Dominique Davis junto a sus dos hijas Amelia y Penny.
Fuente: Cultura Inquieta
Que nadie se asuste ni se aburra, que no pretendo escribir un artículo sobre genética. La razón de esta reflexión me vino porque, últimamente, me doy cuenta de que hay por ahí algún rasgo hereditario que se me acentúa con el paso del tiempo. Se trata de una tendencia al pronto exasperado, de una inclinación al ímpetu, de un arranque de mala leche que se conoce vulgarmente como "tener mucho carácter" que me recuerda ineludiblemente a uno de mis antecesores. A pesar de haber intentado controlarlo un par de veces, ese diminuto punto de ADN me recuerda con cada fracaso que quien manda es él. Tan solo me queda escudarme en la excusa de "lo siento, es que es mi genética" para disminuir los efectos que esto trae a terceros.Sin embargo, bien es cierto que me consuelo al pensar que no estoy sola, ya que la heredabilidad la he apreciado también en amigos, conocidos y familiares que comparten con algún antepasado más próximo o lejano su predisposición al despiste, el egoísmo, la impaciencia, la antipatía o la dejadez, por poner algunos ejemplos.
Es importante mencionar que, como es obvio, a los genes también hay que agradecerles por hacer un copia y pega de esas cualidades positivas de nosotros mismos que nos resultan -nunca mejor dicho- tremendamente familiares, que bien podrían ser las antónimas a las palabras enumeradas en el párrafo anterior.Y, para que no se diga que soy parcialista, soy consciente también de que nuestra personalidad no es algo inamovible, puesto que el entorno y nuestra determinación a resarcirnos pueden hacernos cambiar en mayor o menor medida. Aún así, yo insisto en que siempre habrá algún trazo hereditario del que jamás podremos escapar. Aunque una intente luchar contra la naturaleza dictatorial de los genes, habrán pequeños detalles que, nos guste o no, siempre formarán parte de nosotros.