En 2016 empecé a oír hablar de este libro de Lucia Berlin (Juneau, Alaska, 1936-Los Ángeles, 2004) en las redes sociales. En algún momento le di al «Me gusta» en la publicación de alguno de mis contactos de Facebook que lo alababa. Facebook le notificó a mi cuñado mi reacción a aquel estado, y éste pensó que sería una buena idea regalarle el libro a su madre. Así que, al final, le pedí el libro prestado a mi suegra para leerlo yo. Imagino que, de no tenerlo ella, lo habría comprado yo, porque la historia del libro y la escritora me resultaban muy seductoras e intuía que me iban a gustar sus relatos.
Lucia Berlin escribió en su vida setenta y siete relatos, de los que la presente antología muestra cuarenta y tres. Empezó a publicarlos con veinticuatro años en la revista que dirigía Saul Bellow. La mayoría de ellos se recogieron en tres colecciones en forma de libro: Homesick (1991), So long (1993) y Where I live now (1999), en la editorial Black Sparrow, la misma que publicaba a Charles Bukowski. Esto ocurría después de que estos cuentos hubieran sido publicados en otros libros de editoriales mucho más pequeñas. Aunque Homesick llegó a ganar un American Book Award, los cuentos de Berlin nunca fueron disfrutados por el gran público, hasta que en 2015 se publicó ‒en una editorial puntera esta vez‒ el libro recopilatorio Manual para mujeres de la limpieza, gracias a la insistencia de escritores como Barry Gifford y Michael Wolfe. El libro fue un éxito de crítica y público en Estados Unidos y se ha traducido a otros idiomas, dando a Lucia Berlin, más de una década después de su muerte, el reconocimiento y los lectores que merecía.
La vida de Lucia Berlin es fascinante y dramática: nace en 1936 en Alaska porque su padre es ingeniero de minas, y la familia viaja con él a sus diferentes destinos laborales. Berlin pasó su infancia, además de en Alaska, en pueblos mineros de Idaho, Kentuchy y Montana. Cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, su padre fue movilizado (1941) y Lucia y su madre se mudaron y pasaron a vivir con los abuelos maternos en El Paso. El abuelo y la madre tenían tendencia al alcoholismo. En El Paso, Berlin pasa a ser la única niña protestante en un colegio católico. Cuando el padre regresó de la guerra, la familia se instaló en Chile, y pasó de ser una familia itinerante de clase media a pertenecer a la clase alta chilena. En 1955, Berlin se matricula en la Universidad de Nuevo México, donde fue alumna de Ramón J. Sender.
Con treinta y dos años, Lucia se ha divorciado tres veces y tiene cuatro hijos. Sufrirá problemas económicos. Trabaja como profesora sustituta en la Universidad de Nuevo México, pero también como profesora de secundaria (daba clases de español), telefonista de una centralita, administrativa en centros hospitalarios, mujer de la limpieza, auxiliar de enfermería. Además, en más de un momento de su vida tuvo serios problemas con el alcohol. Gran parte de los años 1990 y 1991 los pasa en Ciudad de México, donde vivía su hermana, que acabará muriendo allí de cáncer. Hacia el final de su vida pudo acabar trabajando como profesora de escritura en la Universidad de Boulder (Colorado). A pesar de eso, vivía en una caravana. Sufría de escoliosis, lo que le obligó a llevar corsés de niña. De mayor (durante los diez últimos años de su vida) tenía que desplazarse con un tanque de oxígeno, porque las torsiones del esqueleto, a causa de la escoliosis, le habían provocado una perforación pulmonar. Pasó los últimos años de su vida en Los Ángeles ‒donde vivían algunos de sus hijos‒ en un garaje habilitado como vivienda.
Quizás el apunte biográfico anterior ‒tomado en gran parte de una nota final del libro elaborada por Stephen Emerson‒ puede resultar excesivo, pero para entender las narraciones de Lucia Berlin es importante conocer los hechos más destacados de su vida, puesto que es de su propia biografía de donde toma el material narrativo de sus relatos.
En cierto modo, su método para crear relatos se parece al de Charles Bukowski, cuando crea a su alter ego Henry Chinaski, o más modernamente al cubano Pedro Juan Gutiérrez: estos autores miran a su alrededor (trabajos, relaciones, alcohol, familias desestructuradas…) y escriben sobre lo que conocen, posiblemente desde la exageración y la distorsión literaria. En la página 350, una de las narradoras de los relatos de Berlin apunta: «Exagero mucho, y a menudo mezclo la realidad con la ficción, pero de hecho nunca miento». Si bien Bukoswski y Gutiérrez crean alter egos literarios, Berlin a veces usa su propio nombre y en otras ocasiones usa otros diferentes, sin incidir en la idea de que el lector está leyendo cuentos transmitidos por una misma voz narrativa. Pero esta sensación de que la voz narrativa se mantiene de un cuento a otro, a pesar de que la protagonista (la mayoría de los cuentos, pero no todos, están narrados en primera persona) cambia su nombre de una historia a otra, se acrecienta porque, además de tener un tono similar (desesperado, pero también celebrativo de la vida), los cuentos contienen una constelación de referentes comunes para los distintos personajes de estos relatos: son mujeres que han nacido en Alaska, se han casado y divorciado tres veces, han vivido en El Paso y en Chile, saben hablar español y tienen cuatro hijos (el mayor casi siempre se llama Ben). Además, según avancen los relatos, los trabajos de la protagonista de los cuentos serán los de la propia Berlin. Aunque al principio la narradora suela ser profesora y señora de la limpieza, habrá una fase de su vida en la que trabajará en un hospital de Oakland y otra en la que estará con su hermana Sally, enferma de cáncer, en Nuevo México. Hacia el final estará instalada en Boulder.
