Las letras de estas canciones, por llamarlas de alguna manera, adolecen también de matices enriquecedores, ya que se limitan a expresar, pretendiendo un lirismo que es a la poesía lo que una chancla al calzado de piel, vulgares estereotipos sentimentales, profundamente machistas. Amores y sus desengaños, emociones supuestamente románticas, querencias por un lugar, un tiempo o lo bonito que es un caballo cuando le habla a la yegua camino del Rocío. Si las feministas no estuvieran narcotizadas por este canto endemoniado, tendrían trabajo para el resto del año denunciando a compositores y emisoras por escribir y divulgar alegatos vejatorios contra la mujer, sometidas a unas relaciones humillantes que enaltecen valores machistas, incluso cuando se casan con un enano para hartarse de reír.
Pero si la música, las letras y el baile son insufribles, más insoportables son aún el ambiente y las distinciones sociológicas que han de guardarse en la fiesta por excelencia de Sevilla, su Feria de Abril. Todo el recinto y la vida que allí bulle están movidos por la más descarada pulsión exhibicionista que la psiquiatría pueda analizar. Todo el mundo intenta aparentar ante amigos y desconocidos una felicidad fugaz y un poderío fatuo que evidencia groseramente el distingo de clases sociales entre quienes poseen casetas que emulan ricos palacetes y los mirones y gorrones que contribuyen a dar calor, color y empujones al espectáculo público de las vanidades. Y todo ello al son de las inaguantables y reiterativas sevillanas.