Madrid como costumbre

Publicado el 10 junio 2014 por Elinfiernodebarbusse

Sol y calor en Madrid, pero también un ligero viento que disipa con eficacia las inequívocas insinuaciones de la transpiración. Riadas de gente entre casetas abarrotadas de libros. Unas mejor y otras peor, claro. De sobresaliente la de Acantilado (donde adquiero los Cuentos contados dos veces de Hawthorne) o la de Contexto Editorial (que aglutina a Nórdica, Sexto Piso, Asteroide, Impedimenta y Periférica). Próxima al fenómeno poltergeist la de Alfaguara, en la que un amigo pregunta por El Club Dumas de Arturo P.-R. (autor insignia de la editorial) y se columpian diciendo que no saben, que no lo tienen, que si algo de los  derechos, que creen, que les parece recordar que es de otra editorial, les suena Seix Barral (?), "pregunte usted en su caseta, a ver", dicen, con incomprensible titubeo labiocular.
Por allí veo a Chirbes, haciendo doblete en sendas casetas firmando su Crematorio y En la orilla, y más allá a Mario Vaquerizo (no sé lo que firma) y Risto Mejide. Confusión de sentimientos. ¿Quién esta detrás de esa riada de lectoras de todas las edades? El gran churrero de libros: Federico Moccia. Más allá, la Grandes (con sinuosa cola de manolitas y manolitos esperando firma) y, unos cuantos puestos después, Vila.Matas -impresiona su cara de impreciso mamífero-, al que observo cruzado de brazos y dispuesto a ejecutar una dedicatoria gráfica de esas que tan bien se le dan (no me he traído su Suicidios ejemplares para que me estampara una firma, una pena). Lástima también que estaba por allí Julio Llamazares -autor de ese sobrecogedor relato sobre la soledad en un pueblo del Pirineo aragonés que es Lluvia amarilla- y al que no pude ver.
Paso por el lado de Pisón y Tizón, de Millás y de Jon Bilbao, de Julia Navarro e Isaac Rosa, de Miguel Ríos (sí, Miguel Ríos) y de García Montero. Veo a Javier Sierra dedicando alegre su, por cierto interesante, libro sobre los cuadros del Prado, mientras que Anna Gavalda desparte con sus numerosos adeptos. Al lado de la caseta de Benjamín Prado, me encuentro a un José Luis Garci, ataviado con gafas de sol azules y chaqueta de lino fino, que mira pensativo al infinito. Enfrente, Pedro J. Ramírez, de anaranjado ágata. Es el momento de pararme en Visor y hablar con Luis Alberto de Cuenca que acaba de sacar poemario (Cuaderno de vacaciones). Lo compro, me lo llevo a casa, firmado (un encargo).
Tras dejar atrás a John Connolly, que más parece un cantante de soul que un prolífico escritor de novela negra, saludo y converso con Enrique Redel, que no para ni un momento, atento como un maitre a que todo esté en orden en su casa de Impedimenta. Hablamos de la feria y de Murdoch, de Katrochvil y de Cartarescu, autor éste del que adquiero su Nostalgia (hace tiempo que este libro me rondaba, y ahora me encuentra). De repentina casualidad descubro la atractiva edición en tapa dura de Los viajes de Gulliver (obra imprescindible donde las haya), que acaba de sacar Sexto Piso y que incluye la exquisita traducción de Antonio Rivero Taravillo y las ilustraciones -realmente divertidas y muy apropiadas para el sarcasmo de Swift, la verdad- de Javier Sáez Castán. Aprovecho para preguntar al editor acerca de la próxima (más bien futura) edición de Moby Dick a la que está poniendo imágenes el gran Gabriel Pacheco. Tiempo al tiempo, despacio, vale, pero no quitaré ojo.     
Busco la caseta 57 donde Javier Marías -sin duda, el mejor escritor presente en la feria- está firmando sus libros y hago cola (es larga, pero fluida) para que me estampe una dedicatoria manuscrita en mi ejemplar de Los enamoramientos. Así lo hace. Todo bien, amable, elegante, británico, tranquilo, zurdo. Me pregunto -mientras estoy en la cola- cuándo publicará libro nuevo, que ya va para tres años que no lo hace (justo hoy me entero de que este próximo septiembre sacará su novela Así empieza lo malo, título que, como es habitual en él, está sacado de un verso de Shakespeare, de Hamlet concretamente).

Javier Marías firmando sus libros en la Feria


Antes de salir del Retiro, me paso de nuevo (ya lo había hecho a la entrada) por la caseta de Pretextos y me llevo (con traumatismo monetario grado 2 para el bolsillo) una novela que no conocía y que me ha salido al encuentro de manera fortuita (un flechazo, vamos) por recomendación del propio editor. Se trata de Verano tardío, de Adalbert Stifter, un autor austríaco que conozco de dos obritas extraordinarias (El solterón y El sendero del bosque). Ésta, sin embargo, es una novela de largo recorrido (un tocho), un "Bildungsroman" o novela de aprendizaje de esas que a mí me fascinan y para las que habrá tiempo de hablar aquí. Dejo en esa misma caseta, con todo el dolor de mi corazón pero con alivio de mi cuenta corriente, otra opción maravillosa: Anton Reiser de Karl Philipp Moritz. Pero otra vez será. Tal vez el año que viene, porque he decidido hacer de Madrid, en junio, una costumbre.