Admiro a esas personas que se levantan una y otra vez ante la adversidad, inasequibles al desaliento. Cuando las «malas rachas» duran y duran como el conejito de Duracell pues olé por aquellos que saben mantener la esperanza, la alegría de vivir, la ilusión en vez de quebrarse una y mil veces. Porque hay varios tipos de malas rachas.
Las más conocidas son esas que llegan, te machacan y se van con aire fresco, dejando lozana la fruta después de haber hecho con ella papilla. «Todo pasa», «No hay mal que cien años dure», «Es una mala racha»…., te dirán tus congéneres para consolarte. Puñeterías pasajeras de la vida, podríamos bautizarlas. Luego están las malas rachas que son más largas que un día sin jamón serrano. Éstas, a su vez, se subdividen en dos tipos, de acuerdo con la experiencia vivida:
- Las surgen por un solo chungo motivo, motivo que ha venido a tu vida para quedarse. A veces, encima, las muy bichas se ramifican, para recaraba.
- Y están las malas rachas longevas que se producen por una serie de problemas encadenados, así de monos ellos, unos detrás de otros. ¡Toma, venga, y otro más! Son esas situaciones que te llevan a plantearte si pasar el agua será efectivo, si el mal de ojo será algo más que una superchería. Marrones vitales que llegan a la vez y que cuando parecen enfilados hacia la resolución, encuentran otra negra cadena con otra retahíla de eslabones feos e intiman. Es decir, que la mala racha tiene hijitos. Enternecedor.
Este segundo subtipo de malas rachas duraderas tritura especialmente el alma y es letal para la fabrica 24 horas de esperanza que se supone los humanos llevamos de serie. Abre la caja de la desesperación y nos va tiñendo de gris más allá del pelo. Nos convierte en muertos en vida, que, a diferencia de los muertos en muerte, sienten y padecen. P-A-D-E-C-E-N..