Malvados

Por David Porcel

El mal a veces basa su poder en el disfraz y el secreto, inconfesable para sus víctimas. Es el mito del Diablo disfrazado de serpiente, llevado a la gran pantalla en el magnate de astilleros de Vértigo (Hitchcock) o en el actor frustrado de La semilla del diablo (Polanski), por citar dos clásicos. Otras, el mal se alimenta de la incapacidad humana para penetrar en lo inconmensurable, dando lugar a toda una mitología del misterio y la locura. Pero, hay otras en las que el mal se nutre de los límites de la voluntad humana, y entonces la pregunta ya no es cómo destapar o comprender al malhechor, sino qué hacer cuando el mal ya no puede hacerse más presente. 


¿Acaso quedarnos de brazos cruzados y esperar que nos aniquile? ¿Tratar de eludirlo viviendo precariamente? ¿O no resistirnos a la idea de hacerle frente para continuar existiendo? Es lo que plantean los guiones extraordinarios de Richard Matheson, con relatos como Duel, El hombre menguante o Soy leyenda. Todas las narraciones son la historia de una llamada, de una invocación al enfrentamiento y la lucha. El camión oscuro de Spielberg (Duel fue su primera película con veinticuatro o veinticinco años) puede representar el infortunio, la desdicha, pero también la enfermedad, el dolor o la carga de tener que soportar una vida mediocre y vulgar. La naturaleza no es el lugar que prometieron los cuentos de Disney o la industria de los parques y paraísos artificiales. Es infierno incontrolado, salvaje, esencialmente devorador, atrozmente cruel. Es la enseñanza de que hay males que, haciéndose cada vez más presentes e insoportables, acabarán gobernando nuestras vidas si no acabamos antes con ellos.