Los medios informativos han dedicado todo el puente, antes llamado de Todos los Santos, ahora de Halloween, a informaciones, análisis, consejos y denuncias por el fallecimiento de cuatro chicas en una macrofiesta en Madrid.
Sus padres, como los de la otra gravemente lesionada, sienten un terrible dolor, pero ellos, como los demás, sabían que sus hijos se exponían a serios peligros al acudir a estas ceremonias tribales, y que no hay macrofiesta sin dolor.
Fiestas masivas y muerte van unidas desde los tiempos primigenios, cuando se le ofrecían a los dioses sacrificios humanos.
La fiesta es una locura colectiva, la exaltación de las emociones y de los ritmos tribales que despiertan alegría o pánico, y donde los nervios desatados producen tumultos.
Y por muy estricta que sea la seguridad, nunca será suficiente para evitar algunos actos violentos.
Las nuevas macrofiestas en polígonos industriales, centros deportivos como el Arena madrileño donde fallecieron estas chicas, o donde organizan botellón, suelen terminar con alguien ensangrentado.
Son consecuencia de las mentes incendiadas con alcohol y drogas, algunas adormecedoras, pero la mayoría enervantes.
Drogas tan comunes que muchos jóvenes se extrañan cuando alguno se niega a consumirlas, especialmente en las macrofiestas “rave” de música electrónica, con los DJs tan rítmico-ruidosos que, como a los primitivos, hacer perder los sentidos.
“Casi todo el mundo estaba colocado con alcohol y drogas”, admiten algunos asistentes a la fiesta madrileña.
Los alrededor de 10.000, o quizás 15.000 jóvenes del Madrid Arena en la noche del terror, seguramente han olvidado ya la muerte de las chicas e irán nuevas macrofiestas.
Todos lo saben: cualquiera puede morir aplastado o acuchillado tras ofrecerle música, alcohol y drogas a los ensordecedores dioses contemporáneos, DJs y artistas que exigen ritos con sacrificios humanos, como hacían los dioses tribales.
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SALAS