América Latina está condenada a tener gobiernos populistas o militares. La historia de las últimas décadas así lo denota y los resultados electorales de Venezuela, el pasado domingo, también.
La diferencia entre Nicolás Maduro y Enrique Capriles, los candidatos de los partidos mayoritarios, fue mínima, casi se podría decir, que apenas se notó. Pero el efecto dominó de los países de la región, sobre todo Argentina, Brasil, Cuba y Ecuador, ejercieron más influencia que los deseos de los venezolanos por cambiar sus gobernantes. A ellos, fundamentalmente, les debe Maduro su victoria. Y al espíritu de Hugo Chávez, que todavía sobrevuela el país andino, y que no duda utilizar una y otra vez porque es su principal arma política.
El perfil de Maduro no es una excepción al del resto de líderes latinoamericanos. Antes de llegar a la política de la mano de Hugo Chávez fue guitarrista de un grupo de rock, guardaespaldas y conductor en la empresa municipal de transportes de la capital venezolana, en la que no destacó precisamente por ser un trabajador ejemplar.
Apenas seis meses después de que Chávez ganara con diez puntos de ventaja a Capriles (1,6 millones de votos), su delfín político logró apenas 234.935 sufragios más, en una votación en la que participó el 78.71% de los 18,9 millones de venezolanos convocados a las urnas.
Era la última oportunidad para el líder de la oposición, que a partir de ahora deberá buscar un sustituto, alguien lo suficientemente convincente para enfrentarse en 2019 a un Maduro que todavía está muy verde hasta en el discurso pero que tiene una maquinaria estatal a su favor que deberá engrasar de forma adecuada y ajustar a las necesidades de Diosdado Cabello, presidente de la Audiencia Nacional y contrincante en la sombra, quizás, más que el propio Capriles.
No me gusta hacer pronósticos y menos aún a largo plazo, pero dudo que Nicolás Maduro termine el mandato.