“Vivo en una gran ciudad en la que todo es grande. Las calles son grandes y largas. Los edificios son grandes y altos. Todo es grande. Las distancias, el horizonte, el cielo. Hasta la gente es grande y alta en esta ciudad en la que vivo.” (Ernesto H. Bernal, “Desde mi atalaya“, 2011)
Un día, temprano, salí de casa. La mañana era como tantas en esta época del año. Para empezar, oscura, algo fría y algo húmeda. Pero era más silenciosa de lo habitual. Era domingo y los domingos son siempre más callados. Los domingos la gente nos levantamos más tarde y hacemos cosas distintas a las del resto de la semana. Dormimos más, tal vez descansamos mejor y, a veces, madrugamos mucho para hacer algo excepcional. O a lo mejor nos levantamos antes para oir el silencio y respirar mejor durante lo que dura el corto amanecer, descubriendo sensaciones que habíamos olvidado.
Amanecer temprano
Mañana de domingo
Esa mañana especial de domingo el sol jugaba al escondite entre las nubes y corría una agradable brisa de aire casi frío. Había una tenue bruma que desdibujaba el horizonte. Para quien se conoce de memoria los horizontes de su ciudad la bruma es un elemento que enriquece la vista porque añade matices. Esa mañana de bruma era perfecta para ser una mañana especial de domingo. Una mañana diferente, aún más por ser domingo. Desdibujada, callada, casi fría, muy de mañana, triste y alegre al mismo tiempo.
El Mercadillo
El mercadillo estaba hasta arriba de puestos. Los olores, que intuían sabores, de las pescaderías, verdulerías y las charcuterías ya destacaban sobre los llamativos colores de los puestos de plantas y flores, más luminosos, igual de sensuales, pero más espirituales y alegres. Todavía era pronto y casi no había gente. Eran cerca de la nueve y media, más o menos. A esa hora algunos puestos acababan de instalarse.
Había puestos de ropa y de artesanías varias que se arreglaban en poco rato y, normalmente, llegaban los últimos y montaban sin demasiada prisa.
Cuando llegué, di unas cuantas vueltas y me fijé en un puesto pequeño que había en el extremo sur de la plaza. Tenía muchos muñequitos de lana rellenos. También jerseis y chaquetas de punto y ganchillo, pañuelos, chales y abalorios entre clásicos y jipis.
Aprovechando unos arbolillos próximos, la chica que atendía el puesto había colgado en las ramas unas perchas con blusas y pañuelos.
Al pasar vi que una de las perchas estaba en el suelo. Miré y me di cuenta de que era del puesto que tenía delante. Lo recogí y se lo entregué a la chica. En el momento no me hizo mucho caso, pues atendía a una señora madrugadora como yo, que parecía estar muy interesada en algo del puesto.
Breve confusión de miradas
Cuando me miró y me dio las gracias, de un modo cordial, que yo interpreté automático, aunque con un gesto muy expresivo, sentí una sensación que se prendió instantáneamente a la altura del corazón. Parecía algo mayor que yo, pero encantadoramente juvenil. Todavía recuerdo la mirada clara de aquella mujer. Supuse que era una artista. Es decir, una artesana, una artista, que producía y vendía lo que hacía. Y todo era muy hermoso. Durante unos segundos ensoñé, imaginé y fantaseé.
Durante esos fugaces instantes de confusión, perdido entre el cruce de miradas,
Seguí andando y acabé fijándome en algo tan prosaíco como los filet mignon de porc (solomillos de cerdo) de una carnicería del mercadillo. Estaban de oferta a muy buen precio. Eran más de las doce del mediodía. Y los europeos almorzamos temprano. Tenía que darme prisa.
Vuelta a la realidad
A veces la realidad, despiadadamente práctica, se enfrenta a las necesidades ocultas del espíritu, incluso a las más escondidas como las carnales, siempre irracionales. Y lo hace de una manera directa, tremendamente cruel, e innecesariamente evidente.
Luego, pensando en aquella artesana, me sentí amorosamente desafecto. Creo ahora, que mi desconocida compañera en el cruce de miradas seguirá haciendo ganchillo y cosiendo muñequitos sin acordarse lo más mínimo del episodio. Seguramente ni advirtió mi presencia y su sonrisa fue un acto reflejo. Sólo fue una mínima atención para agradecer el gesto amable de un desconocido. Un mínimo esfuerzo mecánico, aséptico, con los ojos cerrados, como el despertar cada mañana.
Dulce ensueño de una mañana de mercadillo.