El contenido de la felicidad se encuentra casi siempre en el ejercicio de las acciones más sencillas: salir a pasear por tu ciudad una tarde de junio junto a la persona amada, pararse a conversar con amigos a cada paso, mirar con deleite los puestos de la feria del libro y asistir a la conferencia de un autor novel que está teniendo un éxito desmesurado con su primera novela y que nos dio una lección de marketing literario, saludándole al final para agradecerle su amable invitación. Pero no acabó ahí la tarde, porque también tuvimos oportunidad de visitar una exposición interesantísima en el Museo Municipal "Málaga en la pintura del siglo XIX".
No voy a detenerme aquí a enumerar los cuadros de la muestra aunque recomiendo vivamente observar con cierto detenimiento un plano de la Málaga de 1790, un grabado en gran formato. La misma ciudad y sin embargo tan distinta... Faltaba un siglo para que se inaugurara calle Larios y su espacio actual era ocupado por una amalgama de callejuelas de nombres tan evocadores como "Amanecer", "Ropería vieja" o "Siete revueltas", una calle muy tortuosa que comparte nombre con otra de Córdoba. Todas ellas, oficialmente foco de podredumbre y maleantes, quedaron destruidas o divididas en pos de la modernidad que suponía un espacio como la calle Larios.
A mí me gusta imaginar como sería Málaga si se hubiera conservado su estructura original, si se hubieran conservado esos callejones y se hubieran adecentado sus construcciones, presumiblemente interesantes muchas de ellas, construyendo la calle Larios más al oeste, en el emplazamiento actual de Armengual de la Mota y se hubieran respetado los barrios tradicionales, el Perchel, la Trinidad y la Coracha, así como muchos edificios valiosos del centro histórico que fueron siendo demolidos por una piqueta tan irracional como inmisericorde. Sería bonito poder hacer turismo en el pasado de tu propia ciudad y atravesar lugares irreconocibles, tratando de compararlos con el presente.
Ahora miro una de las fotografías que ilustran el magnífico libro de Antonio Soler, del que está exposición me ha recordado que seguía pendiente de un artículo por mi parte desde hace algunos meses. Es una vista de Málaga desde el mar a mediados del siglo XIX, una ciudad de edificios armoniosos, cuya catedral y las torres de sus iglesias reciben al viajero con una promesa de belleza y clima benévolo, una ciudad que en aquellos momentos se encontraba en la vanguardia de la industria del país gracias a las inversiones de unos personajes de los que prácticamente solo quedan nombres de calles y alguna estatua: Larios, Loring, Heredia... Si la fotografía hubiera tomado una perspectiva más amplia se verían una gran cantidad de chimeneas a pleno rendimiento, de las que todavía quedan algunos tristes vestigios en las playas malagueñas.
Y es que Málaga era en aquellos tiempos competencia directa de las ciudades industriales del norte y de Barcelona. Todo se fue perdiendo por una serie de calamidades que se resumen en el libro de Soler. La principal de todas ellas fue la mezquindad de los empresarios, que nunca trataron de mejorar las condiciones de vida de sus asalariados, manteniendo en sus industrias unas condiciones propias de las novelas de Charles Dickens. Como bien dice en el prólogo Soler:
"Málaga atravesó en la mitad del siglo XIX una época de esplendor. Agricultura, industria, banca. Todo se agolpaba para un despegue que no consiguió romper la ley de la gravedad. La historia de este Dorado fue efímera. Los años de prosperidad pasaron, sí, pero no se fueron sin dejar rastro. El inconformismo. Al desfondarse aquella etapa de bonanza este pueblo inquieto no aceptó de buen grado ni la miseria ni el trato de los déspotas. Nunca fue una parroquia obediente, así que no se amoldó por las buenas a las horas bajas. Y cuando llegó el tiempo del poder absoluto, aquí se reavivaron las ansias de libertad con más ruido que en otras partes. El carácter de Málaga se había fraguado mucho tiempo atrás a golpe de convulsiones, guerras, hedonismo, comercio, picaresca y generosidad. Siempre un punto por encima de lo que aconsejaba la mesura. Siempre con unas décimas más de estridencia, en el bien y en el mal, que la de cualquier otro pueblo, más neutro y prudente, habría gastado."
Hablar de paraíso es exagerado, claro. Pero sí que se pusieron las bases para que fuera posible si las cosas hubieran evolucionado de otro modo. El sueño terminó de la peor de las maneras posibles: baste recordar la quema de conventos en 1931 y, peor todavía, las masacres de la Guerra Civil cinco años después. Málaga perdió el tren de la modernidad y aún hoy día pugna por recuperarlo en medio de una crisis económica brutal. En la reunión que tuvimos hace unos meses con Antonio Soler tuve la oportunidad de preguntarle acerca de como veía la relación de la Málaga actual con su pasado. Me respondió que es una ciudad que se ha ensañado con sus edificios históricos y que desde lo que sucedió en 1931 el patrimonio malagueño entró en decadencia en un proceso que dura hasta hoy mismo.
Traigo aquí la reproducción de un cuadro del pintor Horacio Lengo que se titula "La moraga" y que es una perfecta metáfora de la Málaga del siglo XIX: mientras los niños asan sus sardinas despreocupadamente, las chimeneas del fondo trabajan a pleno rendimiento, ajenos unos y otros a su triste futuro. Málaga no tiene por qué buscar su identidad únicamente en momentos puntuales del año con la celebración exaltada de la semana santa o la feria. Posee una rica historia detrás, una historia que le podría haber llevado a ser una ciudad muy distinta, más rica en todos los aspectos. Soñar es gratis...