El pasado viernes de dolores (ya he comentado que debido a la ingestión convulsiva de alimentos de un bufé libre de mediocre calidad) fui testigo de una escena majestuosa no muy propia de estas tierras levantinas. En un paseo cansado y apesadumbrado, recapacitando sobre los recientes excesos cometidos, llegué a un bar esquinero en una solitaria calle valenciana. Solitaria porque era un bar de esos que en Valencia se prodigan de vez en cuando. En la ciudad hay zonas de bares, determinados puntos donde se concentran en mayor cantidad este tipo de locales. Entre estos oasis de placer y disfrute se extienden territorios yermos donde es difícil encontrar tristes cafeterías que te pongan un café mínimamente decente. Y ya no comento nada sobre la posibilidad de encontrar uno de estos bares abierto en domingo. Es una misión imposible. Pues bien, en uno de estos territorios estériles, la luz de las tragaperras a todo trapo, la cerámica tan de la tierra finamente decorada con los más variados temas valencianos, algún que otro cartel alusivo al equipo local y una clientela entrada en años, signo inequívoco de una larga experiencia en la buena cocina, me llamó poderosamente la atención.
¡Qué gran visión! El señor Cesáreo decidió regalar mi vista con todo un mostrador repleto de tortillas apiladas de gran variedad, pero todas ellas de un sano color dorado que resplandecía y cegaba mi cansada y abotargada vista. No era capaz de contar cuántas tortillas había… y lo peor es que desde los abismos de la cocina seguían saliendo más y más tortillas, todas ellas de patatas, perfecta e irregularmente redondas, todavía humeantes y con el burbujeo grasiento del aceite aún demasiado caliente. Parecía que el señor Cesáreo se había decidido poner en entredicho mi antigua afirmación sobre Valencia y su poca prestancia tortillera. Me pareció un cortejo digno de los mejores y más engalanados desfiles. Ni Sorolla, pretendiendo ser “el captador de la luz valenciana”, hubiese podido llevar al lienzo la verdadera y profunda esencia del brillo que irradiaban aquellas tortillas, todas iguales en su tamaño pero decididamente distintas, todas en rigurosa procesión por la larga barra en “L” del señor Cesáreo. Todas se me ofrecían lujuriosas y tentadoras, brindándome el tentador y sabroso pecado de su seguramente exquisito sabor.
Una pena. Me encontraba tan sumamente bajo de ánimo culinario que no pude probar ninguna. Ni siquiera la tortilla de patata con morcilla, atrevida innovación valenciana. A lo mejor estaba delirando fruto del malestar de la pesada comida del mediodía o por la visión de aquellas tortillas que se me antojaban inalcanzables en esos momentos. Ni el peor de los castigos ideados para una estancia infinita sufriendo los tormentos del infierno. Me estaban castigando por el peor y más recurrente de mis pecados: la gula. Pero, sólo puedo decir una cosa para finalizar: volveré… y probaré.