No es fácil reseñar un clásico. Parto de la base de que cualquier reseña debe combinar el análisis formal con la interpretación personal del lector, es decir, un equilibrio entre estudio del texto y opinión fundamentada que hace que cada crítica sea única. Además, el ejercicio debe adaptarse a cada tipo de libro; no se reseña igual una ópera prima de un autor joven que la novela cumbre de un gran escritor. Por este motivo, cuando se trata de hablar de una obra tan importante como un clásico de la literatura universal, las dificultades aumentan: se corre el riesgo de limitarse a repetir aquello que ya han dicho otros, así como de realizar una valoración demasiado escueta y superficial para lo que merece el libro. El reto es conseguir una reflexión propia, justificada y con criterio.
*** Madame Bovary, obra célebre del realismo francés, se publicó por entregas en 1856 y un año después vio la luz en forma de libro, tras causar una gran polémica que llevó a su autor a los tribunales, aunque finalmente fue absuelto. Gustave Flaubert (Ruán, 1821-Canteleu, 1881), hijo de un cirujano, cursó estudios de Derecho —que no llegó a terminar— y trabó amistad con otros literatos del círculo parisino. Escritor perfeccionista, publicó pocas obras en vida, entre las que destaca La educación sentimental (1869). También merece una mención su vasta correspondencia con la poetisa Louise Colet, George Sand y más gente, imprescindible para conocer mejor a uno de los grandes creadores de la historia de la literatura.
La infelicidad de Emma Bovary
En este contraste entre la decepcionante realidad y las ilusiones y aspiraciones de la protagonista juega un papel fundamental la lectura, lugar de consuelo y fuente de locura a la vez. Emma Bovary lee con avidez las novelas románticas que la distraen de la cotidianeidad insípida, pero al mismo tiempo le crean unas expectativas, la vuelven loca, como una versión femenina de aquel Alonso Quijano que enloqueció por leer demasiadas novelas de caballerías. Flaubert se muestra ambivalente con su señora Bovary: en ocasiones la hace parecer ridícula, una mujer rendida a la idealización del amor; sin embargo, también logra que el lector se compadezca de ella y rechace los convencionalismos de los personajes que la rodean, quienes, encerrados en sus propios intereses, no logran comprender su sensibilidad. La crítica, por lo tanto, se dirige en ambos sentidos: el amor romántico y la sociedad contemporánea del autor.
Antes de casarse, a Emma le había parecido que sentía amor; pero, como la felicidad que habría debido ser el resultado de ese amor no había llegado, pensaba que probablemente se había equivocado. E intentaba saber cómo había que entender exactamente en la vida las palabras «felicidad», «pasión» y «embriaguez», que tan hermosas le habían parecido en los libros. (Pág. 52).
En este punto me gustaría reflexionar sobre la pervivencia de los asuntos planteados por Flaubert. Ha pasado más de un siglo desde la publicación de Madame Bovary, pero la desilusión al descubrir que el amor (y la vida en general) no es tan atractivo como lo pinta la ficción me sigue pareciendo de rabiosa actualidad, incluso más que en la época del autor, porque con el capitalismo y la producción en masa se han difundido mucho más estas ideas. Pensemos en las princesas Disney o, por poner un ejemplo reciente, la moda de la literatura erótica a raíz del éxito de Cincuenta sombras de Grey, una trilogía que se promocionó con el eslogan de animar la existencia (sexual) de las mujeres casadas de mediana edad. Si Emma Bovary hubiera vivido en el siglo XXI, probablemente habría leído estos libros, se habría sonrojado al leer algunas escenas y habría suspirado con pesar por no encontrar ese prototipo de hombre en su entorno. Como dijo Schopenhauer, todo lo que adorna el amor, lo romántico, no deja de ser una invención humana; lo natural se limita a conseguir alguien complementario y lograr tener una vida estable. En cualquier caso, el interés y la popularidad de la cuestión sin duda son buenos motivos para seguir redescubriendo a Emma Bovary, mirarnos en ella y analizar sus fisuras.
Quería un chico; sería fuerte y moreno y pensaba llamarlo Georges; y aquella idea de tener por hijo a un varón era como la revancha esperanzada de todas sus impotencias pasadas. Un hombre es libre, al menos; puede recorrer las pasiones y los países, franquear los obstáculos, hincarles el diente a las dichas más remotas. Pero a una mujer no le surgen sino impedimentos. Inerte y flexible al tiempo, tiene en contra la apatía de la carne junto con la decadencia que impone la ley. La voluntad, como el velo del sombrero sujeto con un cordón, late al viento, sople de donde sople; hay siempre algún deseo que la arrastra y algún mandato del decoro que la sujeta. (Pág. 113-114).
