Con Doce hombres sin piedad, Henry Fonda, en su doble vertiente de actor y productor, y Sidney Lumet, como director, crearon uno de los más admirados ejemplos de drama judicial, un género cuyo intenso dramatismo y ambiente claustrofóbico han hecho que sea, desde hace mucho tiempo, uno de los más favorecidos por los realizadores de cine y de televisión. Adaptado por Reginald Rose, partiendo de su propia obra televisiva de 1954, la película supuso el debut cinematográfico de Lumet y puso de manifiesto su interés por los procedimientos judiciales y su gusto por los protagonistas cuyo comportamiento viene dictado por su propia conciencia, sin cuidarse de cuáles sean las consecuencias personales que de ello se puedan derivar. La película es también un buen ejemplo de la rapidez y la eficacia por las que Lumet se haría famoso, como se aprecia en el hecho, nada frecuente, de que dedicará dos semanas de ensayos para que los actores se familiarizaran con los personajes, o en la sabiduría con que supo colocar las cámaras, de tal modo que una situación de por sí estática -el sofocante confinamiento entre las cuatro paredes de una sala de jurado adquiriera dinamismo y fluidez.