He nombrado a Bukowski y a Gutiérrez para hablar de la narradora de estas historias, y a ellos podemos remitirnos cuando las narraciones tratan del alcohol (licorerías en mitad de la noche, hospitales, centros de rehabilitación…), o sobre los trabajos que tienen que ejercer para poder sobrevivir, pero, a diferencia de estos dos escritores, Berlin no incide mucho en la temática del sexo. En este sentido, su mirada sobre lo contado es más delicada; le importarán más las relaciones rotas, o que se forman, que el sexo en sí, aunque tampoco quiero decir con esto que sea un tema que eluda, simplemente no está destacado.
Imagino que el orden de los relatos es el cronológico de escritura y publicación. Creo que me habría gustado alguna indicación sobre la fecha de publicación de cada uno de ellos. En algún momento los leía como si fuesen narraciones clásicas norteamericanas, cuentos de la década de los cincuenta o los sesenta, para luego sorprenderme ante alguna referencia bastante más moderna. Así, por ejemplo, me supuso un pequeño sobresalto leer en la página 284 (cuento Hasta la vista) una alusión a la paliza que unos policías dieron a Rodney King, algo que ocurrió en 1991.
Pese a que, en muchos casos, Berlin narra sobre hechos bastante terribles (alcoholismo, violencia, problemas en las urgencias de un hospital, en una cárcel, en una clínica de desintoxicación…) su mirada sobre lo contado es muy vitalista, y en muchos casos hace uso del humor («No me importa contar cosas terribles si consigo hacerlas divertidas», pág. 345). Es sorprende cómo destacan los detalles de los relatos, hasta tal punto que me costaba pensar que lo leído fuese inventado. Los detalles eran tan personales y tan curiosos que, en casi todas las páginas, estaba seguro de que Berlin los tomaba de la realidad.
El estilo narrativo es rápido y poético, los hechos contados se abigarran en la página. En muchos casos a Berlin le gusta el uso de expresiones onomatopéyicas (como «zas, zas», «plas, plas»).
Ya he dicho que la mayoría de los cuentos están escritos en primera persona y que la voz narrativa parece ser la misma. Algunos, sin embargo, están escritos en tercera, aunque la protagonista en estos casos parece seguir siendo la propia autora.
Hacia el final, Berlin escribe algún cuento más largo que los anteriores y, por ejemplo, en A ver esa sonrisa (que empieza en la página 297) nos encontramos por primera vez con un narrador hombre. En este cuento se intercalan dos voces narrativas, la de un abogado que conoce a una mujer, a la que debe defender, y la de esta mujer, que vuelve a ser la voz narrativa de siempre.
En Y llegó el sábado, el narrador es un hombre encarcelado que acude a un taller de literatura en prisión. La profesora (sobre este detalle se habla en otro cuento) parece ser el alter ego de Berlin.
En Mijito se intercalan también dos voces: la del alter ego de Berlin (en este caso una mujer que trabaja en las urgencias de un hospital) y la de una joven mexicana que no sabe hablar inglés.
Al hablar con mi amigo el escritor Federico Guzmán Rubio, éste apuntaba que los cuentos de Manual para mujeres de la limpieza, pese a parecerle muy buenos, se le hacían al final algo repetitivos. Lo cierto es que yo no he tenido esa sensación. En gran medida porque este libro se puede leer casi como una novela escrita a base de relatos, una novela en la que una escritora, Lucia Berlin, juega con los episodios de su propia vida para crear a un personaje intenso, dramático y conmovedor, y una historia que es la de toda una peripecia vital.
Un profesor del colegio en que trabajo me vio con este libro y me dijo que le extrañaba, porque yo no suelo leer bestsellers, utilizando el término de modo peyorativo. Es cierto que suelo huir de esas narraciones estereotipadas que, lejos de escarbar en la realidad y en la esencia de lo humano, haciendo uso de una plasticidad oscura (o literaria), emplean un lenguaje plano para dibujar tramas cinematográficas y convencionales, con personajes sin entidad. Nada más lejano a esto es Manual para mujeres de la limpieza, un libro conmovedor, intenso y lleno de vida. Realmente me ha emocionado leerlo, y me gusta pensar que el nombre de Lucia Berlin se ha unido con él al de los grandes creadores de cuentos estadounidenses del siglo XX, porque es un lugar que merece. Un libro de cuentos (género muy minoritario en España) de una escritora muerta hace una década que permanece semanas en la lista de los más vendidos del país: ¿cómo no emocionarme ante esta justicia poética?