipedia: https://en.wikipedia.org/wiki/Employment_Act_of_1946).
Habrá advertido el lector atento que la Ley hacía referencia a tres de los cuatro objetivos macroeconómicos: el empleo, la producción y la inflación. Dicha ley creaba también una institución que sigue funcionando hoy día: el Consejo de Asesores Económicos (Council of Economic Advisers o CEA). Integrado por tres economistas de reconocido prestigio, su función es asesorar al Presidente de Estados Unidos en materia económica, identificando cuales son en cada momento los problemas económicos del país y proponiendo soluciones.
Después de la ley de 1946, vino otra en 1978, que pretendía responder a los retos planteados por una nueva crisis, la del petróleo, que estaba causando una combinación hasta entonces inédita de elevados niveles de desempleo e inflación. Esta Ley de Pleno Empleo y Crecimiento Equilibrado (Full Employment and Balanced Growth Act) o, más resumidamente, Ley Humphrey-Hawkins, por los nombres de sus promotores, se atrevía a establecer unos objetivos concretos y medibles: una tasa de desempleo del 4% y una inflación del 3%. Como ocurre con todas las leyes que fijan objetivos cuantitativos en materias que van más allá de lo que puede manejar y abarcar un gobierno, ésta fue un fracaso. Pero, en todo caso, revela la importancia y confianza que depositan los gobiernos contemporáneos en la macroeconomía y en la política económica.
¿Y en España?. ¿Reconocen nuestras leyes la importancia de la política económica?. ¿Establecen alguna obligación para los poderes públicos en materia macroeconómica?. ¿Fijan objetivos?. Pues sí que se habla en nuestro ordenamiento de macroeconomía y política económica, pero no sólo en las leyes, sino, ni más ni menos, en la misma Constitución. Muy en la moda de las constituciones de la época, la nuestra, en su artículo 40, se atreve con casi todo y establece que “los poderes públicos promoverán las condiciones favorables para el progreso social y económico (…) en el marco de una política de estabilidad económica. De manera especial realizarán una política orientada al pleno empleo.” Y en el artículo 131 declara que “El Estado, mediante ley, podrá planificar la actividad económica general para (entre otras cosas) estimular el crecimiento de la renta y de la riqueza y su más justa distribución.” En esos dos artículos un economista está viendo alusiones a los objetivos de producción, inflación y política de rentas. Ahí es nada. Lo que pasa es que como ninguno de los dos se incluye en el Capítulo Segundo del Titulo I, es decir, entre los derechos y libertades que gozan de la máxima y más efectiva protección jurídica, y, sobre todo, porque, por mucho que se empeñen las constituciones, hay objetivos que están fuera de su alcance, todos esos compromisos no pasan, en la práctica, de meras declaraciones de intenciones. Y aún esto, con resultados menos que pobres. Juzgue si no el lector los “logros” en materia de empleo: en los 36 años de vigencia de la Constitución, un mínimo del 8,3% de desempleo en 2007 y un máximo (espeluznante) del 26% en 2013. Y eso que, de manera especial, los poderes públicos realizarán una política orientada al pleno empleo. No creo que hagan falta comentarios.
También cuenta España con un CEA. En nuestro caso se llama Oficina Económica del Presidente del Gobierno. La estableció Zapatero en 2004 y sus función es, según su norma de creación, “asistir al Presidente del Gobierno en asuntos económicos, proporcionando análisis económicos sobre la situación económica internacional a corto, medio y largo plazo, y de evaluar las propuestas de política económica, así como su ulterior desarrollo”. Su primer director fue Miguel Sebastián, economista prestigioso (lo digo sin ironía), posterior ministro de Industria. El actual es Álvaro María Nadal Belda. Sobre su prestigio, no me pronuncio. Prefiero dejar el enlace a lo que he encontrado de él en Google (http://www.congreso.es/portal/page/portal/Congreso/Congreso/Diputados/BusqForm?_piref73_1333155_73_1333154_1333154.next_page=/wc/fichaDiputado&idDiputado=62) y otro al perfil del actual presidente del CEA, Jason Furman (https://www.whitehouse.gov/administration/eop/cea/about/members). Comparen los lectores, saquen sus conclusiones y, con estas a mano, recuerden que de la política económica de un gobierno puede depender la prosperidad de un país.