
Das Lied von der Erde (La Canción de la Tierra), esa sinfonía 8+1 donde la voz retoma protagonismo sinfónico cantando los textos basados en "La flauta china" (Die chinesische) de Li-Tai-Po traducidos al alemán por Hans Bethge, y a su vez adaptados por el compositor, que tal vez por cierta maldición y superstición con las novenas sinfonías el gran Gustav no quiso numerarla como tal sino más bien titularla "Una sinfonía para voz tenor y alto (o un barítono) y orquesta", para mí una obra impresionante por no decir imprescindible (como para otros muchos), que pese a las distintas versiones y grabaciones siempre me sorprende por lo desconcertante que es la lucha, casi diría que la sucribo, entre la alegría de beber vino (trinken: beber) cual modo Mayor y la tristeza de todo adiós (Der Abschied, la despedida) en modo menor. En la blogosfera suelo visitar a menudo a otros mahlerianos de pro, uno tristemente desaparecido y otros dos que aún ejercen, compartiendo gustos. En este concierto me sucedió lo mismo, cual contraposición de "m" y "M".

El primero es un tenor que tiene esta obra en su repertorio (y podemos escucharle en Internet) y domina como los mejores, con un poderío capaz de sobreponerse a la orquesta sin perder musicalidad ni afinación. A él correspondieron las canciones impares, en cierto modo alegres y Mayores, pues fueron Canto báquico del dolor de la tierra, De la juventud y El borracho en primavera.
La segunda una reputada voz tanto operística como sinfónica (ha cantado incluso el Requiem de Mozart en Sarajevo, 1994, dirigida por Zubin Mehta y compartiendo cartel con lo mejor del momento) que nos dejó las canciones pares, esos números algo más tristes aunque no menores en cuanto a interpretación, de timbre hermoso en todo su registro aunque oculta por momentos ante el caudal sonoro: suyos fueron El solitario en otoño, De la belleza y El adiós que realmente puso un broche final lírico, bien cantado y siempre enigmático.
La OSPA tras el estéril derroche de profesionalidad de la primera parte afrontó Mahler con la madurez que la caracteriza, no ya una cuerda que enamora hace tiempo y suena con personalidad propia, las arpas o la celesta sin las cuales el resultado final no hubiera quedado tan redondo, sino unos metales realmente "en su sitio" y una madera que hoy estuvo de sobresaliente en todos y cada uno de los músicos, no ya los "primeros espadas" que siempre rinden a tope sino los momentos delicados de esos instrumentos tan "desagradecidos" como comprometidos cuando les llega a los coprincipales su "momento de gloria" como en este Mahler: el contrafagot y el clarinete bajo (enhorabuena a John Falcone y Daniel Sánchez Velasco).
La dirección del maestro Valdés, aunque poco dado a la ampulosidad o los excesos, esta vez no nos importó, al contrario, vino bien su estilo porque se preocupó de escarbar en las obras, incluso tuvo momentos donde "recordó tener solistas a sus lados" en el sentido de rebajar la intensidad sonora que parecía escapársele ante la emoción fluctuante de toda la obra, que como escribe Julio Ogas "desde el brindis inicial, se pasa a la opaca soledad otoñal, al primoroso canto a la juventud, a la austera y excitante apreciación de la belleza y al canto del que se emborracha para no ver el regreso de la primavera que nos conduce a la despedida final". Tal pareciese que describiera el ánimo con el que "nuestro Max" se enfrentó hoy a esta larga despedida. Y quién mejor que Mahler para encontrar algo común y a la vez tan propio... eso sí siempre con M y todo bien asentado para que no cojee.
La primera parte ya la he borrado de "mi disco duro".