—¡Por nosotros, mi amor! Apenas puede controlar el temblor de la mano con que sujeta la cámara que enfoca hacia su cara. Avanza la otra, la que sostiene la copa de cava. Con la mirada fija en el objetivo, esboza las palabras en silencio, brinda por los dos. Las lágrimas, a punto de rebosar, consiguen que sus ojos sean más profundos que nunca, las pestañas humedecidas, más espesas que nunca. Bebe un sorbo, corto, difícil de tragar. Intenta vocalizar un te quiero que se estrangula en la garganta. Baja la cámara, la apaga, no quiere que él lo vea llorar más. Las lágrimas rebasan el borde de las gafas de sol que se ha puesto, apresurado, para que nadie se de cuenta. Se desbordan. Otra vez. Nada puede contenerlas. Abre el libro, extrae la foto, acaricia su cara. Otra vez. Recorre con los dedos el contorno de sus labios. Aún caliente en su recuerdo, siente la presión de los de él, el sabor de su lengua, que se mezcla con la sal del llanto. En sus manos, ahora vacías, permanece el tacto de su piel firme, el peso de su sexo, el temblor de la excitación. Hace más de una hora que el avión despegó, dos desde que le dijera adiós a través de las cristaleras del control de pasajeros, tres desde que dejaran la habitación que fue su paraíso por unos días, una eternidad desde que sus cuerpos fueron uno por última vez. Se seca la cara, mira por la ventanilla, y maldice el océano que los separará.Texto: Ana Joyanes Romo