Unos cuantos siglos antes de que Telemadrid se sacase de la chistera el programa de “Madrileños por el mundo”, algunos de estos ya debían estar preparando su aparición en la pequeña pantalla. Corrían los tiempos en los que Enrique III era Rey de Castilla, principios del siglo XV. Aquellos tiempos en los que ser Camarero era un oficio de la leche, pues significaba que eras el hombre de confianza de algún noble, o incluso de un Rey. Ahora hay muchos más, y ya no tiene la profesión el mismo abolengo, pero a cambio son bastante menos estirados.
Era el amigo Enrique uno de los primeros Reyes castellanos en reconocerle a Madrid cierta gracia, y se gastó algún ahorrillo en hacer del ya existente Alcázar un lugar más acorde con las necesidades de un príncipe, añadiéndole alguna torre para convertirlo en palacio. También fue este monarca quien construyo el Palacio del Pardo, aunque para el uso que tuvo siglos después, ya se podía haber estado quietecito el chaval. Era popular entre los madrileños de entonces, entre otras cosas porque se cargó el impuesto de la alcabala, salvando las distancias, una especie de IVA de la época. Si Juan Carlos hace lo mismo, en Madrid le ponen estatuas hasta en los baños públicos.
Pero me he ido por las ramas, o más bien por los palacios. Lo que venia a contar es que este rey, deseoso de buscar aliados contra la expansión del imperio Otomano, decidió enviar una embajada al reino turco-mongol del emir Tamerlan, para que, cada uno por un lado del mapa le dieran una buena somanta al Sultán Bayaceto I. La verdad es que el pobre sultán, son ese nombre, ya tenía bastante perdido. Sin embargo, Tamerlán suena muy bien. Tan bien como que fue el último de los grandes conquistadores nómadas del Asia Central, creador de un imperio a base de caballos y mala leche, heredero de por ello de Ghenghis Kan, que tampoco se las gastaba muy educadamente en eso de conquistar. Así que Enrique III dispuso que su camarero, un castizo madrileño llamado Ruy Gonzalez de Clavijo, se montara un viajecito a Samarcanda, capital del Imperio de Tamerlán. Samarcanda…. si suena bien ahora, evocando imágenes de las mil y una noches, imaginaros como podía sonar en 1403, y que podía estar pensando el amigo Ruy cuando en mayo de ese año se embarcaba en la provincia de Cádiz hacia lugares tan lejanos. Lo que podemos imaginar es que siendo camarero y de Madrid, lo mismo incluía en la valija diplomática algún que otro churro (o porra), que como aquí se desayuna en pocos sitios.
El viajecito duró nada más ni nada menos que tres años. Sólo en llegar a la ciudad de Samarcanda tardaron 16 meses, llegando a sus puertas el 8 de septiembre de 1404. Ruy Gonzalez y su séquito permanecieron allí 75 días, que es como coger el metro para ir a Arganda, salir, echar un pitillito y volverte. No se saco nada en claro del viaje, más que nada por que al gran Tamerlán se le había metido entre ceja y ceja invadir China, y andaba liado en aquellos menesteres, con lo cual le traía al fresco lo que pudiera pasar en un mar Mediterraneo tan alejado de sus intenciones imperiales. Fueron invitados muy educada y orientalmente a abandonar la ciudad, y se volvieron para Madrid en noviembre. Espero que no se dijeran “hasta más ver” en la despedida del Emir, porque la palmo mientras ellos aún volvían para los Madriles, dejando huérfano un imperio que tardó muy poquito en desmembrarse. La expedición entraba de nuevo en Castilla en el mes de marzo de 1406.
Pero si bien para el Rey castellano la expedición fue un verdadero fracaso, no lo fue así para la historia. El mismo hecho de su conclusión es un éxito considerable, sobre todo teniendo en cuenta que de su realización salió una auténtica maravilla, un libro recreación de las jornadas vividas en el viaje. Algo así como un episodio piloto, volviendo al principio del texto, de Madrileños por el mundo. Su título: “Embajada a Tamerlán”, una de las joyas de la literatura castellana y europea, extenso y particularmente fiel en sus descripciones. Aunque bien es cierto que lo firma el propio Ruiz Clavijo, investigaciones posteriores han querido ver la autoría real en uno de sus acompañantes, Alfonso Paez de Santamaría, un auténtico cerebrín para aquel tiempo, conocedor de la historia y lengua de buena parte de los reinos que visitaron. La obra es comparable en muchos aspectos al “Libro de las Maravillas” de Marco Polo, y nos ilustra perfectamente un viaje tan increíble y fantástico, tan lleno de sorprendentes cosas para un viajero europeo de la Edad Media, como el del veneciano (o croata, según a quien preguntes).
El amigo Ruy volvió a su profesión de camarero del Rey y a su casa en Madrid, cerca de la Plaza de la Paja. El oficio, o más bien el patrón, le duró apenas unos meses, hasta diciembre, mes en el que Enrique III dejo este mundo cuando estaba preparando una campaña contra el Reino Nazarí de Granada. Parece ser que en aquellos años, era ponerte a preparar una invasión y palmarla. El primer “Madrileño por el mundo” aún vivió hasta 1412, y seguramente pasó una buena parte de aquellos años relatando aquí y allá su fantástica aventura hacia las tierras de Tamerlán. Si fuera ahora, a base de conferencias, se forra. Al morir, le enterraron en San Francisco el Grande. Visto irónicamente en la distancia, y para haber sido camarero, no fue ni mucho menos, indigno final. Digo yo que, para ponerle la guinda perfecta, que Telemadrid le podría hacer patrono del programa.
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