Podría decirse que observar el cielo es un ejercicio en buena parte poético y extraño. Pues vemos luces que vienen de un pasado más o menos remoto, las cuales, en puridad, no son luces: sólo la parte visible a ojos de nuestro cerebro de las ondas electromagnéticas que, portando valiosa información a lomos de sus longitudes y frecuencias concretas, proceden del ayer cósmico.
Este mes, por vez primera, visité el Observatorio del Teide, como un polizón entre un grupo de estudiantes españoles de secundaria significados por sus brillantes expedientes académicos y una terna de selectos divulgadores astronómicos de nuestra tierra: Alfred Rosenberg, astrónomo del Instituto de Astrofísica de Canarias, Antonio Eff-Darwich, físico y profesor de la Universidad de La Laguna, y Rubén Naveros, técnico de Desarrollo del Museo de las Ciencias y el Cosmos de Tenerife.
El entorno de Izaña también es, per se, digno de ser observado
La visita se saldó con un resultado emocional abrumador, tanto por lo más evidente, el espectáculo de la observación del cielo, como por la resonancia vital que las explicaciones informadas producen, al atisbar la inasible enormidad del universo, que los investigadores y expertos relatan como aquel que ya ha superado el prurito de saberse a sí mismo y a la humanidad de la que forma parte como una insignificante pequeñez.
Que la vida de nuestro planeta es posible por la fortuita y feliz combinación entre presión y temperatura, adecuada para que haya agua líquida, ya lo sabíamos, pero sólo cuando comienzas a comprender el contexto global en que estamos inmersos es cuando das a los antedichos adjetivos fortuita y feliz el valor y la dimensión que merecen.
Si nos atenemos, por poner un ejemplo, al Sol, objeto determinante en esta ecuación que acabamos de reseñar, pues no es más que una entre las cien mil millones de estrellas estimadas sólo en nuestra galaxia. Asombra considerar que nuestra estrella, que se halla en la mitad de su vida, tiene un volumen tal que podría acoger en su interior a alrededor de un millón trescientas mil Tierras: si el Sol fuera una pelota de baloncesto, nosotros una lenteja.
Siguiendo este hilo conductor, y para ayudar a comprender las distancias de los planetas de nuestro sistema solar con respecto al Sol, en Izaña han compuesto una instalación didáctica en forma de hitos que cubre los caminos que serpentean entre los telescopios: a una escala 1:15.000.000.000, Mercurio, el planeta más cercano, está a casi 4 metros; la Tierra, se halla a 10 metros; y Neptuno, el más lejano, a unos 300, perdiéndose ladera abajo. Saber que Alfa Centauri, la estrella más próxima a nosotros después del Sol, estaría situada en Inglaterra da un cariz nuevo a la palabra soledad.
Tras las nociones elementales y efectistas, llegó el ocaso. En tanto anochecía, vimos un firmamento pletórico y cambiante: la conjunción aparente entre Júpiter y Venus; ¡Saturno y sus anillos!; y estrellas, constelaciones, nebulosas…; hasta un satélite que, como queriendo pasar inadvertido, cruzaba en ese momento sobre nuestras cabezas.
Saturno, casi tal cual pudimos verlo esa noche. Foto de Jesús R. Sánchez Luque (Banco de Imágenes Astronómicas del IAC)
La observación comentada de la longitud de onda visible del cielo es todo un lujo para los neófitos, pero no es más que una anécdota en comparación con la labor de prospección que realiza la veintena de telescopios e instalaciones científicas que se hallan en el Observatorio del Teide (por no mencionar los de La Palma), que escudriñan todo el espectro, desde los rayos gamma hasta las ondas de radio, para obtener información que ayude a descifrar nuestro Universo, al cabo parte de nosotros mismos, o viceversa.
Y cuando parece que al menos eres capaz de esquematizar con muchas reservas en tu cabeza esta realidad, te topas con un panel informativo que dice que la materia ordinaria del Universo constituye menos de un 5% del mismo; el 27% es la llamada materia oscura, no detectable con los medios hoy disponibles pero que debe de estar ahí por sus efectos gravitacionales sobre otros objetos visibles; y el 68% restante, más de dos tercios, es energía oscura, que, según la física teórica, explica la expansión acelerada del Universo.
En resumen, que dadas su enormidad y la aplastante mayoría de su composición que aún no ha podido verse o detectarse, que los científicos perdonen al común de los mortales que miramos al cielo con ojos poéticos o extrañados. Si bien, de la media tarde a la media noche, Rosenberg, Eff-Darwich y Naveros no pararon de mascullar proyectos y artefactos divulgativos de toda índole que socavaran esta excusa.