Hay cosas que no se caen de golpe.
La muerte, por ejemplo, no sucede una sola vez.
Pasa todos los días, en pequeñas cuotas.
En el café que uno hace sin pensar y que ahora sobra.
En el segundo cepillo de dientes que sigue ahí, reclamando un rostro.
Rilke dijo que “la única patria del hombre es su infancia”.
Tal vez por eso cuando alguien muere, una parte del cuerpo quiere volver atrás.
No para evitarlo, sino para entenderlo.
Como si la muerte fuera un error de traducción que nadie supo corregir.
Desde que murieron mi padre y mi hermana, me he vuelto especialista en la observación de lo inútil.
La taza vacía.
El par de medias que nadie usará.
El plato que se pone por inercia cuando hay una fiesta.
Los objetos no hacen duelo, solo insisten.
Las casas no entienden la ausencia.
Los pasillos siguen midiendo los mismos pasos.
Las camas no achican su forma para que no duela.
Barthes escribió tras la muerte de su madre que “el duelo es una forma de habitar el tiempo”.
Yo no habito nada.
Yo transito.
Camino por los días como quien intenta recordar una dirección que ya no existe.
No hay futuro para quien no tiene a quién contarle las cosas.
El cuerpo también recuerda.
Se encorva distinto.
Le cuesta más respirar cuando alguien pronuncia ciertos nombres.
Los ojos se endurecen.
No por fortaleza, sino porque llorar sería volver a admitir que pasó.
Otra vez.
El cuerpo sabe.
Sabe que falta una voz a la hora de comer, cuando se hace una videollamada grupal, cuando hay buenas noticias.
Sabe que el abrazo que antes tranquilizaba ahora es solo aire tibio.
Sabe que el silencio es ahora una forma de compañía.
Duelo no es llorar.
Duelo es calentar dos panes cuando sólo se necesita uno.
Es escribir un mensaje que no se enviará.
Es ver una foto sin poder recordar el momento exacto, pero sabiendo que dolía menos que ahora.
Duelo es no tener a quién llamar para decirle que estás triste por la muerte de alguien que ya murió.
No hay belleza en esto.
Ni enseñanza.
Ni redención.
Solo hay un reloj que sigue funcionando.
Un cuerpo que se baña.
Una rutina que se arrastra con la dignidad de los que saben que la vida sigue, aunque no esté quien la justificaba.
La literatura —la que vale— no consuela.
La escritura no salva.
Pero al menos deja constancia.
De que hubo alguien.
De que faltó.
De que sigue faltando.
Y que uno también falta un poco
cada vez que eso se recuerda.