Tal como anuncié, continúo con la publicación del extracto de mi novela Una Mansión en Praga, en el punto donde se quedó ayer
Ni la muerte de Zarco ni el odio de Nadia pudieron con el amor que Dusan sentía por su esposa. Entristecido, se miraba en el azul de sus ojos, secos ya de tanta lágrima derramada. Pasaba las puntas de sus dedos por los párpados suaves y se emocionaba con la visión de esa cara tan bonita, que ni siquiera las grandes ojeras, nacidas en tantos meses de penuria, consiguieron desfigurar. Tampoco la fragilidad de su cuerpo ni la presencia de la niña Sara menguaron un ápice la pasión desbordada. Como locos, como animales en celo, volvieron a amarse sobre la vieja alfombra del salón vacío, cuyos muebles ardieron para protegerlas del insoportable invierno en la ciudad sitiada.
—Amor mío, tenemos que ir a casa de mis padres. Las condiciones son cada vez más duras en Sarajevo. No puedes quedarte sola en medio de este horror, con una niña pequeña. Alexander ha prometido cuidaros y he convencido a mi madre para que te acoja de nuevo en casa. Debes perdonar, María. Aunque sea únicamente por nuestro amor y la felicidad de nuestra hija. No quiero dejarte aquí, entre estas paredes viejas y vacías.
―No te vayas, Dusan. No me dejes ―le suplicó ella mirándolo a los ojos.
―No me pidas imposibles, cariño. El ejército me necesita y me matarían si desertara. Ve a casa de mis padres, por favor. Alexander os protegerá en mi ausencia. Es un buen hombre y te aprecia mucho.
―Sasha ―diminutivo de Alexander en el idioma serbocroata―, está desesperado. No creo que aguante mucho en Sarajevo. La última vez que lo vi me dijo que había hablado con Jan, su colega checo. Quiere irse a Praga y es lógico que lo haga. También nosotros deberíamos huir al extranjero. Eres piloto de aviación y no nos moriremos de hambre. Alguien nos ayudará, el mundo no puede ser tan malo. No aguanto más, Dusan. No tengo fuerzas para vivir así. Todos me odian, todos se odian, pero yo soy incapaz de odiar. Estoy enferma, ¿no ves lo delgada que me he quedado y las ojeras que tengo? La llama del amor, de tu amor y del de Sara, es la única razón que ha conseguido mantenerme viva. Por favor, dime que esto es una pesadilla y que mañana despertaré. Que pasearemos juntos. Que saludaremos a nuestros amigos, como siempre; y que no volveré a pasar frío. No soporto más frío. Me muero de frío y ya no tengo nada que quemar ―dijo antes de estallar en un llanto sordo. El llanto de quien está realmente en el límite de sus fuerzas.
Dusan sacó una manta de su petate militar y envolvió a María. Lamió sus lágrimas, besó sus labios resquebrajados y frotó su cuerpo delgado, hasta que una pizca de color floreció en las mejillas de su esposa. Ella sollozaba en silencio y agradecía su calor.
Los Korac recibieron al primogénito como a un héroe. Nadia se deshacía en elogios a su hijo mayor.
―¡Tú sí que eres valiente, el orgullo de tu madre, que traerás a Serbia el honor perdido...!
Dusan padre esperaba impaciente que su esposa terminara para abrazar al recién llegado. Alexander, el cobarde, el que se negaba a luchar, acogió a su cuñada y a su sobrina con lo único que podía ofrecerles: su cariño.
―¡Bienvenidas a casa! ¡Cómo os he echado de menos! Sara, qué guapa estás. Ya eres una mujercita. Os quiero mucho a las dos. Ten fuerzas, María. Sé fuerte, que esto se acabará. He pensado en ti con frecuencia. ¡Me alegro tanto de verte!
La joven no podía esperar más y lanzó la ansiada pregunta al oído de su cuñado:
―¿Vas a marcharte, Sasha? ¿Has vuelto a contactar con tu amigo checo? ―lo interrogaba impaciente.
―Sí, María. Jan no tiene inconveniente en recibirme y ayudarme. Su familia es pobre, pero dice que no me faltará un plato de comida. Sin embargo, yo tengo miedo. Siento que si me voy, el viejo Dusan se ahogará en su soledad. Nadia y él se odian en secreto porque mi padre, como yo, detesta esta horrible guerra y sufre por los muertos. Por todos, ya sean serbios, musulmanes o croatas. Por el contrario, ella ―señaló a su madre con una mirada despectiva―, jamás perdonará la muerte de su hermano. Se pasa el día con la oreja pegada a la radio, celebrando las muertes que nosotros lloramos, vitoreando al hijo de puta de Milosevic y anhelando la victoria de la Gran Serbia, de ese sueño inútil que nos está destrozando...
―Tienes que ayudarme, Sasha. Debemos convencer a tu hermano para huir juntos, a Praga o a donde sea. Nosotros somos jóvenes y esta guerra ni nos va ni nos viene. La vida nos deparará algo mejor. En algún lugar encontraremos la paz.
María lloraba en el hombro de su cuñado cuando su suegra interrumpió la escena.
―¡Vamos, deja de lamentarte y ayuda a preparar la cena! ¡Aprende de tu marido, que lucha por su patria con honor y es capaz de arriesgar su vida con tal de no dejar a uno solo de nuestros enemigos vivo!
―Estoy cansada de esta mierda, ¿sabe? Déjeme tranquila. Yo no tengo ningún enemigo porque no creo en esta guerra. Si mi marido fuera valiente, un valiente de verdad, desertaría y me llevaría lejos, con nuestra hija, una criatura de seis años que merece un futuro en paz.
―Calla, María. Ya hemos tratado el tema ―intervino Dusan―. Yo me iré al frente y tú te quedarás aquí, esperando mi regreso y que nuestra victoria traiga tiempos mejores.
―Prefiero morir antes que vivir en este infierno pasando hambre, frío y calamidades. Si vuelves a la guerra, lo harás por encima de nuestros cadáveres. Del mío y del de Sara. Te he pedido que desertes, y te repito que no tengo fuerzas para seguir viviendo. No me crees y yo ya no tengo esperanzas. Lo único que quiero es morirme.
―No hables así, hija ―indicó el cabeza de familia―. Yo no soy más que un viejo inútil, pero hasta ahora no nos ha faltado la comida. Tú vas a vivir con nosotros, con el permiso de Nadia o sin él. Todavía me quedan cojones para proteger a los míos. Eres la esposa de mi hijo y la madre de mi nieta. Y desde que te conocí cuando ibas al colegio con mis hijos, te he considerado lo que acabo de llamarte, María: mi hija.
―Si de verdad quiere ayudarnos, pida a Dusan que deje el ejército y nos lleve lejos.
―Eso no lo hará nunca ―terció Nadia, que salía de la cocina junto a su hijo Alexander, cargados de utensilios para poner la mesa.
―No te metas en sus vidas, madre. Mi hermano ya es mayor. Si decide marcharse con su esposa y su hija, tienes que respetarlo. Por favor, dejemos de hablar de la maldita guerra y tengamos la cena en paz.