Resulta curioso que las palabras parezcan una necesidad, un consuelo, al mismo tiempo que encarnan una equivocación, un desliz, una fuente de incomprensión. Me dejan perplejo y consternado la desenvoltura oratoria, esas bocas llenas de sí mismas, esas voces que lucen, que proclaman alto y claro su pertenencia a la «realidad» —quiero decir a la autoridad—. Naturalmente, ante este vasto ruido demasiado bien ordenado se abren abismos, y no me creo ni una palabra. Creo en el balbuceo, en la palabra hecha añicos entre sus zarzas y su maleza. Creo en una verdad total y absoluta, y perfectamente inefable.
Frédéric Pajak
La predilección de Pajak por hombres «atormentados» de la intelectualidad europea no pasa desapercibida. Él mismo, según sus narraciones, también se considera como tal. Quizá de ahí surgen los dibujos sombríos y el tono pesimista de la escritura. Sus obras son profundas, introspectivas; el resultado de alguien acostumbrado a mirar hacia dentro, a no quedarse con la primera impresión. Por eso traza perfiles tan personales, por eso sabe relacionar lo que en apariencia no tiene ningún vínculo. Épocas, personas, lugares, idiomas. Este Manifiesto incierto se compone de fragmentos breves, que comprenden desde observaciones sobre lo cotidiano (como la estancia de Benjamin en Ibiza) a meditaciones existenciales, pasando por las referencias a otros artistas o pensadores que complementan la narración. El autor lo define como una «evocación de la historia borrada y de la guerra del tiempo» (p. 10). Además de «evocación», se podrían añadir palabras como «diálogo» o «encuentro»: construye un discurso con sentido pleno a partir de la historia y de sí mismo, de modo que dialoga, crea un punto de encuentro literario, establece un nexo entre ambos. Y ese nexo, en este Manifiesto incierto, se llama duda, desencanto, horror. Citas en cursiva de las pp. 22, 87 y 102.