Crítica de los valores burgueses
—¿No la rebela esta conjura de la sociedad? ¿Hay acaso un solo sentimiento que no condene? Persiguen y calumnian los instintos más nobles, las simpatías más puras, y, si dos infelices almas se encuentran por fin, todo está organizado para que no puedan alcanzarse. Lo intentarán, no obstante, aletearán, enviarán llamadas. Bah, qué más da, tarde o temprano, dentro de seis meses, dentro de diez años, se encontrarán, se amarán, porque lo exige la fatalidad y porque nacieron una para otra. (Pág. 175).
En este contexto me resulta especialmente llamativo el personaje de Homais, el farmacéutico, un hombre pedante, defensor de la ciencia y el progreso, que se expresa con un estilo afectado y pretencioso. En particular, me sorprendieron los discursos sobre sus creencias religiosas (con abundantes referencias a Voltaire), que aún tienen vigencia. Con Homais, Flaubert caricaturiza los valores del típico burgués que él detestaba, un rol vanidoso y menos sabio de lo que se pretende, pero que acaba triunfando a pesar de sus errores mientras su heroína —que también refleja el no seguimiento de la religión por no cumplir las recomendaciones del cura— se hunde. Junto a la protagonista, me parece el más interesante de la obra.
El boticario contestó: —¡Tengo una religión, mi religión, y tengo incluso más que todos esos, con sus farsas y sus charlatanerías! ¡Adoro a Dios, antes bien! ¡Creo en el Ser Supremo, en un Creador, fuere quien fuere, poco me importa, que nos puso en este mundo para cumplir con nuestros deberes de ciudadanos y de padres de familia!; pero ¡no necesito ir a una iglesia, ni besar una fuente de plata, ni engordar con mi dinero a un montón de cuentistas que comen mucho mejor que nosotros! Porque podemos honrarlo igual en un bosque, en un campo, o incluso contemplando la bóveda etérea, como hacían los antiguos. (Pág. 101).
Las armas del realismo literario
Para dar forma a este retrato de costumbres de una localidad de provincias, Flaubert utiliza un narrador omnisciente en tercera persona (el autor es un dios que maneja el universo que ha creado sin involucrarse en él, como explicó en una de sus cartas a Louise Colet) y sigue un orden cronológico. El primer capítulo empieza con una primera persona colectiva que le sirve para presentar al narrador como un testigo de los hechos, nunca como el protagonista, porque él no busca identificarse con la sociedad que retrata. La novela combina el diálogo con la descripción, con algunos fragmentos de estilo indirecto libre para plasmar los pensamientos de la protagonista. No faltan ni la ironía ni las observaciones inteligentes, logra recrear con fidelidad la sociedad de la época en la narración y las voces de los personajes, y se aprecia un trabajo de documentación nada desdeñable en los temas médicos; la información dada está calculada con precisión y no hay nada vano en la obra. Desde las primeras páginas —bastante antes de la entrada en escena de Emma Bovary— supe que me encontraba ante una de esas escasas obras maestras de la literatura, una novela tan cuidada y perfecta que se puede abrir por cualquier página al azar con la seguridad de que lo que se leerá en ella merecerá le pena.
En la consecución de esta voz tan lograda también tiene mérito la traductora de la reciente edición de Alba, María Teresa Gallego Urrutia, que además firma un breve prólogo en el que explica que la editorial optó por traducir el título como La señora Bovary por una cuestión de coherencia (en el texto se refieren a Emma Bovary como señora Bovary; por lo tanto, no tenía sentido mantener el madame en el título, a pesar de ser más conocido así). No puedo comparar su traducción con las anteriores porque he descubierto el clásico por primera vez con esta versión, pero el prestigio que la avala y las cuidadas notas a pie de página me hacen recomendar esta edición con ahínco. Además, como siempre que se trata de Alba, la encuadernación es elegante y cuidada, y la letra tiene un tamaño razonable, cómodo de leer. El precio está más que justificado.
Gustave Flaubert.
Para terminar, quiero animar a quien no lo haya hecho ya a entrar en el universo de Flaubert, a descubrir a esta heroína de destino trágico y a reconocerse en su retrato, a explorar los motivos por los que Madame Bovary es una obra atemporal y a disfrutar con la interpretación que se puede extraer de su visión del mundo. La lectura puede resultar lenta y exigente en comparación con lo que se suele publicar hoy en día, pero merece la pena deleitarse página a página porque el ejercicio de reflexión que provoca también es, sin duda, mucho más enriquecedor que el que se puede hacer de la mayor parte de la narrativa actual. A mí, como os decía, me entusiasmó desde el principio; y puedo describir las horas que le he dedicado como una gran experiencia literaria.Nota: las fotografías corresponden a la adaptación al cine de 1949, dirigida por Vincente Minnelli y protagonizada por Jennifer Jones.