Maletas

Publicado el 08 agosto 2014 por María Mayayo Vives
Es tiempo de hacer y deshacer maletas. Para salir de vacaciones, para volver a la vida real, para que se vayan los padres o los hijos o los maridos, para amortizar las playas y los pueblos o para dejar que se enfríe el asfalto urbano durante el fin de semana. Es tiempo de hacer y deshacer maletas con lo que esto conlleva de viajes de plancha, a la lavadora y al armario, que ni tiempo le queda a una de encender esa televisión que habitualmente tampoco ve, aunque en este país parece que comamos rayos catódicos, cuando lo cierto es que se le va a una un pastizal en pulgadas para que luego ni centrifuguen ni . Es tiempo de hacer maletas y empezar a añorar un año más aquellos maravillosos ochenta en que, con dos bañadores, vestíamos los tres meses de veraneo en un pueblo que ya entonces olía añejo, pero que, por lo mismo, no dejaba espacio alguno para estas complicaciones de la vida moderna.
Recuerdo que fue poco tiempo después cuando el vía crucis de preparar el equipaje comenzó a complicarse como no nos podíamos llegar a imaginar en la era del seiscientos. Un año de aquellos me decidí a hacer el camino de Santiago. Realmente, lo decidí un día de estos en que una se levanta creyendo que es Conan el bárbaro, aunque pese cincuenta kilos y tenga los pies planos. A quién no le ha pasado. Como una no suele hacer el camino de Santiago a diario, pensé en consultar un manual al respecto en el que se detallaban desde la concienciación previa a la que una debe someterse hasta la supuración de las últimas ampollas, pasando por la configuración de la mochila.
Lo de la concienciación previa me lo salté, como cualquier bárbaro hubiera hecho, empezando directamente por el relleno mochilero. Lo que la guía del buen hacer recomienda es introducir en el macuto lo exclusivamente imprescindible porque una o uno va a tener que cargar con sus pertenencias hasta la catedral y el camino se supone largo. Para llegar respirando, la idea estrella de la citada guía era desechar todo aquello que nos sintamos tentados de llevar "por si...". Por si nada. Abre la mochila por la parte de arriba e introduce: una camiseta, una muda, un par de calcetines y un chándal ligero (eso para vestirse durante quince días), una gorra, un chubasquero (imagino que por si llueve), tapones para los oídos (por si alguien ronca), hilo y aguja (por si apetece hacer punto de cruz), mechero (por si alguien fuma), un pequeño botiquín (por si alguien se hace el harakiri)... y así hasta la documentación. Los paréntesis son míos; el despropósito del autor. ¿Cómo se puede llegar a suponer que es factible salir de viaje con menos bragas que tapones para los oídos? Pero no queda la cosa ahí, que cuando acababa con la lista de todo aquello que yo hubiera desechado en el capítulo de los "porsiacasos", preguntaba el amanuense de tan magna obra literaria: "¿Ya lo tienes todo dentro de la mochila...? Bien, pues ahora, vuelve a vaciarla y mete sólo la mitad. Bien, pues yo ya no voy.
Efectivamente, por lo que me han contado después, el camino de Santiago está hecho para esos hombres a los que aún les preparan las maletas sus madres o mujeres y que la muda les cae bien de cualquier lado. Por eso, en los veranos sucesivos he ido eligiendo lugares de menos trashumancia y más estar tumbada a la bartola, que se lo tiene una bien ganadico tras el trajín de preparar un equipaje en condiciones. Y pocas cosas hay después tan gratificantes como una cena en buena compañía, al aire libre, con toda la noche por delante para una conversación abierta y sincera. O un buen desayuno tardío en otra terraza con ese sabor a domingo que te regala una mañana entera para leer un libro desde la dedicatoria hasta la bibliografía, sin prisas, forjando un infantil deseo de que dure para siempre, disfrutando la lectura de una forma radicalmente opuesta a la del resto del año cuando el último bostezo del día apenas da para pasar una página sin haberse enterado de la mitad. Ese café de sobremesa que se alarga hasta la hora de cenar. Las siestas de media tarde con el sonido de las olas como fondo de armario. Los paseos al atardecer con aroma a campo. El helado de tres pisos frente el mar sin contar calorías...
Son tantos los placeres por los que merece la pena hacer la maleta que ojalá tuviéramos ocasión de hacer más. E incluso diría, después de todo, que aunque no se salga de la ciudad en la que se vive sería necesario preparar la maleta. Porque hacer maletas significa tener que elegir, decidirse por una cosa o por otra, quedarse con lo imprescindible y desechar lo superfluo. Hacer maletas significa ponerse en marcha. Y hace falta ponerse en marcha. Por muy desencantado que se sienta uno, por muchos sinsabores que traiga el día, por muchas piedras que nos hagan tropezar, por muy abajo que se caiga.
De modo que ¡preparen el equipaje y pasen un feliz verano!