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Publicado el 01 enero 2011 por Cluisa


Uno a veces cree que tiene la peor de las suertes, pero siempre resulta que hay gente que tiene peor suerte que uno, eso nunca falla, gracias a eso, me siento mejor: que consuelo el saber a otros desgraciados o al menos más desgraciados que uno. Estuve leyendo la prensa: catástrofes, robos, miseria, hambre en África. Sí, hay gente que está peor que uno, tan “peor” que quizás ya no respiran. Porque hay “desgracias” reales, no estados de ánimo ni melancolías de señorita enamorada, empleadito en paro o de estudiante con cinco materias para reparación. 
Camino a comprar sushi en el centro comercial Sambil, mi amiga Eduarda no ha venido a recogerme en la estación como había prometido. He tenido que bajar sola, he tenido que enfrentarme con la muchedumbre y el gentío solo con mis pasos: presurosos, volátiles, intentando desaparecer entre el rio humano. La navidad es así: vuelve loca a la gente, todos quieren comprar, “estrenar” como se dice: estrenar vestidos, zapatos, carteras, pero no conciencias, inteligencia u alguna otra cualidad, lo que siempre se estrena proviene de afuera. A nadie se le ocurre que uno puede estrenar una nueva actitud, una sonrisa o algún entusiasmo, no, nada vale la pena si no tienes dinero para “estrenar” los trapos de moda en Diciembre.
La muchedumbre que camina igual que yo con bolsas y sonrisas, con intenciones inexpugnables de llevarse a su casa lo que han venido a buscar, no parecen amedrentadas por el calor, los empujones o los malos entendidos de pasillo que siempre surgen en un lugar tan repleto. Parecen decididos a comprar, a llevarse “ilusiones” a sus casas. Veo las vidrieras, les echo un ojo a las tiendas de discos. El olor a nuevo del plástico que cubre los Cds, es como el de la playa en pleno verano: radiante, excitante, tentador. Sin embargo, huyo y no compro nada.
Me mareo, me enerva sentir que estoy caminando en círculos, todas las tiendas se ven iguales: pasillos exactos con bombillos de colores y arbolitos de Navidad. Decido irme de una vez y por todas. Pero antes elijo un dulce de una pastelería: chocolate caliente, chocolate dulce, chocolate que se derrite en mi boca. 
El sabor del chocolate me inyecta adrenalina, energía, así que me retracto. No voy a irme todavía, no voy a irme ahora. Decido girar un poco más, marearme de “alegría forzada” de risas, de luces, navidad y gente. Sin embargo, algo congela mi entusiasmo, algo que me dice que sin duda, el consuelo de saber a otros más desdichados que uno no funciona: un rostro conocido, unas manos, unos ojos negros me dicen que puedes sufrir siempre un poco más: acabo de verte pasar: bello y fugaz como en la canción de Guillermo Carrasco.