Leí por vez primera de Make Way for Tomorrow (EU, 1937) en un texto de Andrew Sarris acerca de Yasijuro Ozu. En ese artículo, Mr. Sarris escribía sobre los vasos comunicantes inesperados que uno podía descubrir entre cineastas de (aparentemente) muy distintas sensibilidades. Y el ejemplo que traía a colación es que la obra maestra de Ozu, Historia de Tokio (1953), fue realizada por el cineasta japonés a partir de un melodrama hollywoodense relativamente desconocido. Ese melodrama era, por supuesto, Make Way for Tomorrow.
Tardé mucho tiempo en encontrar la cinta porque no estaba disponible en DVD hasta que, a inicios de este año, por fin apareció en formato digital. Todos los elogíos que había leído acerca de este conmovedor filme cómico-melodramático apenas si le hacen justicia. Dirigida con la funcionalidad acostumbrada por el especialista en comedias Leo McCarey -quien hizo su carrera descubriendo a Laurel y Hardy, además de dirigir a los Hermanos Marx y a Harold Lloyd, entre otras luminarias del slasptick americano-, Make Way for Tomorrow es una modesta película que se mueve, en sus 91 minutos de duración, entre el chantaje sentimental y la sonrisa cómplice.
Su obra favorita entre todas las que dirigió -"Si realmente tengo algo de talento, es en esta película en donde aparece", llegó a declarar en una entrevista-, Make Way for Tomorrow fue realizada para la Paramount con un contrato muy peculiar: como los ejecutivos del estudio no estaban muy convencidos del potencial económico del filme, McCarey les propuso trabajar por un salario muy menor al que estaba acostumbrado -para entonces, McCarey ya era un cineasta de renombre- y hacer el trabajo de productor por el mismo precio. Al final de cuentas, habrá que aclarar, los jefes de la Paramount tuvieron la razón en la prospectiva económica de la cinta: Make Way for Tomorrow fue un fracaso taquillero de tal magnitud que terminaron despidiendo a McCarey -aunque, para contar la historia completa, este despido le permitió a Harry Cohn de Columbia contratarlo para que dirigiera Terrible Verdad (1937), uno de las mejores screwball comedies de la historia de Hollywood y mi favorita personal de McCarey.
Make Way for Tomorrow parece, en su sinopsis, una versión hollywoodense de algún viejo melodrama familiar mexicano, del tipo de Cuando los Padres Se Quedan Solos (Bustillo Oro, 1949). "Pa" y "Ma" Cooper (Victor Moore y Beulah Bondi), una anciana pareja que acaba de cumplir 50 años de casados, reúnen a sus hijos en el pueblito en donde viven para avisarles que han perdido la casa de toda su vida. Retirado desde hace tiempo, "Pa" no ha podido pagar la hipoteca, así que están a punto de ser echados del hogar en donde los hijos -o, más bien, "jijos"- fueron criados. Los "muchachos" -que tienen su propia vida resuelta- se ven consternados ante la situación, aunque es claro que esto se debe no tanto a que se conduelen del incierto destino de sus padres, sino al hecho de que nadie quiere hacerse cargo de ellos. Así, en esa tirante asamblea familiar, se decide que "Pa" se vaya a vivir con Cora (Elisabeth Risdon), la hija amargada sin descendencia, mientras "Ma" se va a la Gran Manzana para vivir de arrimada con el bienintencionado pero débil George (Thomas Mitchell, nada menos), su pretenciosa mujer Anita (Fay Bainter) y la insoportable hija adolescente de ambos (Barbara Read). Por supuesto que, como dice el viejo refrán mexicano, el muerto y el arrimado a los dos días apestan, así que tanto "Pa" como "Ma" empiezan a resultar una carga para los desagradecidos hijos, que ya no ven la hora de deshacerse de ellos.
El melodrama gerontofílico es directo y poco sutil, es cierto, pero el chantaje sentimental está balanceado por el buen humor de McCarey, uno de los más grandes directores de comedias de todos los tiempos. Tómese como ejemplo la espléndida escena del juego de cartas en el departamento de George: mientras la sangronaza de la nuera organiza su reunión popof y trata de que su suegra "estorbe" lo menos posible, pasamos de la carcajada abierta por el rechinido de la mecedora de "Ma", que distrae a los estirados practicantes del bridge, a los ojos humedecidos -bueno, pues llorosos, ¿a quién quiero engañar?- cuando la pobre anciana habla por teléfono con su marido, quien se encuentra enfermo de gripa en la casa de Cora, a muchos kilómetros de distancia.
La secuencia clave del filme llega hacia el final: se ha decidido -más bien, esos méndigos pulpos chupeteadores que son los hijos- que "Ma" se vaya a vivir -más bien, a morir- a un asilo, mientra "Pa" será enviado a California con la otra hija, Addie, pues el clima caliente del oeste americano le puede hacer bien a sus débiles pulmones. Con sólo cinco horas en Nueva York, los dos viejos deciden mandar al diablo a sus hijos y pasar esos últimos momentos juntos, antes de que ella se vaya al asilo y él tome el tren a California. Así, pues, visitan incluso el hotel en el que pasaron su "Luna de Miel" hace 50 años, se toman un trago en el bar, bailan tan enamorados como siempre, conversan con el amable gerente del hotel, el director de la orquesta les dedica una pieza y hasta se besan, furtivamente, aunque antes miran a la cámara -es decir, hacia nosotros- pues no los dejamos en paz en ese momento tan dificil, tan personal, para ellos.
La última toma de la película es inolvidable: "Ma" y "Pa" se despiden en la estación. Nosotros sabemos -y, ellos, en el fondo, también- que nunca se verán más. Y McCarey, delicado, no quiere explotar más el dolor de sus personajes. En lugar de finalizar con el rostro lloroso de la anciana, decide irse abruptamente a negros, con ella a punto de darnos la espalda. Un desenlace digno del sutil pero desgarrador final deHistoria de Tokio.