Hoy hemos sabido que el pasado lunes, 15 de junio, la Fatalidad no quedó satisfecha con el fallecimiento de un cómico, sino que, ensañándose con tan noble oficio, tras cobrarse la existencia de Fernando Delgado impuso también, con sólo tres horas de diferencia, que expirara Manuel Collado. Los dos actores y directores estaban ingresados en el mismo hospital de Madrid y sus cuerpos reposaron, antes de ser incinerados, en el mismo tanatorio, separados tan sólo por un delgado tabique.
Si doloroso fue despedir a Fernando Delgado, a quien, como espectador, este burgomaestre estaba acostumbrado a su presencia a lo largo de toda su vida, no deja de causarnos pesar saber del final de este otro actor, por mucho que su imagen, incomparablemente menos difundida, no nos fuera tan familiar. Para este burgo, Manuel Collado era, ante todo, el afortunado mortal que se había desposado con la gran Julia Gutiérrez Caba, pero, como trataremos de explicar en los
Manuel Collado Álvarez, hijo del actor Manuel Collado Montes y de la bailarina María Álvarez Esparza, nació en Barcelona, en 1921. Tras estudiar bachilleratos español y alemán, se graduó en Berlín, en la Escuela de Arte Dramático del Deutscher Theater. Siendo todavía poco más que un muchacho, vivió su primera experiencia fílmica en la película de Benito Perojo rodada en tierras germanas, “El barbero de Sevilla”, que protagonizaban Miguel Ligero, Roberto Rey (como Fígaro), Raquel Rodrigo y Estrellita Castro, haciendo el breve papel de criado del conde de Almaviva (Fernando Granada). En 1941 firma su primer contrato profesional con el Teatro
Terminada la relación laboral con Alberto Closas, en 1970, Manuel Collado formó compañía con su mujer, estrenando juntos obras de destacado mérito y éxito, como “Triángulo”, de Gregorio Martínez Sierra o “La profesión de la señora
Sirvan estas torpes y apresuradas líneas como despedida para otro actor, otro hombre del teatro que nos ha dejado, que prefirió, desde su grandeza, relegarse al segundo plano, ese que permite trabajar al nivel de la excelencia sin tener que rendir tributo a la popularidad.