Mamá, quiero ser un cyborg

Por Calvodemora

El problema del mundo son los discos duros. A veces pienso en el mal silencioso que producen, en el stress que crea el irlos llenando. Yo mismo debo tener cuatro o cinco y casi estoy por decir que me vendría bien adquirir otro. Uno se mide entonces en gigas al modo en que los terratenientes lo hacen en hectáreas. A diferencia de éstos, yo soy el que hace la faena de campo. Los reviso de vez en cuando, organizo el material que tutelan y borro los archivos que están dañados, obsoletos o que, por una u otra causa, se han convetido en irrelevantes. Es admirable la velocidad con la que las cosas importantes dejan de serlo y la facilidad con la que aceptamos esa rebaja de rango. Anoche borré una película de Louis de Funes. Me pregunté qué me hizo alojarla ahí dentro si a mí no me gusta nada Louis de Funes. Algo parecido me sucedió hace poco con un disco de una diva del bel canto. No me tembló la mano al mandarla a la papelera de reciclaje y me alegré enormemente al apreciar que entraba sin empujones. Uno de los actos más violentos que puede uno hacer es vaciar la papelera de reciclaje. Entonces no hay vuelta atrás o si la hay, pero mi precaria formación informática desconoce los pasos para revertir el fatal desenlance. Tampoco los domino en asuntos que le importan más a uno. Con qué satisfacción borraría archivos de mi cabeza los archivos que, a decir mío, han bajado de rango. ¿Quién no los tiene? Lo impredecible (y por tanto lo que verdaderamente alarma) es la capacidad de los malos para pervertir a los buenos. Como si dentro de la cabeza, que es un disco duro, todo anduviese defragmentado y se mezclase, en alegre comandita, como de jarana sináptica, la parte jovial con la triste, la presentable con la indecente, todo lo que nos hace equilibrados con lo que nos malea. Hace tiempo leí un relato (cuyo autor no recuerdo) de título algo así como Mamá, quiero ser un cyborg. Lo he buscado en el oráculo sublime (nuestro bendito google de cada día) y me ha dado calabazas binarias. Siendo uno de esos bichos mitad hombre, mitad máquina, viviríamos mejor. Podríamos hasta actualizar nuestro software. El mío, a los cuarenta y seis de mi encendido, anda necesitado de una puesta a punto. Creo que a los veinte también hubiese venido bien otra. No conozco a nadie (digo a nadie) de quien alegremente se pueda decir que no necesita esa revisión. Pero el mono no mutó en máquina ni yo tengo hoy otra cosa con la que empezar el jueves que esta reflexión irrelevante que ofrezco a modo de evidencia de mis vicios cibernéticos. Tengo muchos.