Jose me ha mandado dos fotografías donde se contemplan en espejo de lejanía dos de nuestras numerosas marchas por las montañas de esta península llena de dolor y entusiasmo, de sobresaltos y grandezas, de tenebrosa apatía y de luminosa creatividad.
Llegamos al Turbón desde Castejón de Sos, como ya he comentado en más de una ocasión; ascendimos a las diversas cumbres del Mampodre desde Maraña, como dicho tengo en diferentes artículos. Ambos montes son poderosos en altura y extensos en su cima, en las dos montañas se recorre durante largo espacio su altitud y se expande la mirada hasta lugares que se pierden en desconocidos nombres.
Cuando camino al lado de Jose, muchos nombres de la lejanía se iluminan de recuerdos de otras marchas montañeras. Tal sucede con el Mampodre y los Traviesos que se miran uno a otro con pupilas de siglos y recuerdos. Sentado en la cima de los Traviesos de los Picos de Europa recuerdo entre nieblas mi niñez en Acisa, aquellas tarde mientras esperábamos a las ovejas en los Cantones.
Entre los Cantones y la luna, a una hora indeterminada en la que el sol se había escondido y aún la luna no mostraba toda su claridad. Aquellas piedras enormes de granito parecían cabezas de gigantes escondidos en la cercanía de la ermita de San Hipólito, cabezas pinceladas de colores y picaduras. Nunca tuve el mínimo temor a los monstruos de la noche porque crecí acompañado de aquellas inmensas cabezas de gigantes, las mismas que a la luz del día eran las grandes piedras donde podíamos saltar y jugar al escondite.
Mientras esperábamos a las ovejas, el tío Benito, que siempre fue viejísimo desde la primera vez que lo vi hasta que se murió después de marcharme yo del pueblo con once años, nos contaba historias fascinantes de tiempo atrás; historias de sementera y de trillos; historias de lobos y de mineros; recuerdos de cuando era mozo y construyeron la vía del tren para llevar el carbón de la Robla hasta los Altos Hornos de Bilbao. Trabajaron a pico y pala, a fuerza humana, aunque algunas veces se tenían que esconder detrás de alguna rebolla para protegerse de los barrenos con que se ayudaban para reventar alguna roca de grandes proporciones. Con las historias del tío Benito me uní a la historia de mis antepasados. Del tío Benito recuerdo su gorra y sus madreñas, su mirada cansada y llena de brillo, su entusiasmo en la palabra y en el corazón.
Javier Agra.