Maestros, a su pesar

Publicado el 30 diciembre 2018 por Jmlopezvega

Sucedió a finales de 1989 que tuve a mi cargo un enfermo, un hombre de unos 50 años, ingresado a causa de un cáncer digestivo. Llevaba en planta unos 14 días, superando alifafes, acompañado siempre por su cónyuge. En realidad, ella era mi interlocutora, pues el enfermo solía mantenerse callado, creía yo que acogotado por la gravedad del trance. A su mujer le iba explicando las pruebas, los antibióticos, la quimioterapia, toda la mosca, mientras el pobre tipo permanecía agazapado, las manos aferrando la sábana, muy cerca de los ojos, hundidos y macabros.

La cosa fue bien, sin embargo, y pude darle el alta. En el momento de comunicárselo estaba solo y el hombre aprovechó para darme una lección inolvidable. Había seguido atentamente la información que yo le iba dando a su mujer, pero él se había sentido ninguneado porque 'es cierto que sufro una timidez enfermiza, que me hace parecer medio idiota, pero en realidad soy jefe de sección de Diario16'.

A mí me habían enseñado las 3 preguntas de Hipócrates: ¿Qué le sucede? ¿Desde cuándo? ¿A qué lo atribuye? Pues bien, aquel enfermo me hizo ver que hay otra pregunta más crucial, prioritaria y precedente: ¿Quién es usted?

No he olvidado el regletazo que me propinó aquel periodista más dotado para la escritura que para el habla. No solo no lo he olvidado, sino que creo que es el núcleo de la Medicina, una profesión más cercana a la sociología y a la lingüística que a la bioquímica; de modo que siempre empiezo preguntando al enfermo dónde vive, en qué trabaja, a qué dedica el tiempo libre, todas esas cosas que nos configuran como una persona. Tan concreta como frágil.

En eso llega un enfermo peculiar, un enfermo como Pablo, cuya inteligencia tendría la precisión de un láser, pero cuya angustia hace que el láser temblequee y no enfoque bien. Es un tipo cultivado, salta a la vista, mas de conducta errática, con accesos de impaciencia un tanto pueril, entremezclados con ráfagas de estremecedora claridad conceptual y operativa. Aunque cuesta entenderlo -algún colega novato lo describe como insoportable-, procuro ahondar en Pablo, sin prejuicios, y entonces emerge otro Pablo.

Un 'otro' que sufre lo aciago de un cáncer sin grandes perspectivas de solución, y no tanto por temor al medio plazo -que también-, sino porque ya, ahora mismo, el puto cáncer no le deja hacer lo normal, que en Pablo es escribir libros. Un 'otro' que deglute ansiolíticos y antidepresivos, no por miligramos, sino por kilos, cuando le sobreviene esa misma angustia irrefrenable que le hacía fumar como un estibador ucraniano. Un 'otro' autodestructivo, en perpetua lucha contra sí mismo, quizá desde la adolescencia, pero a la vez capaz de escribir maravillas como 'Yo, mono'. Le agradecí infinitamente su dedicatoria de ese libro suyo, poco tiempo antes de fallecer, porque me recordó lo esencial de la Medicina: entender al otro, que es un primate sufriente, sí, pero también sintiente, pensante y espeluznante, como el propio médico, otro primate acaso menos enfermo.

Dicen que a Joey Ramone, el cantante punk que murió de cáncer, lo sedaron mientras oía en sus últimos minutos de vida una canción de U2, 'In a little while', que ahora me suena casi como un góspel y arranca alguna que otra lágrima. Me pasa algo parecido con varias letras/canciones de Antonio Vega, en especial 'El sitio de mi recreo' y 'Lucha de gigantes', que no parecen canciones, sino himnos de un ejército no se sabe si derrotado o victorioso. Hay algo hipnótico en esa figura enflaquecida por la heroína, en esa guitarra acústica tañida por las mismas manos que se inyectaron la muerte.

Queda flotando la pregunta de cuántos poemas tenía Antonio Vega en la recámara; cuántos libros, Pablo, sobre primates y otros animalejos. Las adicciones destructivas, esas fumarascas disfrazadas con nombres grotescamente diminutivos -nicotina, heroína, cocaína-, engullen vidas y afectos. Cabe preguntarse por la enormidad de libros y prodigios que aniquilará ese tabaco que, según las estadísticas, vuelven a fumar los españoles exactamente igual que antes de las prohibiciones. De ahí mi invariable pregunta al fumador: ¿quieres dejarlo de verdad? Si la respuesta es sí (sí de verdad, de verdad de la buena), le expropio la cajetilla y el mechero y los arrojo a la papelera. A veces funciona. A veces tengo que recuperar el mechero: mala señal.