Manchas de café

Publicado el 27 febrero 2018 por Abel Ros

Aquella noche, Peter estaba hecho un don Juan. Recuerdo que su mujer cumplía cincuenta años, y lo quiso celebrar por todo lo alto. La música de Nacha Pop se entremezclaba con el olor a jazmín que desprendían las busconas de la barra. Antonia, su señora, vestía como visten las feas cuando buscan hombres los sábados a deshoras. Vestía con pantalón de los chinos, camisa provocativa y tacones de aguja. Era su noche; una noche mágica para arreglar de un plumazo veinte años de matrimonio fracasado. A lo lejos, en el taburete de enfrente estaba María, una vieja conocida del Capri, de esas que las matan callando cuando llevan dos copas encima. Peter, me contaba sus encuentros con ella en el asiento de atrás de su coche. Me sentía raro, sucio por dentro, de ver como Antonia bailaba por los rincones de la barra, mientras su marido charlaba con la otra.

Mientras leía El Marca, se me acercó una señora de unos cuarenta para arriba. Me preguntó si llevaba fuego y le dije que no, que no fumaba desde que a mi padre le detectaron un cáncer de vejiga. Buscó por su bolso, y sacó un encendedor amarillo con la cara de Felipe González. Tras encender el Ducados, se pidió un carajillo y se puso a ojear el horóscopo en un periódico caducado. Era un periódico arrugado, con manchas de café y olor a tabaco. En aquellos años, como saben, los bares no olían a fregasuelos. Mientras leía el horóscopo, me preguntó por el mío. Le dije que era Libra y que no creía en semejantes bobadas; que respetaba, faltaría más, a los creyentes y nada más. Mientras hablaba con ella, sonaba una clásica de Los Secretos. Una canción de esas que ponen la piel de gallina al común de los mortales. Me dijo si bailaba con ella, le dije que no. Bailar no es lo mío. Se produjo un silencio entre los dos. Un silencio incómodo, de esos que surgen en los ascensores cuando montas con desconocidos.

El cumpleaños de Antonia coincidía con la muerte de Joaquín, un viejo amigo que conocí en Crevillent, un lugar donde trabajé durante dos años. Todas las mañanas almorzaba con él en el bar de Braulio. Allí hablábamos de Zapatero; de los atentados de Atocha y de Aznar. Joaquín militó en el Partido Comunista; estuvo en la cárcel durante los tiempos de Franco y, cuando llegó la democracia, se hizo socialista. Murió por un cáncer de próstata. Recuerdo que me decía: "al final o mueres de accidente, o de infarto o de cáncer". Se murió sin entender por qué ZP dio tanto el brazo a torcer con el Estatut Catalán. Hoy, si levantara la cabeza y viera lo que está pasando en Catalunya, estoy seguro que volvería a escribir otra de sus magníficas Cartas al Director. En la soledad de la barra, con un picor de ojos horrible por el humo del tabaco, le pedí a Peter una copa de Ponche. Una copa como las que solía tomar Joaquín en el bar de Braulio. Al rato, Peter apagó las luces. Una tarta, con un cincuenta encima, rompía la niebla de humo, que envolvía El Capri a las cinco de la madrugada.

Por Abel Ros, el 27 febrero 2018

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